jueves, 22 de abril de 2021

El arte subversivo y el principio estético de infecció. Una lectura de El fiscal, de Augusto Roa Bastos


 

  Allende las soñadoras afirmaciones según las cuales América Latina es la tierra de la esperanza, la realidad del subcontinente insinúa su fracaso: sucedidos como líneas del oleaje, los golpes de Estado y las subsecuentes dictaduras que éstos propiciaron asolaron a la Patria Grande durante todo el siglo XX; la violencia, los asesinatos y la desaparición forzada se instituyeron como vía exclusiva de relación entre el gobierno y la población inconforme y, en nuestros días, los horrores del crimen organizado se han recrudecido y la brecha abismal que escinde a las clases, manifiesta en la riqueza fastuosa de algunos y la pobreza de muchos, se torna insalvable.  

   Sin embargo, si bien el fracaso se erige como el común denominador de nuestros países, existen naciones que lo han sufrido -y lo sufren- de manera ejemplar: tal es el caso del Paraguay. Tras más de dos siglos de vida independiente, iniciados con una dictadura prolongada por veinticuatro años, el territorio del país sudamericano ha sido testigo de innumerables golpes de Estado y guerras, tanto intestinas como internacionales -una de éstas, conocida como la Guerra de la Triple Alianza, terminó con la vida de casi la totalidad de adultos varones paraguayos. En la corta data, el país sufrió la última dictadura sudamericana, la del General Alfredo Stroessner, quien gobernó con mano férrea desde 1954 hasta 1989, con un saldo de 423 desaparecidos, casi 20,000 torturados y más de 20,000 exiliados. Empero, en medio de la brutalidad desbordante, es posible testificar el surgimiento de la belleza; la realidad latinoamericana es, a decir de Gabriel García Márquez, una realidad “que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza” (García Márquez 472): tal es el caso de El fiscal, del novelista paraguayo Augusto Roa Bastos.

   El fiscal apareció en 1993 como una de las últimas muestras de un subgénero que parecía olvidado: el de la novela de la dictadura, género netamente latinoamericano que estuvo en boga durante la segunda mitad del siglo XX y del cual es posible encontrar un sinnúmero de ejemplos deslumbrantes, tales como La sombra del caudillo de Martín Luis Guzmán, El señor presidente de Miguel Ángel Asturias, El recurso del método de Alejo Carpentier o El otoño del patriarca de Gabriel García Márquez. La emergencia de una literatura semejante es natural en nuestras latitudes, azotadas por golpes de Estado, dictaduras infames y violencia sin nombre. Con El fiscal, Augusto Roa Bastos concluye su “trilogía sobre el monoteísmo del poder”, la cual, a decir del autor, está “inspirada en la vida y en la historia de la sociedad paraguaya” (Roa Bastos 29), vida e historia siempre condicionadas por la administración estatal violenta. La novela, como el resto de la producción roana, destaca por su magistral uso del lenguaje y por su belleza; sin embargo, en El fiscal encontramos a un Roa Bastos maduro y reflexivo, abocado a la creación literaria en torno al pasado inmediato, pasado en el cual la figura dictatorial de Stroessner, el “último supremo” del Paraguay, brilla con la oscura luz de la persecución política y de la muerte.

   Ahora bien, ¿en qué sentido podemos afirmar que El fiscal es una obra literaria de carácter político? Contraria a El señor presidente, donde el dictador y su esbirro, Miguel Cara de Ángel, juegan un papel preponderante en la narración, o a Yo, el supremo, en la cual las órdenes y las imprecaciones del Doctor Francia son audibles, la novela El fiscal retrata la voz de un profesor de literatura exiliado; en punto alguno somos testigos de la forma en la cual funcionaba la administración stroessneriana, menos aún nos enfrentamos ante el General mismo; entonces: ¿De qué manera se visualiza la política en El fiscal y de qué forma ésta, en tanto obra de arte, se afirma como una expresión política?

   Se intentará mostrar que El fiscal hace visibles las consecuencias de las prácticas estatales en la vida cotidiana del individuo; en sus pasados, su presente y su futuro, tiempos que, a partir del ejercicio del poder, se unifican; en términos fenomenológicos: el pasado vivido se encuentra siempre co-mentado en las vivencias desplegadas en el presente y, a la vez, determina las expectativas del futuro en tanto abre horizonte. En este sentido, la obra permite trazar las conexiones que existen entre lo macro y lo micro, entre las grandes estructuras y la existencia efectiva y particular.

 

Hipótesis

La hipótesis puede desgranarse en un aspecto negativo y otro positivo:

 

a) El fiscal es una negación de las abstracciones que aparentan trascendencia y que, por medio de esta pseudoconcreción, juegan un papel específico en las prácticas políticas: negación del carácter abstracto del Estado y de la historia; de la imagen cuasi mítica del gobierno, de sus aparatos y del poder; de la apariencia del Estado como un gran otro –o, para utilizar la bella frase maquiavélica de Nicos Poulantzas, un “Poder-Centauro, medio hombre medio bestia” (Poulantzas 6)-, y del poder como un atributo trascendente y autosuficiente; y, a la vez, negación de la historia monolítica, existente por sí y objetivada en una serie de idealidades mistificas que guardan poca o ningún relación con el presente; en este sentido, El fiscal puede ser leído como una negación radical a las palabras de Michael Oakeshott, según las cuales el pasado, al devenir historia, aparece como “un pasado en sí”, discreto y sin nexos.

 

b) A la vez, en El fiscal se hacen patentes los efectos que ejercen los fenómenos políticos y económicos en la vida cotidiana de los individuos al hacer visibles sus sufrimientos, sus rencores y sus aspiraciones, Así, contraria a una obra historiográfica, la novela permite reconstruir no sólo los hechos sino las vivencias y las reacciones individuales de aquellos que fueron partícipes de éstos. De esta manera, la literatura expone cómo es que un fenómeno público e institucional sólo puede ser aislado taxonómicamente en el ámbito metodológico; en la vida, sin embargo, un fenómeno semejante se experimenta de una u otra forma; penetra en el espacio de la intimidad y hace de ella no sólo un elemento público sino, más aún, una herramienta política. A la vez, la obra nos muestra que, allende las cifras y las proposiciones históricas, estas aberraciones son vividas por individuos al punto que su pasado, su presente efectivo y su destino se encuentran atados a un orden político general. La novela política, así, hace patente que, detrás de los aspectos estructurales y los grandes nombres, se ocultan vidas lloradas.

