¿Utopía? En el sentido etimológico (“no lugar”), sin duda. Pero si no se cree, junto con Hegel, que “todo lo que es real es racional, y todo lo que es racional es real”, ¿cómo pensar una racionalidad sustancial sin invocar utopías?
Michael Löwy, Ecosocialismo: una alternativa radical a la catástrofe capitalista
El presente trabajo parte de una tesis y de problema específico: las utopías son construcciones ideales contrafácticas cimentadas en hechos fácticos; si esto es así, ¿cómo es que la realidad se conecta con lo ideal de forma tal que el segundo pueda ser justificado? Según la hipótesis a comprobar, aquello que permite ligar los hechos efectivos con la utopía son los valores epistémicos imperantes en una época determinada. A partir de lo anterior, nos permitiremos lanzar una propuesta: ¿sería posible hacer de la poesía un vehículo de utopía?
Desarrollo
Entre las llamas, una voz: “La verdadera vida está ausente. No estamos en este mundo” (Rimbaud, pág. 88). El grito lo conoce la historia: es el mismo que escapó de la garganta del andrápodon griego y del tlacotin mexica, del pícaro hispano y de las castas más bajas de la Nueva España; del esclavo negro, arrancado de su tierra y vendido como utensilio; de la mujer sojuzgada, minimizada y negada; del obrero explotado, del campesino semiesclavizado y de tantas figuras más en las cuales se condensan millones y millones de vidas reales y efectivamente sufridas.
“La verdadera vida está ausente. No estamos en este mundo”: sentencias que condensan la plegaria común; sentencias que atrapan la voz de aquel que, vivo y desde el mundo, niega la vida y el mundo pero no de forma definitiva: lo que niega es, antes bien, su presencia. ¿Qué clase de negativa es ésta? No se trata de una negación ontológica sino, en cierta manera, de una negación topográfica: no es que la vida y el mundo no sean, sino que no están aquí, ahora; la vida, el mundo, no pueden ser esto –deberían ser aquello que está allá, a lo lejos, en un no-lugar allende el horror y la miseria que fácticamente se vive en este mundo. El problema es interesante porque nos obliga a volver la vista hacia aquello que sorprendió a Max Weber y, en decenios posteriores, a un buen número de lógicos y filósofos analíticos: de qué manera se relacionan los hechos con un tipo muy especial de construcciones lingüísticas que solemos llamar “contrafácticos”; cómo es que, desde un mundo que podría ser descrito por medio de oraciones declarativas, es posible formular proposiciones que no pueden contrastarse con lo real. La pregunta resulta aún más radical si, sobre su base, nos cuestionamos por la utopía, tipo particular de construcción filosófica nacida con La República, de Platón, continuada por San Agustín y que se desarrolló, con toda su fuerza, durante el Renacimiento, construcción filosófica que, si bien se fundamenta en hechos efectivos –estados de cosas y acciones indeseables-, proyecta un ordenamiento ideal, al punto que deviene depositaria de la fe y guía de acciones públicas. Pero, ¿cómo es que el presente vivido e indeseable se conecta con la proyección ideal utópica?
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Los siglos XVI y XVII hacen las veces de bisagra entre la Baja Edad Media y la Modernidad; por ello, los valores y los criterios epistémicos de la época resultan una amalgama entre ideas de raigambre cristiana, y las propias de la naciente tecnociencia: tal es el contexto conceptual en el cual nacen las utopías renacentistas, como la de Thomas More o la de Tomasso Campanella. A la base de éstas, allende el ámbito filosófico, las utopías renacentistas están directamente ligadas al sufrimiento de los campesinos durante la transición del feudalismo al capitalismo, según la opinión de Adolfo Sánchez Vázquez (2003, pág. 548).
Varios siglos después, la emergencia de la teoría marxista replanteó la necesidad de reconstruir el orden social, de manera tal que éste resultase justo para los habitantes del globo; en su construcción, la experiencia inmediata jugó un papel primario para sus autores. En su clásica libro de divulgación The Wordly Philosophers, el economista liberal Robert L. Heilbroner, tras describir las terribles condiciones de vida de los obreros escoceses durante el siglo XVIII, le reprocha a Adam Smith: “¡Que curioso que el Dr. Smith profesara que vio orden, diseño y propósito en todo esto!” (Heilboner, 1980, pág. 41)[1]. En contraste, el Manifiesto del Partido Comunista, de Marx y Engels, fue, según Heilbroner, “un grito nacido sólo de la frustración y la desesperanza” (pág. 134) observada por los filósofos alemanes en los obreros oprimidos.
Como puede verse, las utopías tienen como punto de partida –tal y como hemos insistido- una serie de hechos fácticos valorados como negativos; ahora bien, ¿cómo es que éstos se conectan con el contenido del discurso utópico?
En el caso de la utopía renacentista –en particular, de la propuesta desarrollada por Campanella-, la estructura de la Ciudad del Sol y las justificaciones esgrimidas para defenderla, reflejan los criterios epistemológicos válidos en su época: la Biblia, los argumentos tomistas, la numerología, la entonces naciente astronomía y un afán taxonómico siempre presente, sirven como formas de lo verdadero que justifican y dan fuerza al argumento. En el caso del marxismo, nacido durante la consolidación de la ciencia moderna y en el momento en que ésta sirvió como modelo para los estudios sociales, la justificación es dada, también, por la forma propia de lo verdadero decimonónico: los patrones abstractos y la posibilidad de predecir, sobre su base, hecho aún no acaecidos. De ello, podemos concluir: la conexión entre la base fáctica de la utopía, y su contenido contrafáctico, radica en los valores epistémicos propios de la época. Ahora, aventuremos: si asumimos que la poesía posee un valor epistémico, ¿ésta podría servir como medio de validación de una utopía futura?
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La crítica contemporánea suele utilizar una figura espacial para describir la posición del sujeto con respecto al capitalismo: el sujeto contemporáneo vive al “interior del capital” (Sloterdijk, 2010), “todo está adentro, ya nada está afuera” (De Toledo, pág. 25). La metáfora del “interior” describe tanto el estado de cosas propio de la globalización, como la proyección histórica de este ordenamiento; estar dentro del capitalismo significa que todas y cada una de nuestras actividades están ligadas, inmediatamente o por mediaciones, al dinero que ha de producir plusvalor; vestido, alimento, entretenimiento, educación: la satisfacción de necesidades y de deseos –creados los más- es íntimamente dependiente de la producción capitalista. A la vez, este modo de producción y su enraizamiento en la vida cotidiana, si bien tuvieron sus inicios en un espacio geográfico bien delimitado, con el correr de los siglos terminaron por expandirse a lo largo y ancho del globo. Ante una absolutización semejante, filósofos como Francis Fukuyama (1993) han concluido que la historia llegó a su fin: no hay más que una filosofía política, una forma de gobierno y un tipo de economía –el liberalismo, la democracia all-american style y el capitalismo.
Ante la metáfora anterior, tal vez convenga enfrentarle el discurso poético, un discurso que rompa con la estructura lingüística, la racionalidad y la temporalidad propias de la ciencia moderna pues, a decir de Franco Berardi:
La poesía es el exceso de lenguaje: la poesía es aquello en el lenguaje que no puede reducirse a información, que no es intercambiable sino que da paso a un nuevo terreno común de entendimiento y significación compartida: crea un nuevo mundo […] La poesía es la vibración singular de la voz. Esta vibración puede crear resonancias […] (Berardi, pág. 182).
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