Presentación
En el siglo actual, sufrimos las consecuencias del divorcio entre ciencia y filosofía que siguió al triunfo de la física newtoniana en el siglo XVIII. Y no es sólo el diálogo entre ciencia y filosofía el que se ha resentido.
Ivor Leclerc, The Nature of Physical Existence
Pocos conceptos han sido tan controvertidos para la filosofía del siglo XX como el de “ciencia”, y su abordaje ha fluctuado desde la exaltación mesiánica, hasta el desprecio absoluto.
La primera de estas posiciones, el cientificismo, ha encontrado una buena cantidad de defensores entre las filas de la filosofía analítica. Desde el Círculo de Viena, pasando por los propulsores de la epistemología naturalizada, hasta los materialistas eliminativos, como Paul y Patricia Churchland, se ha argüido que el único conocimiento válido es el científico. Y más aún: la entronización de la ciencia no sólo tiene alcances epistémicos; implica, además, un triunfo humano de alcances éticos. Sin embargo, ¿cuál es la opinión del científico con respecto a estas ideas? En una de sus primeras obras, el físico y filósofo Stephen Toulmin consideró que “los asuntos discutidos [por los filósofos analíticos] en forma tan impecable no tienen nada que ver con la física, y además apenas se examinan los verdaderos métodos de argumentación utilizados por los hombres de ciencia” (1964, pág. 12). En los últimos años, durante el auge de las neurociencias, Michael Gazzaniga ha sido terminante con respecto a las aspiraciones reduccionistas de los “neurofilósofos” (según el mote empleado por Patricia Churchland) con respecto a la Filosofía moral.
En las antípodas del cientificismo, la Escuela de Frankfurt y la Fenomenología –tanto en su formulación husserliana, como en la versión de Martin Heidegger- han visto en la ciencia moderna al culpable de todos nuestros males: esa ciencia galileana –pretensiosa, siempre alardeando de su falsa universalidad, expresión objetiva de la razón instrumental- no ha hecho sino cosificar al hombre, restándole toda la dignidad que le es propia. Sin embargo, los aspectos propiamente materiales y orgánicos del ser humano, tal y como han sido descritos y manipulados por la ciencia, parecen irrenunciables, al punto que pocos críticos de ésta preferirían, en caso de enfermedad, acudir a un chamán, antes que a un médico.
Las inconsistencias de ambas posiciones puede que radiquen en un error mayúsculo: tanto la radical exaltación de la ciencia, como la crítica desmedida en su contra, no toman por objeto a la ciencia efectiva, sino a una quimera. La “ciencia positiva” es un invento filosófico-ideológico nacido durante la Modernidad que en nada se asemeja a la práctica efectiva del quehacer científico.
El ejercicio que aquí se desarrolla tiene como fin la pregunta por el hombre, por cómo es que el filósofo ha de estructurar lingüísticamente el cuestionamiento que le conduzca, de manera apropiada, hacia lo humano; en otras palabras: cómo puede problematizarse aquello que parece la característica –y a la vez, la diferencia- más inmediata de quien interroga. Para hacerlo, seguiremos la cadena argumental establecida por Martin Heidegger en su breve ensayo “La época de la imagen del mundo” (1996): comenzaremos por hacer un esbozo de la ciencia moderna para, entonces, preguntarnos cuáles serían las características de una ciencia de lo humano; a partir de lo anterior, podremos situarnos frente al problema central del texto –cómo preguntar por el hombre.
Ahora bien, “seguir” no significa, de manera alguna, “validar”, “justificar” ni, menos aún, “calcar”; por el contrario, nuestro seguimiento consiste en avanzar sobre los pasos de Heidegger siempre de manera crítica. Como se verá, el argumento que aquí se elabora depende en buena medida del rechazo de las tesis heideggerianas.
Lo que se intentará concluir es que el peguntar por el hombre se enraiza en la experiencia humana toda; su respuesta, así, estaría sometida a la contingencia de nuestra vida.