 

Justificación

¿Por qué emprender una investigación como la propuesta? Antes que cualquier cosa, por hacer mía la dificultad para responder la pregunta planteada por una canción de Fito Páez: “¿Qué ha pasado en este barrio, tan tranquilo y tan callado, y quién dio la orden de cambiar el mundo?”. O, ¿de verdad ha pasado algo? Sorprende constatar la actualidad de los textos anarquistas de los hermanos Flores Magón, de Práxedis Guerrero o de Librado Rivera, o los alegatos clásicos del uruguayo José Enrique Rodó: los males que todos ellos denunciaron a principios del siglo XX siguen vigentes; sin embargo, existe una diferencia consider able: medios de comunicación y redes sociales, ídolos pop, moda, educación instrumental y de baja calidad –y, al otro lado de la cuartilla, violencia exaltada, despolitización, egoísmo, sexismo, explotación consentida: en una palabra, alienación, alienación llevada hasta niveles insospechados y que obliga a los sujetos a aceptar una realidad salvaje e injusta sin siquiera tematizarla. Ha pasado algo, sí, pero el cambio no es sino gradual. La crisis que atraviesan México, en particular, y América Latina, en general, la he visto objetivada en dos experiencias inmediatas: la transformación de mi entorno inmediato y los inicios de mi vida laboral.

   Crecí en Bosques de Aragón, colonia situada en los bordes del municipio de Nezahualcóyotl, justo en los límites que separan el Estado de México del Distrito Federal. Bosques de Aragón y su mellizo, Prados, son colonias de clase media rodeadas por barrios difíciles –Joyas, Ciudad Lago, Vergel de Guadalupe, Impulsora, Las Armas. Había violencia, claro, pero era una violencia de puños y de amenazas que no iban más allá del revólver desenfundado. Yo tenía unos nueve o diez años cuando escuché por primera vez un disparo y supe que alguien había muerto por la detonación. Aquel día, un adolescente que vivía varias casas delante de la mía organizó una fiesta –lo cual, hay que decirlo, era todo un suceso en una calle cerrada y silenciosa. Sin razón alguna, me desperté en la madrugada. La música había cedido ante el griterío cargado de insultos: la gente peleaba. De pronto, el disparo, los gritos de horror, el rumor de la carrera en tumulto. Justo afuera de mi casa, escuché una voz femenina desesperada: ¡Es que yo vi cómo le dispararon en la cara! ¡Lo mataron! Al día siguiente, mi amigo de la infancia, Raymundo, y yo fuimos al lugar del suceso: en efecto, sobre la banqueta se encontraba la silueta a gis y las manchas pardas de sangre seca. Y sólo eso. De un hombre con una historia, que tal vez había proyectado conocer a una mujer y que seguramente bailaba; de un hombre que reía y pensaba, sólo quedaba eso: un borde fantasmal y un manchón de costras sobre el pavimento. Como es de esperarse, con el correr de los años, la violencia se incrementó en la colonia hasta llegar al paroxismo en el 2012: las noches de los viernes, después de las nueve, eran el marco de rechinidos de llantas y disparos –y, sin embargo, el horror se normalizó.

   Además, desde mis primeros pasos como profesor, la constatación más evidente que pude obtener fue el alto grado de ideologización que sufren los jóvenes. Los grupos con los cuales trabajé estaban integrados por muchachos de entre quince y veinte años, la gran mayoría de ellos provenientes de familias con pocos ingresos y de barrios difíciles de la Delegación Iztacalco; algunos habían sido o bien rechazados en el concurso de ingreso a la educación media superior, o bien expulsados de instituciones públicas. A pesar de lo anterior, las difíciles condiciones de vida actuales y el futuro de explotación inminente al cual se dirigían les resultaban secundarios: para ellos, la imagen personal, los ídolos musicales, el consumo de drogas y el sexo casual se encontraban en la punta de su escala axiológica. La gran mayoría de ellos, habitantes de colonias con altos índices de criminalidad, eran testigos directos del aumento de la violencia en la Ciudad de México; sin embargo, esta escalada les resultaba irrelevante.

  En aquel entonces, al estudiar mi primera maestría en Filosofía social, tuve la suerte de cursar varias materias que me ayudarían a dar sentido a los problemas señalados y conectarlos con la investigación desarrollada en mi tesis de licenciatura, la cual versó en torno al carácter sociocultural de la semántica a nivel cognitivo. Con toda la crudeza de la experiencia inmediata, caí en cuenta del altísimo grado de sujeción al cual está sometido el individuo a nivel psicológico-discursivo; en tanto somos seres sociales, asumimos como naturales una serie de creencias, saberes y valores que impregnan nuestro medio; sin embargo, éstos juegan un papel con respecto a los modos de producción y las relaciones de poder.

   La enajenación y la despolitización son, pues, problemas reales, patentes en nuestro trato con los otros y evidenciados por datos cuantitativos. Según la Encuesta Nacional de Valores realizada por el IMJUVE en 2012, el 89.6% de los jóvenes mexicanos se interesan “poco o nada” en la política. ¿Podría ser de otro modo? El fenómeno resulta perfectamente comprensible en un país donde la política es concebida como una esfera trascendente y el poder como un fetiche, donde la democracia se reduce al pluripartidismo y al voto, y donde la corrupción y el abuso de poder son actos constitutivos del ejercicio gubernamental; es comprensible, claro, en un mundo económica y culturalmente globalizado en el cual los medios de comunicación producen subjetividades homogéneas por medio de la imposición de escalas axiológicas –y en éstas, la política cede ante el entretenimiento banal y el egoísmo.

   Ante la oscuridad del panorama ahora esbozado, ¿por qué estudiar literatura? ¿Por qué no pensar antes en los estudios sociales o en la militancia? La respuesta es inmediata: me parece que la literatura hace visible aquello que permanece oculto al científico social pues antes que abstracciones cuajadas en cifras, antes que porcentajes mudos y conclusiones cimentadas en exámenes arbitrarios, existen cotidianidades cortadas de cuajo por la violencia, vivencias efectivas de humillación, de dolor y de miedo, y el arte literario posee la fuerza para mostrarlas al desnudo y conmovernos hasta el paroxismo con su exposición. La politización de la juventud debe ser correr en paralelo a su acercamiento a la literatura; y el análisis literario es un buen medio para analizar todas las posibilidades creativas, socialmente hablando, de las obras. ¿Y por qué estudiar, hoy, la obra de Augusto Roa Bastos? ¿Por qué estudiarla si los análisis de ésta se cuentan a mares? ¿Por qué hacerlo si, comparada con las producciones contemporáneas, la narrativa del novelista paraguayo resulta de una ampulosidad trasnochada y, con miras a fines políticos, más convendría un estilo directo? Los grandes nombres de la narrativa latinoamericana del siglo XX -como Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier y, claro está, Augusto Roa Bastos- supieron fundir el análisis sociopolítico y la denuncia de las barbaries dictatoriales con la belleza del neobarroquismo, caracterizado por el magistral uso de la lengua, el cual permite la creación de figuras deslumbrantes, haciendo de la obra, así, un espacio de experimentación.

   Augusto Roa Bastos, pone en evidencia la inmanencia de lo político, mostrando en su obra –una obra que, como surtidor, está a la espera de lecturas múltiples y acciones concretas- la inmediatez del ejercicio del poder no sólo como horror sino, también, como vida a hacerse; El fiscal nos permite vislumbrar resquicios de humanidad y de justicia allende la decepción, y las infructuosas y necias discusiones de la izquierda institucional; humanidad y justicia aquí y ahora, no en abstracciones discursivas sino en la cotidianeidad de la vida. Augusto Roa Bastos nos orilla a la empatía en un subcontinente donde ésta parece eclipsada por la cosificación, nos enseña cómo la muerte es mucho más que la mera contabilización de datos: con la muerte se pierde una perspectiva necesaria para el mundo circundante compartido; además, nos exige a recordar que, detrás del horror y del palabrerío, la vida debe primar como exigencia política básica.

   Desde finales del bachillerato, diversas formas de militancia fueron una constante en mi vida; hoy, en medio del caos y la materialización de las pesadillas, y a pesar del conformismo general y del “regreso del idiota social”, para utilizar la dura expresión de Marcos Roitman, la ofensa ante la injusticia se vivifica y los sueños de libertad y de justicia no sólo no claudican sino que se antojan urgentes. La edad, el empleo y los compromisos propios de un padre divorciado impiden la participación política de antaño –pero, como señaló Rimbaud, “el combate del espíritu es tan brutal como la batalla de los hombres”: sea, cuanto aquí se escriba, la metamorfosis de las militancias juveniles en subversión de ideas.

 

Marco teórico

La investigación a desarrollar se inscribirá en el cruce del marxismo y la fenomenología, relación, de suyo, difícil. Es cierto que, desde perspectivas dogmáticas tales como el diamat soviético, el acercamiento entre una línea de pensamiento y otra resulta imposible pues, ¿cómo reunir, en un mismo corpus, al “más científico” representante del materialismo con una de las últimas escuelas de inspiración platónica? Empero, no olvidemos que ni el marxismo ni la fenomenología son ontologías en sentido estricto; además, la heterogeneidad de una y otra escuela de pensamiento impiden asumirlas como totalidades cerradas y bien articuladas; por último, la situación filosófica contemporánea, caracterizada por su apertura y su antidogmatismo, permite acercamientos de este tipo: si Antonio Negri y Franco Berardi recurren a Deleuze y a Guattari, y Slavoj Zizek a Lacan, con miras, todos ellos, de reavivar el marxismo, no debería resultar sorprendente que en el presente trabajo pueda la teoría marxista abrevar de la fenomenología husserliana. A continuación, desarrollaré, a manera de argumento, los elementos teóricos a utilizar; ello permitirá mostrar la coherencia del ensamblaje conceptual, así como los pasos que ha de seguir el análisis literario cimentado en la propuesta teórica ahora esbozada.

   Es posible distinguir tres aspectos del fenómeno literario, los cuales pueden ser abordados desde la fenomenología: la obra como tal, estudiada por Roman Ingarden; el receptor, objeto sobre el cual echaron luz Hans Robert Jauss y Wolfgang Iser; y, por supuesto, el autor, pero, ¿cómo abordar a éste último desde una perspectiva fenomenológica? Según nos parece, ello es posible remontándose, a partir del análisis genético, desde la obra hasta el autor y comprender a éste en paralelo con el concepto husserliano de “filósofo que comienza”; una vez que se cuente con el dato eidético de éste, es posible ir aún más allá, hasta la originalidad y sus sedimentaciones para, entonces, emprender el camino inverso.

   Comencemos por focalizar el objeto: si tomamos El fiscal como una totalidad generadora de sentido, notaremos que, además de su carácter estético, la obra cumple con una función política: la denuncia de un régimen dictatorial injusto y, con ello, la demanda de su supresión. A partir de lo anterior, podemos particularizar la obra de arte literaria (novela) como obra de arte literaria con funciones políticas específicas (novela política de denuncia); así, tenemos el punto de partida: ¿en qué consiste una novela política de denuncia y de qué manera El fiscal particulariza este subgénero? La pregunta conduce por un cauce de líneas paralelas, pertenecientes a ontologías regionales diferentes, que, contrarias a los principios de la matemática, sí han de tocarse: es menester, por principio, preguntarse (1) en qué consisten las demandas políticas, en general, y cuáles son las características de éstas cuando toman la forma de obra de arte; a la vez, y tomando como puente la concretización de la demanda en la modalidad de obra de arte, deberemos saber (2) cómo es que el escritor articula su demanda en la forma de obra. A continuación, expongo la manera de abordar ambas interrogantes:

   (1) Allende el rebuscamiento metafísico, las demandas sociales siempre son de carácter negativo, carácter evidente en el contenido semántico mismo del término “demanda”; sin embargo, la negatividad señalada implica a fortiori un correlato positivo, esto es: cuando un grupo dice “no” y rechaza una determinada medida política, emisión lingüística y acto son catapultados por la conmoción y exigen la construcción u obtención de un basamento positivo, el cual conlleva una noción de justicia y una imagen ideal de cómo deberían ser las cosas –por vagas que ambas sean-; esta noción y esta imagen se hacen explícitas por medios simbólicos: bien por declaración lingüística, bien por otras formas. Ahora, si una vez satisfecha la demanda, el sujeto continúa con su vida cotidiana, entonces diremos que nos encontramos ante un “sujeto demandante”; si, por el contrario, la conmoción y la demanda llevan al sujeto a la búsqueda de explicaciones más generales, las cuales enmarquen la demanda particular en un orden sistémico injusto y, así, doten de una dimensión universal al sentido antes inmediato, entonces estaremos describiendo al “sujeto subversivo”[1]. Como se mostrará, los actos que caracterizan a este último no pueden ser explicados por la negación y el rechazo propios de la actitud natural, tal y como son estudiados por Husserl en Experiencia y juicio; antes bien, el sujeto subversivo va más allá, en tanto construye lo que llamaremos una red intersubjetiva; por medio de ésta, el colectivo, como personalidad de segundo orden, integra a varios sujetos subversivos para buscar, en unidad monádica, explicaciones y soluciones siempre enlazadas a la acción. Partiendo de lo obtenido hasta este punto, resaltaremos el carácter intersubjetivo de la obra de arte que se constituye a manera de demanda, la cual, así, obedece a una estética dialógica: por un lado, espeta una negativa contra un hecho determinado; a la vez, establece un diálogo con los receptores, diálogo que, en última instancia, debe trascender el instante estético, el momento de recepción, y estimular nuevas emisiones articuladas ahora por el público y tendientes a formar nuevos sujetos subversivos individuales y de orden superior[2]: tal es, me parece, el dato eidético de la novela política.