II. Desarrollo
A decir de Heidegger, la ciencia moderna se cimenta en la investigación entendida como “proceder anticipador” manifiesto en la expresión griega ta mathémata, esto es, “aquello que el hombre ya conoce por adelantado cuando contempla lo ente” (Heidegger, 1996, pág. 65). Según Heidegger, un buen ejemplo de este tipo de conocimiento es el de los números: cuando observo tres manzanas sobre la mesa, ‘3’ es un conocimiento anterior al aparecer de las frutas; en este sentido, el número ya está dado de antemano. De ello, Heidegger concluye que la matematización de la ciencia –bien ejemplificado por la Física- se refiere a que los objetos de aquella están dados de antemano.
Hagamos una breve digresión y resaltemos un detalle: para dar cuenta de aquello que significa la Física matemática, Heidegger recurre a la noción griega de mathémata. Este ardid argumental, consistente en esclarecer conceptos mediante el recurso a su formulación griega, parece ser constante en Heidegger; sin embargo, conviene preguntarse: ¿Qué subyace a este proceder? Dada nuestra profunda ignorancia de gran parte de la obra del filósofo alemán, haremos una suposición: Heidegger intenta “poner entre paréntesis” siglos y siglos de superposiciones teóricas para dejar al descubierto la “cosa misma” –en este caso, el sentido originario de los conceptos, tal y como fueron entendidos por los griegos. Asumir lo anterior, sin embargo, resulta verdaderamente problemático por diversos motivos.
En Epistemología[1], se suele distinguir entre dos posiciones claramente enfrentadas: el objetivismo y el relativismo. Según el primero, es posible conocer las cosas tal cual son; usualmente, ligado al objetivismo se encuentra el fundacionalismo, posición que asume la composicionalidad del conocimiento –esto es, que existen conocimientos básicos, “primitivos”, a partir de los cuales se elaboran conocimientos ulteriores. El relativismo, por el contrario, defiende que nuestros conocimientos están restringidos por condicionantes extraepistémicos, los cuales pueden ser el momento histórico, la cultura de un grupo social o las características psico-biológicas de la especie.
Ahora bien, el llamado fenomenológico para “volver a las cosas mismas” es una expresión clara del objetivismo y el fundacionalismo: la “cosa misma” es el dato originario, escondido detrás las sobreinterpretaciones, que no han hecho más que ocultarla. La cosa misma, en tanto concepto básico y universalmente verdadero, no puede estar determinado más que por su razón de ser: la esencia. De ahí que la fenomenología, al pretenderse fundamento verdadero de toda ciencia válida posible, sea una ciencia eidética, una ciencia de esencias –y las esencias, si son universales, entonces son atemporales, ahistóricas, ajenas a cualquier contingencia sociocultural. ¿Cómo sería, entonces, un “volver a las cosas mismas” siendo éstas algo determinado por elementos contingentes, como lo son las características propias de una cultura dada? Como bien afirma Heidegger, ésta “determina otro modo de ver y cuestionar los fenómenos naturales” (1996, pág. 64), esto es: el contexto sociocultural e histórico nos brinda una cosmovisión determinada, ni mejor ni peor que la anterior; por ello, “es mayor la imposibilidad de afirmar que la concepción moderna de lo ente es más correcta que la griega” (Idem), y agreguemos un retruécano: tanta como la imposibilidad de afirmar que la concepción griega de lo ente es más correcta que la moderna. Si esto es así, entonces, ¿por qué utilizar como criterio cuasi-esencialista al pensamiento griego? Sólo podríamos hacerlo bajo una visión romántica que, al estilo de Hölderlin, vea en la época clásica el crisol de la humanidad,
Por otra parte, en la Introducción a su monumental El moderno sistema mundial, Immanuel Wallerstein señala: “Sólo se puede narrar verdaderamente el pasado como es, no como era. Ya que el rememorar el pasado es un acto social del presente hecho por hombres del presente y que afecta al sistema del presente” (2007, pág. 15). Mirar hacia el pasado no es traerlo al presente tal cual es, sino reconstruirlo a partir del contexto que nos permea; en este sentido, el conocimiento de la historia es un conocimiento relativo al sinfín de condicionantes que nos hacen ser quienes somos. Regresar a los griegos, entonces, es en realidad hacer algo nuevo con los conceptos antiguos, no revivirlos.