   (2) Siguiendo el análisis genético, hemos de descubrir la “historia oculta de la cosa”, según la expresión husserliana, de la obra literaria de carácter político; este análisis nos conduce, causalmente, hacia el autor, figura que asume el sujeto subversivo que ha de expresar su negación por medio de la obra. ¿En qué consiste la composición de una obra literaria de carácter político? Tomando el estudio esbozado en el párrafo anterior, sabemos que un individuo se ha enfrentado ante una situación sociopolítica adversa, la ha negado, etc. El punto importante es cómo reacciona ante ésta: la figura del “filósofo que comienza” o “filósofo principiante” puede iluminar el problema. En la fenomenología husserliana, el filósofo principiante es todo aquel que emprende una nueva investigación filosófica, una investigación que ha de conducirle hacia resultados apodícticos. Como sabemos, la fenomenología o, en sentido estricto, el filósofo principiante sigue un método particular: sustrae el problema de la existencia del mundo, se concentra en el objeto y lo conduce hacia el espacio de inmanencia; en éste ámbito, procede por descripción y varía el dato libremente por medio de la fantasía, con miras a encontrar el eidos: es justo en este punto donde podemos trazar el paralelo entre el sujeto subversivo/autor y el filósofo principiante. El primero, tanto como el segundo, concentran su atención en un dato específico, lo conduce hacia sí y lo varía libremente: tan es así que la obra es el producto de esta variación. A partir de lo anterior, podemos afirmar que el sentido particular de la obra dependería, entonces, de la interacción entre la actitud y la variación emprendida por el autor, y el núcleo que funge como su punto de partida, el cual no es otro que las sedimentaciones que conforman su sustrato de habitualidades, así como su correlato noemático, esto es, la cosa focalizada, inmersa en el mundo circundante. Una vez más, remontándose por medio del análisis genético, llegaremos a los basamentos últimos del autor y de su obra: la cultura. Este basamento último, objeto de reflexión para Husserl en sus últimos años de vida, es, me parece, el posible enganche entre la fenomenología y la teoría marxista.

   Cuando Husserl emprende la analítica del ego por vía genética, se encuentra con la visión de mundo, la cual es condición de emergencia de la consciencia intencional y, en tanto tal, funge como “telón de fondo” de toda vivencia ulterior. Esta visión de mundo es adquirida, por supuesto, a partir de las relaciones intersubjetivas, las cuales son constitutivas de la mónada; en este sentido, el individuo, al emprender el análisis de su situación presente, cae en cuenta de que es un producto histórico y sociocultural, y que este mismo carácter condiciona sus vivencias: tras esta breve explicación, ¿acaso no son audibles ecos procedentes de la crítica marxiana en contra de las “robinsonadas dieciochescas”, seguidas por la afirmación de corte aristotélico del hombre como zoon politikón? ¿No se hace claro el paralelo entre la conclusión husserliana y los primeros párrafos de El 18 Brumario de Luis Bonaparte, en los cuales el filósofo de Tréveris afirma el peso que ejerce la historia en los individuos? A partir del enganche ahora resaltado, es posible abrir la obra, tras su análisis fenomenológico, hacia un mundo riquísimo de relaciones y modos de producción, de elementos y contradicciones superestructurales. Lo anterior nos permitirá, además de analizar el sentido de la obra, enfrentar un problema válido hasta nuestros días: ¿es la literatura una forma de conocimiento? Si es así, ¿qué tipo de conocimiento sería éste?

   De Edmund Husserl, cinco conceptos nos serán caros: mundo de la vida, mundo circundante, sustrato de habitualidades, visión de mundo e intencionalidad de horizonte. Por ello, tomaremos como eje los parágrafos 49 a 53 del Libro segundo de Ideas relativas a una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica; los ensayos redactados por Husserl entre 1922 y 1924 para la revista japonesa Kaizo, publicados en nuestra lengua con el título de Renovación del hombre y la cultura; la Cuarta y la Quinta de las Meditaciones cartesianas; la conferencia, pronunciada en 1935, “La filosofía en la crisis de la humanidad europea”; y algunos fragmentos de los manuscritos en torno a la intersubjetividad, compilados y comentados por Angela Alles Bello bajo el título de Husserl, sobre el problema de Dios. Esta base teórica será completada con el estudio desarrollado en últimos años por la peruana Rosemary Rizo Patrón y por el mexicano Ramsés Leonardo Sánchez Soberano.

   Por su parte, de la teoría marxista hemos de cimentar el trabajo en la Introducción a la Crítica de la economía política, en La ideología alemana y en algunos pasajes selectos de los Grundrisse, así como en la interpretación que de esta línea de pensamiento hizo el humanismo marxista, en especial el trabajo de Karel Kosik, así como la importante distinción benjaminiana entre “experiencia transmitida” y “experiencia vivida”, esbozada en los análisis de Walter Benjamin en torno a El París de Baudelaire



[1]                                       Por sujeto demandante hemos de entender toda persona, individual o de segundo orden, que reacciona ante uno o varios sucesos puntuales y exige su anulación; de ser satisfechas sus demandas, el orden preexistente a la demanda quedará de alguna manera reestablecido. El sujeto subversivo, en cambio, es toda persona, individual o de segundo orden, que entiende esos mismos sucesos puntuales como la expresión de un problema anterior: la inconsistencia política y social del mundo común pre-dado; de esta manera, sus demandas no exigen la anulación de sucesos específicos y el ulterior restablecimiento de un orden anterior sino la modificación del mundo común pre-dado como tal. Un sujeto demandante, por ejemplo, sería una feminista lanzada a las calles para exigir la igualdad de salarios entre hombres y mujeres; un sujeto subversivo, por el contrario, es la anarcofeminista que entiende la desigualdad entre hombres y mujeres como la expresión de un mundo común pre-dado que es injusto en su conjunto; por ello, su demanda es la transformación del orden económico, la desaparición del Estado, la modificación de los valores culturales, etc.

[2]                                       Conviene distinguir entre persona y personalidad de orden superior.  A decir de Rosemary Rizo-Patrón, la primera describe al individuo entendido como “sujeto sentiente, valorante, actuante” (Rizo-Patrón de Lerner 108-109) y libre. Con respecto a la segunda, la fenomenóloga peruana afirma: “las comunidades mismas se comportan como unidades personales de orden superior, o como ‘personalidades de orden superior’, con caracteres comunales típicos” (109); en este sentido, podemos inscribir en este último rubro a los colectivos guiados por intereses, ideas y valores comunes.

El arte subversivo y el principio estético de infección

Una lectura de El fiscal, de Augusto Roa Bastos

 

Planteamiento del problema

Allende las soñadoras afirmaciones según las cuales América Latina es la tierra de la esperanza, la realidad del subcontinente insinúa su fracaso: sucedidos como líneas del oleaje, los golpes de Estado y las subsecuentes dictaduras que éstos propiciaron asolaron a la Patria Grande durante todo el siglo XX; la violencia, los asesinatos y la desaparición forzada se instituyeron como vía exclusiva de relación entre el gobierno y la población inconforme y, en nuestros días, los horrores del crimen organizado se han recrudecido y la brecha abismal que escinde a las clases, manifiesta en la riqueza fastuosa de algunos y la pobreza de muchos, se torna insalvable.  

   Sin embargo, si bien el fracaso se erige como el común denominador de nuestros países, existen naciones que lo han sufrido -y lo sufren- de manera ejemplar: tal es el caso del Paraguay. Tras más de dos siglos de vida independiente, iniciados con una dictadura prolongada por veinticuatro años, el territorio del país sudamericano ha sido testigo de innumerables golpes de Estado y guerras, tanto intestinas como internacionales -una de éstas, conocida como la Guerra de la Triple Alianza, terminó con la vida de casi la totalidad de adultos varones paraguayos. En la corta data, el país sufrió la última dictadura sudamericana, la del General Alfredo Stroessner, quien gobernó con mano férrea desde 1954 hasta 1989, con un saldo de 423 desaparecidos, casi 20,000 torturados y más de 20,000 exiliados. Empero, en medio de la brutalidad desbordante, es posible testificar el surgimiento de la belleza; la realidad latinoamericana es, a decir de Gabriel García Márquez, una realidad “que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza” (García Márquez 472): tal es el caso de El fiscal, del novelista paraguayo Augusto Roa Bastos.

   El fiscal apareció en 1993 como una de las últimas muestras de un subgénero que parecía olvidado: el de la novela de la dictadura, género netamente latinoamericano que estuvo en boga durante la segunda mitad del siglo XX y del cual es posible encontrar un sinnúmero de ejemplos deslumbrantes, tales como La sombra del caudillo de Martín Luis Guzmán, El señor presidente de Miguel Ángel Asturias, El recurso del método de Alejo Carpentier o El otoño del patriarca de Gabriel García Márquez. La emergencia de una literatura semejante es natural en nuestras latitudes, azotadas por golpes de Estado, dictaduras infames y violencia sin nombre. Con El fiscal, Augusto Roa Bastos concluye su “trilogía sobre el monoteísmo del poder”, la cual, a decir del autor, está “inspirada en la vida y en la historia de la sociedad paraguaya” (Roa Bastos 29), vida e historia siempre condicionadas por la administración estatal violenta. La novela, como el resto de la producción roana, destaca por su magistral uso del lenguaje y por su belleza; sin embargo, en El fiscal encontramos a un Roa Bastos maduro y reflexivo, abocado a la creación literaria en torno al pasado inmediato, pasado en el cual la figura dictatorial de Stroessner, el “último supremo” del Paraguay, brilla con la oscura luz de la persecución política y de la muerte.

   Ahora bien, ¿en qué sentido podemos afirmar que El fiscal es una obra literaria de carácter político? Contraria a El señor presidente, donde el dictador y su esbirro, Miguel Cara de Ángel, juegan un papel preponderante en la narración, o a Yo, el supremo, en la cual las órdenes y las imprecaciones del Doctor Francia son audibles, la novela El fiscal retrata la voz de un profesor de literatura exiliado; en punto alguno somos testigos de la forma en la cual funcionaba la administración stroessneriana, menos aún nos enfrentamos ante el General mismo; entonces: ¿De qué manera se visualiza la política en El fiscal y de qué forma ésta, en tanto obra de arte, se afirma como una expresión política?

   Se intentará mostrar que El fiscal hace visibles las consecuencias de las prácticas estatales en la vida cotidiana del individuo; en sus pasados, su presente y su futuro, tiempos que, a partir del ejercicio del poder, se unifican; en términos fenomenológicos: el pasado vivido se encuentra siempre co-mentado en las vivencias desplegadas en el presente y, a la vez, determina las expectativas del futuro en tanto abre horizonte. En este sentido, la obra permite trazar las conexiones que existen entre lo macro y lo micro, entre las grandes estructuras y la existencia efectiva y particular.

 

Hipótesis

La hipótesis puede desgranarse en un aspecto negativo y otro positivo:

 

a) El fiscal es una negación de las abstracciones que aparentan trascendencia y que, por medio de esta pseudoconcreción, juegan un papel específico en las prácticas políticas: negación del carácter abstracto del Estado y de la historia; de la imagen cuasi mítica del gobierno, de sus aparatos y del poder; de la apariencia del Estado como un gran otro –o, para utilizar la bella frase maquiavélica de Nicos Poulantzas, un “Poder-Centauro, medio hombre medio bestia” (Poulantzas 6)-, y del poder como un atributo trascendente y autosuficiente; y, a la vez, negación de la historia monolítica, existente por sí y objetivada en una serie de idealidades mistificas que guardan poca o ningún relación con el presente; en este sentido, El fiscal puede ser leído como una negación radical a las palabras de Michael Oakeshott, según las cuales el pasado, al devenir historia, aparece como “un pasado en sí”, discreto y sin nexos.

 

b) A la vez, en El fiscal se hacen patentes los efectos que ejercen los fenómenos políticos y económicos en la vida cotidiana de los individuos al hacer visibles sus sufrimientos, sus rencores y sus aspiraciones, Así, contraria a una obra historiográfica, la novela permite reconstruir no sólo los hechos sino las vivencias y las reacciones individuales de aquellos que fueron partícipes de éstos. De esta manera, la literatura expone cómo es que un fenómeno público e institucional sólo puede ser aislado taxonómicamente en el ámbito metodológico; en la vida, sin embargo, un fenómeno semejante se experimenta de una u otra forma; penetra en el espacio de la intimidad y hace de ella no sólo un elemento público sino, más aún, una herramienta política. A la vez, la obra nos muestra que, allende las cifras y las proposiciones históricas, estas aberraciones son vividas por individuos al punto que su pasado, su presente efectivo y su destino se encuentran atados a un orden político general. La novela política, así, hace patente que, detrás de los aspectos estructurales y los grandes nombres, se ocultan vidas lloradas.