Regresando al corpus del texto, tal vez no sea necesario hurgar en las etimologías griegas para dar sentido a la aparición de la ciencia matematizada: “matematización”, en el contexto que nos ocupa, se refiere simplemente a la relación de la disciplina netamente abstracta que todos conocemos bajo el nombre de “matemática” –en especial, la Geometría- y la Física, disciplina fáctica ya no abocada al estudio de la physis, sino al movimiento de los cuerpos en el espacio y el tiempo[2]; y esta relación, no está de más señalarlo, dista mucho de contar cuántas manzanas hay sobre una mesa.
Ahora bien, contraria a los morfemas constitutivos que la postularían como “medida de la tierra”, la Geometría heredada por los modernos –la euclidiana- es un sistema conceptual caracterizado por una estructura bien definida, la cual determinará a buena parte de la Epistemología moderna.
La naturaleza, según la visión moderna, obedece a las leyes de la Geometría; recordemos la famosa sentencia galileana según la cual:
La Filosofía está escrita en ese grandísimo libro que constantemente está abierto ante nuestros ojos: éste es el Universo. Pero no puede ser comprendido a menos que, primero, uno aprenda el lenguaje y los caracteres con que está escrito: está escrito en lenguaje matemático y los caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas (Galileo, 2008, pág. 183).
El conocimiento exige una mirada límpida para dar con lo “evidente”: que el cosmos es uni-verso, esto es, posee una y sólo una versión. El conocimiento previo y exigido de la Matemática no debe entenderse como la aprehensión de un aparato teórico creado por los hombres que permita deformar una realidad incognoscible de suyo para, así, hacerla mesurable; por el contrario, los primeros pensadores modernos, como Galileo, asumieron que la Matemática era un descubrimiento de la forma propia de lo existente; siguiendo la línea zanjada por Platón: lo fáctico está constituido y obedece a la inmaterialidad de lo conceptual.
Ahora bien, la Geometría, desde el paradigmático trabajo de Euclides, tiene un modo propio de exposición: avanza lógicamente desde definiciones y axiomas, hasta demostraciones y demás conocimientos inferidos de aquellos principios, los cuales completan el sistema, cerrándolo. A partir de lo anterior, si la realidad es ontológicamente geométrica y la Geometría tiene una estructura determinada, entonces todo conocimiento de la realidad ha de tener la estructura propia de la Geometría, esto es, debe erigirse –con toda la carga deontológica que brinda el término- sobre principios simples y evidentes, esto es, sobre conocimientos primitivos –a ello, se le conoce en Epistemología como “fundacionismo”.
Por otra parte, los físicos modernos, tanto como los contemporáneos, asumieron que existe una relación isomórfica entre la Matemática y el Universo: si un fenómeno se explica por tales y cuales cálculos, entonces, el fenómeno es así efectivamente. Este punto, sin embargo, resulta tremendamente arbitrario a menos que asumamos algo: la ciencia no describe fenómenos sino que los crea. Esta imagen es refrendada por uno de los pilares del quehacer científico: la experimentación. Para llevar a cabo un experimento, hay que producir un fenómeno dentro de un contexto que naturalmente le es ajeno –es decir, hay que crearlo.
Además, de lo anterior podemos obtener otra conclusión: la ciencia no es ni una entidad, ni es ajena al hombre; por el contrario, es un tipo de conocimiento y de quehacer humano nacido bajo ciertas condiciones socioculturales –como lo son las propias de la Modernidad; en ese sentido, la ciencia es una institución humana más, sujeta a todo tipo de factores propios de la organización de los hombres; por ello, la fama de un investigador, los amiguismos y demás hacen mella en la imposición de una teoría (Vid Kitcher, 2001).
Dejando de lado lo anterior, la matematización, según el empleo heideggeriano del término, permite explicar aquello que Husserl llamó “ontologías regionales” y que, de una manera u otra, fue refrendado en Filosofía analítica por Quine bajo el rótulo de “compromiso ontológico”, esto es, aquellos objetos que de antemano el investigador asume como existentes sin cuestionamientos y a partir de los cuales se constituye una determinada “región”, una familia de objetos.
En este sentido, si las ciencias dan por sentados sus objetos sin cuestionarlos con anterioridad, es porque, en efecto, su labor no consiste en ello: para esa suerte se encuentra la Filosofía de la ciencia, en general, y las Filosofías de cada disciplina que pueda ser considerada científica, en particular.