 

Justificación

¿Por qué emprender una investigación como la propuesta? Antes que cualquier cosa, por hacer mía la dificultad para responder la pregunta planteada por una canción de Fito Páez: “¿Qué ha pasado en este barrio, tan tranquilo y tan callado, y quién dio la orden de cambiar el mundo?”. O, ¿de verdad ha pasado algo? Sorprende constatar la actualidad de los textos anarquistas de los hermanos Flores Magón, de Práxedis Guerrero o de Librado Rivera, o los alegatos clásicos del uruguayo José Enrique Rodó: los males que todos ellos denunciaron a principios del siglo XX siguen vigentes; sin embargo, existe una diferencia consider able: medios de comunicación y redes sociales, ídolos pop, moda, educación instrumental y de baja calidad –y, al otro lado de la cuartilla, violencia exaltada, despolitización, egoísmo, sexismo, explotación consentida: en una palabra, alienación, alienación llevada hasta niveles insospechados y que obliga a los sujetos a aceptar una realidad salvaje e injusta sin siquiera tematizarla. Ha pasado algo, sí, pero el cambio no es sino gradual. La crisis que atraviesan México, en particular, y América Latina, en general, la he visto objetivada en dos experiencias inmediatas: la transformación de mi entorno inmediato y los inicios de mi vida laboral.

   Crecí en Bosques de Aragón, colonia situada en los bordes del municipio de Nezahualcóyotl, justo en los límites que separan el Estado de México del Distrito Federal. Bosques de Aragón y su mellizo, Prados, son colonias de clase media rodeadas por barrios difíciles –Joyas, Ciudad Lago, Vergel de Guadalupe, Impulsora, Las Armas. Había violencia, claro, pero era una violencia de puños y de amenazas que no iban más allá del revólver desenfundado. Yo tenía unos nueve o diez años cuando escuché por primera vez un disparo y supe que alguien había muerto por la detonación. Aquel día, un adolescente que vivía varias casas delante de la mía organizó una fiesta –lo cual, hay que decirlo, era todo un suceso en una calle cerrada y silenciosa. Sin razón alguna, me desperté en la madrugada. La música había cedido ante el griterío cargado de insultos: la gente peleaba. De pronto, el disparo, los gritos de horror, el rumor de la carrera en tumulto. Justo afuera de mi casa, escuché una voz femenina desesperada: ¡Es que yo vi cómo le dispararon en la cara! ¡Lo mataron! Al día siguiente, mi amigo de la infancia, Raymundo, y yo fuimos al lugar del suceso: en efecto, sobre la banqueta se encontraba la silueta a gis y las manchas pardas de sangre seca. Y sólo eso. De un hombre con una historia, que tal vez había proyectado conocer a una mujer y que seguramente bailaba; de un hombre que reía y pensaba, sólo quedaba eso: un borde fantasmal y un manchón de costras sobre el pavimento. Como es de esperarse, con el correr de los años, la violencia se incrementó en la colonia hasta llegar al paroxismo en el 2012: las noches de los viernes, después de las nueve, eran el marco de rechinidos de llantas y disparos –y, sin embargo, el horror se normalizó.

   Además, desde mis primeros pasos como profesor, la constatación más evidente que pude obtener fue el alto grado de ideologización que sufren los jóvenes. Los grupos con los cuales trabajé estaban integrados por muchachos de entre quince y veinte años, la gran mayoría de ellos provenientes de familias con pocos ingresos y de barrios difíciles de la Delegación Iztacalco; algunos habían sido o bien rechazados en el concurso de ingreso a la educación media superior, o bien expulsados de instituciones públicas. A pesar de lo anterior, las difíciles condiciones de vida actuales y el futuro de explotación inminente al cual se dirigían les resultaban secundarios: para ellos, la imagen personal, los ídolos musicales, el consumo de drogas y el sexo casual se encontraban en la punta de su escala axiológica. La gran mayoría de ellos, habitantes de colonias con altos índices de criminalidad, eran testigos directos del aumento de la violencia en la Ciudad de México; sin embargo, esta escalada les resultaba irrelevante.

  En aquel entonces, al estudiar mi primera maestría en Filosofía social, tuve la suerte de cursar varias materias que me ayudarían a dar sentido a los problemas señalados y conectarlos con la investigación desarrollada en mi tesis de licenciatura, la cual versó en torno al carácter sociocultural de la semántica a nivel cognitivo. Con toda la crudeza de la experiencia inmediata, caí en cuenta del altísimo grado de sujeción al cual está sometido el individuo a nivel psicológico-discursivo; en tanto somos seres sociales, asumimos como naturales una serie de creencias, saberes y valores que impregnan nuestro medio; sin embargo, éstos juegan un papel con respecto a los modos de producción y las relaciones de poder.

   La enajenación y la despolitización son, pues, problemas reales, patentes en nuestro trato con los otros y evidenciados por datos cuantitativos. Según la Encuesta Nacional de Valores realizada por el IMJUVE en 2012, el 89.6% de los jóvenes mexicanos se interesan “poco o nada” en la política. ¿Podría ser de otro modo? El fenómeno resulta perfectamente comprensible en un país donde la política es concebida como una esfera trascendente y el poder como un fetiche, donde la democracia se reduce al pluripartidismo y al voto, y donde la corrupción y el abuso de poder son actos constitutivos del ejercicio gubernamental; es comprensible, claro, en un mundo económica y culturalmente globalizado en el cual los medios de comunicación producen subjetividades homogéneas por medio de la imposición de escalas axiológicas –y en éstas, la política cede ante el entretenimiento banal y el egoísmo.

   Ante la oscuridad del panorama ahora esbozado, ¿por qué estudiar literatura? ¿Por qué no pensar antes en los estudios sociales o en la militancia? La respuesta es inmediata: me parece que la literatura hace visible aquello que permanece oculto al científico social pues antes que abstracciones cuajadas en cifras, antes que porcentajes mudos y conclusiones cimentadas en exámenes arbitrarios, existen cotidianidades cortadas de cuajo por la violencia, vivencias efectivas de humillación, de dolor y de miedo, y el arte literario posee la fuerza para mostrarlas al desnudo y conmovernos hasta el paroxismo con su exposición. La politización de la juventud debe ser correr en paralelo a su acercamiento a la literatura; y el análisis literario es un buen medio para analizar todas las posibilidades creativas, socialmente hablando, de las obras. ¿Y por qué estudiar, hoy, la obra de Augusto Roa Bastos? ¿Por qué estudiarla si los análisis de ésta se cuentan a mares? ¿Por qué hacerlo si, comparada con las producciones contemporáneas, la narrativa del novelista paraguayo resulta de una ampulosidad trasnochada y, con miras a fines políticos, más convendría un estilo directo? Los grandes nombres de la narrativa latinoamericana del siglo XX -como Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier y, claro está, Augusto Roa Bastos- supieron fundir el análisis sociopolítico y la denuncia de las barbaries dictatoriales con la belleza del neobarroquismo, caracterizado por el magistral uso de la lengua, el cual permite la creación de figuras deslumbrantes, haciendo de la obra, así, un espacio de experimentación.