Ahora bien, si asumimos que la ciencia es un modo de conocimiento peculiar y que tiene por paradigma a la Física –según se puede inferir del trabajo de Heidegger-, es claro que no llegaremos muy lejos: la única ciencia que procede tal y como lo hace la Física es la Física misma; difícilmente otra disciplina consigue formular leyes en términos matemáticos que permitan predecir sucesos futuros.
Las disciplinas que se han dedicado al estudio de los fenómenos humanos más bien son de tipo taxonómico: observan, crean categorías y se sirven de la estadística; hacer ciencia en torno a lo humano es bien expresado por el Manifiesto antropófago, publicado en 1928 por el movimiento artístico brasileño que se lanzó “contra la realidad social, vestida y opresora, inventariada por Freud”[3] (Schwartz, 2006, pág. 180). En este sentido, las ciencias humanas se enfrentan a varios problemas: ¿Hasta qué punto no resultan arbitrarias sus categorías? ¿Son éstas discretas o, antes bien, de límites difusos? Más aún: ¿Existen tipos de hombres o el hombre es uno sólo –esto es, es un concepto universal y cerrado?
El conocimiento de qué sea un hombre, antes de cualquier explicitación lingüística y su ulterior defensa, es, de suyo, un conocimiento tácito y relativo a la esfera sociocultural de la cual forme parte el individuo –si no, ¿cómo podríamos entender la defensa aristotélica de la esclavitud? ¿O de qué otra manera explicar las tan políticamente incorrectas –según la concepción contemporánea- afirmaciones de Kant en su antropología? He aquí las palabras de Kant en sus Observaciones del sentimiento de lo bello y lo sublime:
Los negros de África carecen por naturaleza de una sensibilidad que se eleva por encima de lo insignificante. El señor Hume desafía a que se le presente un ejemplo de que un negro haya mostrado talento, y afirma que entre los cientos de millares de negros transportados a tierras extrañas, y aunque muchos de ellos hayan obtenido libertad, no se ha encontrado uno solo que haya imaginado algo grande en el arte, en la ciencia o en cualquier otra cualidad honorable […] La religión de los fetiches, entre ellos extendida, es acaso una especia de culto idolátrico que cae en lo insignificante todo lo hondo que parece posible en la naturaleza humana […] Los negros son muy vanidosos, pero a su manera, y tan habladores, que es preciso separarlos a golpes (Kant, 2004, págs. 66-67).
En este sentido, si el conocimiento de aquello que sea el hombre es un conocimiento tácito, preguntar por ello debe consistir, entonces, en explicitar ese conocimiento, esto es, en darle forma discursiva o, para utilizar la expresión de Robert Brandom, en “hacerlo explítico” (Vid Brandom, 2002) –preguntar y responder son, al fin y al cabo, actos de habla.
‘¿Qué es el hombre?’ es un cuestionamiento que parte de la ignorancia del contenido semántico de su objeto; sin embargo, no es un cuestionamiento vacío y a ciegas: quien interroga por el quid del hombre sabe, por lo menos, que existe el concepto –o, por lo menos, el vocablo- ‘hombre’ y desea saber en qué consiste. Resaltamos el término ‘concepto’ porque el pronombre ‘qué’ no interroga por un ser humano; lo hace o bien por una cosa (‘¿Qué es una mesa?’) o bien por un concepto (‘¿Qué es el número?’). Notemos, además, que la pregunta formulada por el ‘qué’ se define, a su vez, en función del tipo de respuesta que se dé: a la pregunta ‘¿Qué es una mesa?’ se puede responder ostensivamente (‘Es un objeto como ese’, acompañado de alguna forma de señalización) o bien discursivamente (‘Una mesa es un objeto con tales y cuales características).
‘¿Quién es el hombre?’, por su parte, presupone la posesión del concepto –esto es, no sólo del vocablo sino también de su contenido semántico- por partida doble: esto se patenta en el pronombre interrogativo ‘quién’, el cual sólo se utiliza para preguntar la identidad de un determinado ser humano, así como en la función sintáctica del término ‘hombre’ con respecto a la oración. De esta forma, ‘¿Quién es el hombre’? puede interpretarse de la siguiente manera: teniendo una precomprensión de aquello que es el hombre, se busca saber, entonces, a qué ser humano –a quién- se le puede atribuir esta cualidad. La pregunta por el hombre es, así, de competencia netamente discursiva y conceptual y que debe consistir en explicitar algo que aprendemos durante la infancia. Sin embargo, ¿su solución es tan simple como eso?