   Augusto Roa Bastos, pone en evidencia la inmanencia de lo político, mostrando en su obra –una obra que, como surtidor, está a la espera de lecturas múltiples y acciones concretas- la inmediatez del ejercicio del poder no sólo como horror sino, también, como vida a hacerse; El fiscal nos permite vislumbrar resquicios de humanidad y de justicia allende la decepción, y las infructuosas y necias discusiones de la izquierda institucional; humanidad y justicia aquí y ahora, no en abstracciones discursivas sino en la cotidianeidad de la vida. Augusto Roa Bastos nos orilla a la empatía en un subcontinente donde ésta parece eclipsada por la cosificación, nos enseña cómo la muerte es mucho más que la mera contabilización de datos: con la muerte se pierde una perspectiva necesaria para el mundo circundante compartido; además, nos exige a recordar que, detrás del horror y del palabrerío, la vida debe primar como exigencia política básica.

   Desde finales del bachillerato, diversas formas de militancia fueron una constante en mi vida; hoy, en medio del caos y la materialización de las pesadillas, y a pesar del conformismo general y del “regreso del idiota social”, para utilizar la dura expresión de Marcos Roitman, la ofensa ante la injusticia se vivifica y los sueños de libertad y de justicia no sólo no claudican sino que se antojan urgentes. La edad, el empleo y los compromisos propios de un padre divorciado impiden la participación política de antaño –pero, como señaló Rimbaud, “el combate del espíritu es tan brutal como la batalla de los hombres”: sea, cuanto aquí se escriba, la metamorfosis de las militancias juveniles en subversión de ideas.

 

Marco teórico

La investigación a desarrollar se inscribirá en el cruce del marxismo y la fenomenología, relación, de suyo, difícil. Es cierto que, desde perspectivas dogmáticas tales como el diamat soviético, el acercamiento entre una línea de pensamiento y otra resulta imposible pues, ¿cómo reunir, en un mismo corpus, al “más científico” representante del materialismo con una de las últimas escuelas de inspiración platónica? Empero, no olvidemos que ni el marxismo ni la fenomenología son ontologías en sentido estricto; además, la heterogeneidad de una y otra escuela de pensamiento impiden asumirlas como totalidades cerradas y bien articuladas; por último, la situación filosófica contemporánea, caracterizada por su apertura y su antidogmatismo, permite acercamientos de este tipo: si Antonio Negri y Franco Berardi recurren a Deleuze y a Guattari, y Slavoj Zizek a Lacan, con miras, todos ellos, de reavivar el marxismo, no debería resultar sorprendente que en el presente trabajo pueda la teoría marxista abrevar de la fenomenología husserliana. A continuación, desarrollaré, a manera de argumento, los elementos teóricos a utilizar; ello permitirá mostrar la coherencia del ensamblaje conceptual, así como los pasos que ha de seguir el análisis literario cimentado en la propuesta teórica ahora esbozada.

   Es posible distinguir tres aspectos del fenómeno literario, los cuales pueden ser abordados desde la fenomenología: la obra como tal, estudiada por Roman Ingarden; el receptor, objeto sobre el cual echaron luz Hans Robert Jauss y Wolfgang Iser; y, por supuesto, el autor, pero, ¿cómo abordar a éste último desde una perspectiva fenomenológica? Según nos parece, ello es posible remontándose, a partir del análisis genético, desde la obra hasta el autor y comprender a éste en paralelo con el concepto husserliano de “filósofo que comienza”; una vez que se cuente con el dato eidético de éste, es posible ir aún más allá, hasta la originalidad y sus sedimentaciones para, entonces, emprender el camino inverso.

   Comencemos por focalizar el objeto: si tomamos El fiscal como una totalidad generadora de sentido, notaremos que, además de su carácter estético, la obra cumple con una función política: la denuncia de un régimen dictatorial injusto y, con ello, la demanda de su supresión. A partir de lo anterior, podemos particularizar la obra de arte literaria (novela) como obra de arte literaria con funciones políticas específicas (novela política de denuncia); así, tenemos el punto de partida: ¿en qué consiste una novela política de denuncia y de qué manera El fiscal particulariza este subgénero? La pregunta conduce por un cauce de líneas paralelas, pertenecientes a ontologías regionales diferentes, que, contrarias a los principios de la matemática, sí han de tocarse: es menester, por principio, preguntarse (1) en qué consisten las demandas políticas, en general, y cuáles son las características de éstas cuando toman la forma de obra de arte; a la vez, y tomando como puente la concretización de la demanda en la modalidad de obra de arte, deberemos saber (2) cómo es que el escritor articula su demanda en la forma de obra. A continuación, expongo la manera de abordar ambas interrogantes:

   (1) Allende el rebuscamiento metafísico, las demandas sociales siempre son de carácter negativo, carácter evidente en el contenido semántico mismo del término “demanda”; sin embargo, la negatividad señalada implica a fortiori un correlato positivo, esto es: cuando un grupo dice “no” y rechaza una determinada medida política, emisión lingüística y acto son catapultados por la conmoción y exigen la construcción u obtención de un basamento positivo, el cual conlleva una noción de justicia y una imagen ideal de cómo deberían ser las cosas –por vagas que ambas sean-; esta noción y esta imagen se hacen explícitas por medios simbólicos: bien por declaración lingüística, bien por otras formas. Ahora, si una vez satisfecha la demanda, el sujeto continúa con su vida cotidiana, entonces diremos que nos encontramos ante un “sujeto demandante”; si, por el contrario, la conmoción y la demanda llevan al sujeto a la búsqueda de explicaciones más generales, las cuales enmarquen la demanda particular en un orden sistémico injusto y, así, doten de una dimensión universal al sentido antes inmediato, entonces estaremos describiendo al “sujeto subversivo”[1]. Como se mostrará, los actos que caracterizan a este último no pueden ser explicados por la negación y el rechazo propios de la actitud natural, tal y como son estudiados por Husserl en Experiencia y juicio; antes bien, el sujeto subversivo va más allá, en tanto construye lo que llamaremos una red intersubjetiva; por medio de ésta, el colectivo, como personalidad de segundo orden, integra a varios sujetos subversivos para buscar, en unidad monádica, explicaciones y soluciones siempre enlazadas a la acción. Partiendo de lo obtenido hasta este punto, resaltaremos el carácter intersubjetivo de la obra de arte que se constituye a manera de demanda, la cual, así, obedece a una estética dialógica: por un lado, espeta una negativa contra un hecho determinado; a la vez, establece un diálogo con los receptores, diálogo que, en última instancia, debe trascender el instante estético, el momento de recepción, y estimular nuevas emisiones articuladas ahora por el público y tendientes a formar nuevos sujetos subversivos individuales y de orden superior[2]: tal es, me parece, el dato eidético de la novela política.

   (2) Siguiendo el análisis genético, hemos de descubrir la “historia oculta de la cosa”, según la expresión husserliana, de la obra literaria de carácter político; este análisis nos conduce, causalmente, hacia el autor, figura que asume el sujeto subversivo que ha de expresar su negación por medio de la obra. ¿En qué consiste la composición de una obra literaria de carácter político? Tomando el estudio esbozado en el párrafo anterior, sabemos que un individuo se ha enfrentado ante una situación sociopolítica adversa, la ha negado, etc. El punto importante es cómo reacciona ante ésta: la figura del “filósofo que comienza” o “filósofo principiante” puede iluminar el problema. En la fenomenología husserliana, el filósofo principiante es todo aquel que emprende una nueva investigación filosófica, una investigación que ha de conducirle hacia resultados apodícticos. Como sabemos, la fenomenología o, en sentido estricto, el filósofo principiante sigue un método particular: sustrae el problema de la existencia del mundo, se concentra en el objeto y lo conduce hacia el espacio de inmanencia; en éste ámbito, procede por descripción y varía el dato libremente por medio de la fantasía, con miras a encontrar el eidos: es justo en este punto donde podemos trazar el paralelo entre el sujeto subversivo/autor y el filósofo principiante. El primero, tanto como el segundo, concentran su atención en un dato específico, lo conduce hacia sí y lo varía libremente: tan es así que la obra es el producto de esta variación. A partir de lo anterior, podemos afirmar que el sentido particular de la obra dependería, entonces, de la interacción entre la actitud y la variación emprendida por el autor, y el núcleo que funge como su punto de partida, el cual no es otro que las sedimentaciones que conforman su sustrato de habitualidades, así como su correlato noemático, esto es, la cosa focalizada, inmersa en el mundo circundante. Una vez más, remontándose por medio del análisis genético, llegaremos a los basamentos últimos del autor y de su obra: la cultura. Este basamento último, objeto de reflexión para Husserl en sus últimos años de vida, es, me parece, el posible enganche entre la fenomenología y la teoría marxista.

   Cuando Husserl emprende la analítica del ego por vía genética, se encuentra con la visión de mundo, la cual es condición de emergencia de la consciencia intencional y, en tanto tal, funge como “telón de fondo” de toda vivencia ulterior. Esta visión de mundo es adquirida, por supuesto, a partir de las relaciones intersubjetivas, las cuales son constitutivas de la mónada; en este sentido, el individuo, al emprender el análisis de su situación presente, cae en cuenta de que es un producto histórico y sociocultural, y que este mismo carácter condiciona sus vivencias: tras esta breve explicación, ¿acaso no son audibles ecos procedentes de la crítica marxiana en contra de las “robinsonadas dieciochescas”, seguidas por la afirmación de corte aristotélico del hombre como zoon politikón? ¿No se hace claro el paralelo entre la conclusión husserliana y los primeros párrafos de El 18 Brumario de Luis Bonaparte, en los cuales el filósofo de Tréveris afirma el peso que ejerce la historia en los individuos? A partir del enganche ahora resaltado, es posible abrir la obra, tras su análisis fenomenológico, hacia un mundo riquísimo de relaciones y modos de producción, de elementos y contradicciones superestructurales. Lo anterior nos permitirá, además de analizar el sentido de la obra, enfrentar un problema válido hasta nuestros días: ¿es la literatura una forma de conocimiento? Si es así, ¿qué tipo de conocimiento sería éste?

   De Edmund Husserl, cinco conceptos nos serán caros: mundo de la vida, mundo circundante, sustrato de habitualidades, visión de mundo e intencionalidad de horizonte. Por ello, tomaremos como eje los parágrafos 49 a 53 del Libro segundo de Ideas relativas a una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica; los ensayos redactados por Husserl entre 1922 y 1924 para la revista japonesa Kaizo, publicados en nuestra lengua con el título de Renovación del hombre y la cultura; la Cuarta y la Quinta de las Meditaciones cartesianas; la conferencia, pronunciada en 1935, “La filosofía en la crisis de la humanidad europea”; y algunos fragmentos de los manuscritos en torno a la intersubjetividad, compilados y comentados por Angela Alles Bello bajo el título de Husserl, sobre el problema de Dios. Esta base teórica será completada con el estudio desarrollado en últimos años por la peruana Rosemary Rizo Patrón y por el mexicano Ramsés Leonardo Sánchez Soberano.

   Por su parte, de la teoría marxista hemos de cimentar el trabajo en la Introducción a la Crítica de la economía política, en La ideología alemana y en algunos pasajes selectos de los Grundrisse, así como en la interpretación que de esta línea de pensamiento hizo el humanismo marxista, en especial el trabajo de Karel Kosik, así como la importante distinción benjaminiana entre “experiencia transmitida” y “experiencia vivida”, esbozada en los análisis de Walter Benjamin en torno a El París de Baudelaire



[1]                                       Por sujeto demandante hemos de entender toda persona, individual o de segundo orden, que reacciona ante uno o varios sucesos puntuales y exige su anulación; de ser satisfechas sus demandas, el orden preexistente a la demanda quedará de alguna manera reestablecido. El sujeto subversivo, en cambio, es toda persona, individual o de segundo orden, que entiende esos mismos sucesos puntuales como la expresión de un problema anterior: la inconsistencia política y social del mundo común pre-dado; de esta manera, sus demandas no exigen la anulación de sucesos específicos y el ulterior restablecimiento de un orden anterior sino la modificación del mundo común pre-dado como tal. Un sujeto demandante, por ejemplo, sería una feminista lanzada a las calles para exigir la igualdad de salarios entre hombres y mujeres; un sujeto subversivo, por el contrario, es la anarcofeminista que entiende la desigualdad entre hombres y mujeres como la expresión de un mundo común pre-dado que es injusto en su conjunto; por ello, su demanda es la transformación del orden económico, la desaparición del Estado, la modificación de los valores culturales, etc.

[2]                                       Conviene distinguir entre persona y personalidad de orden superior.  A decir de Rosemary Rizo-Patrón, la primera describe al individuo entendido como “sujeto sentiente, valorante, actuante” (Rizo-Patrón de Lerner 108-109) y libre. Con respecto a la segunda, la fenomenóloga peruana afirma: “las comunidades mismas se comportan como unidades personales de orden superior, o como ‘personalidades de orden superior’, con caracteres comunales típicos” (109); en este sentido, podemos inscribir en este último rubro a los colectivos guiados por intereses, ideas y valores comunes.

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HIJO MÍO

  Emilio, a través de tu mamá conocí de tus talentos como escritor y tu gran calidad humana.                                              ...