Lo humano es el trasfondo de toda pregunta, de toda enunciación lingüística, de cualquier contenido conceptual y de cualquier acto: cuanto pueda pensarse, decirse y hacerse es absolutamente humano y, en tanto tal, está sometido a las contingencias de nuestra existencia como seres efectivamente existentes, y como hombres. En este sentido, lo humano enfrenta una tensión continua entre lo Absoluto –o, tal vez de manera más apropiada, “lo antiguo”, como lo llama Merleau-Ponty (Vid 1971, pág. 26)- y lo contingente, que se sucede, tensión expresada en la cotidianidad: lo cotidiano es la síntesis de una dialéctica entre, por un lado, una lengua con sus contenidos semánticos, un sistema de símbolos extralingüísticos y un conjunto de creencias con respecto al mundo, y, por otro, una realidad inherentemente temporal y siempre cambiante –la expresión utilizada por Xavier Zubiri resume bien esta tensión: en la vida del hombre se patenta “la estructura dinámica de la realidad” (Vid 2006), esto es, un todo formado de partes constitutivas y dinámicas, que se imponen al hombre y sólo al hombre como reales. De lo que se trataría, entonces, es de intentar obtener un concepto que permita subsumir lo temporal y dinámico pero que, a su vez, pueda ser modificado por esta misma temporalidad. O, tal vez, dejar la pregunta en suspenso y limitarnos a vivir.
Bibliografía
Brandom, Robert B. (2002). La articulación de las razones. Una introducción al inferencialsmo. Madrid: Siglo XXI Editores de España.
Galileo (2008) The assayer. The Essential Galileo. Indianapolis: Hacking Publishing Company.
Heidegger, Martin (1996). La época de la imagen del mundo. Caminos de bosque. Madrid: Alianza. 63-90.
Merleau-Ponty, Maurice (1971). La prosa del mundo. Madrid: Taurus.
Kant, Immanuel (2004). Lo bello y lo sublime. Fundamentación de la metafísica de las costumbres. México: Tomo.
Kitcher, Philip (2001). El avance de la ciencia: ciencia sin leyenda, objetividad sin ilusiones. México: UNAM-IIF.
Toulmin, Stephen (1964). Filosofía de la ciencia. Buenos Aires: Los Libros del Mirasol.
Wallerstein, Immanuel (2007). El moderno sistema mundial, I. La agricultura capitalista y los orígenes de la economía-mundo europea en el siglo XVI. México: Siglo XXI Editores.
Zubiri, Xavier (2006). Estructura dinámica de la realidad. Madrid: Alianza.
[1] Entendamos ‘Epistemología’ de la forma más llana posible: como teoría del conocimiento. La distinción entre sujeto y objeto, como dos entidades –o roles- distintos, escindidos en términos cuantitativos no caracteriza a la totalidad de reflexiones en torno al conocimiento; ello se ejemplifica bien con el trabajo de Edmund Husserl, en especial con las conclusiones obtenidas de la reflexión en torno a la duda cartesiana. Para Husserl, la expresión “ego cogito” esté incompleta: yo conozco sí, pero conozco algo, yo conozco lo conocido, el objeto de conocimiento. Lo conocido, sin embargo, sólo adquiere esa categoría a partir de que aparece ante una conciencia, y esa conciencia sólo conoce en la medida en que se vuelca hacia lo conocido. De lo anterior, Husserl concluye, entre otras cosas, que el fenómeno es la unidad mínima del conocimiento, en la cual es posible distinguir, sólo en términos cualitativos, dos polos: la noesis o aspecto “subjetivo”, y el noema o aspecto “objetivo”.
[2] Conviene señalar que la Física, desde principios del siglo XX hasta nuestros días, sobrepasa su campo de acción al del mero movimiento de los cuerpos.
[3] Las bastardillas son propias.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario