jueves, 25 de marzo de 2021

En memoria de Emilio


Sabadell (Barcelona), a 11 de septiembre de 2019

 

Querido Emilio, querido amigo, querido alumno, querido colega:

 

Parece que aun fue ayer cuando nos vimos dentro de un salón de clases de la Universidad del Claustro de Sor Juana, allá en la Ciudad de México, la ciudad que a ti te vio nacer, la ciudad que a mí me adoptó como a un hijo más a pesar de mi lejana procedencia, la ciudad en la que coincidimos, felizmente, en agosto del año 2009, durante un curso sobre Locke y Hume, y otro sobre Filosofía analítica, área que con el tiempo llegarías a dominar como pocos, como un maestro.

 

En aquellos pasillos, salones y patios tuve la oportunidad de encontrarme con uno de esos estudiantes que me marcó para siempre como profesor, pues eso es lo que tú fuiste a partir de ese momento y durante todos los semestres en los que seguimos coincidiendo: un alumno de aquellos, rara avis, que convierten la profesión del maestro en el mejor trabajo del mundo. Tu receptividad, tu modo de leer más y más allá de lo referenciado, de lo obligado para seguir los cursos, tus participaciones siempre atinadas, tu constante saber estar.

 

Fue un gozo y un honor para mí, desde entonces, no sólo dialogar filosóficamente contigo, sino hablar, durante los tiempos de receso entre clase y clase, allá en los espacios habilitados para fumadores, igual de Wittgenstein que de Phil Anselmo, igual de Kant que de Lemmy Kilmister, igual de Pessoa que de Negu Gorriak, lo mismo del romanticismo alemán que de la música punk del País Vasco, dos de nuestros gustos compartidos. Entre cigarrillo y cigarrillo reflexionamos, criticamos, nos reímos. Discutimos sobre temas del exilio, sobre la cuestión del independentismo vasco, me contaste de los orígenes españoles de tu abuelo, me regalaste un libro perteneciente a él… uno de aforismos de mi adorado Karl Kraus, que siempre conservaré con orgullo.

 

Tampoco olvidaré el grupo de investigación en Filosofía de la mente que me ayudaste a dirigir con estudiantes de últimos semestres del Claustro, ni la brillante tesis de licenciatura en la que me invitaste a participar como sinodal y que nos dejó a todos anonadados o, como podemos decir más coloquialmente, con la boca abierta, un trabajo sólo al alcance de unos cuantos y que a mis ojos únicamente representó la culminación a un proceso de aprendizaje que, por otra parte, nunca se detuvo, como les sucede a todos aquellos que, como auténticos filósofos, saben que la filosofía es una actividad que nunca se acaba, que ocupa ¾y preocupa¾ toda la vida.

 

Por todo ello y muchas vivencias más que compartimos, la semana pasada recibí con un dolor inexpresable la noticia de tu partida, una partida a la cual todavía no me hago a la idea, una partida de la que muchos, que te queríamos y te seguiremos queriendo como la gran persona que fuiste, tal vez no logremos reponernos jamás. Son marcas que quedan grabadas a fuego y que nos constituirán, como lo hizo tu vida, durante el resto del tiempo, mucho o poco, que nos quede por transitar por este camino hacia lo desconocido que nos ha correspondido vivir.

 

Aquí, para bien o para mal, es donde, lejos de la teoría, nos toca comprobar que el lenguaje, las palabras ¾como tantas veces habíamos hablado tanto en el salón de clases como fuera¾, se agotan, se extinguen y sólo nos queda el doloroso silencio, el silencio descarnado que ya no podrá romperse, la continuación de nuestras charlas y de algún que otro proyecto que hallarán como sustitución los recuerdos, el plano del sentimiento que perdurará en el tiempo de todos aquellos que fuimos afortunados de poder compartir contigo uno o mil instantes, que al fin y al cabo es lo mismo ante lo efímero de la existencia.

 

Nos vemos siempre, Emilio, amigo.

 

El Estado como sistema: Ideología, Burocracia e Identidad

 

Notas a partir de Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal, de Hannah Arendt

 

Emilio Jacobo García Cuevas

 

La obra de Louis Althusser vio la luz durante la segunda mitad del siglo XX: vio la luz y devolvió destellos que atrajeron la atención de unos, y rasgaron la pupila de otros. ¿Por qué la recepción del filósofo francés generó reacciones tan encontradas? El trabajo de Althusser, lejos de ser uno más en la lista de estudios marxistas en torno al Estado, tan en boga en la época, se caracterizó por una peculiaridad que la hizo única: sintetizó, no sin precauciones, el materialismo dialéctico, el estructuralismo y la teoría de sistemas.

   ¿Hasta qué punto resultan compatibles estas teorías? Si la síntesis no va más allá de lo operativo, es posible que no exista problema alguno; sin embargo, si hemos de acercarnos al trabajo no en busca de una caja de herramientas, sino intentando sacar a la luz sus basamentos, notaremos que existe un problema mayúsculo: ambas escuelas descansan sobre principios epistemológicos mutuamente excluyentes. El marxismo, por un lado, es una clara expresión de aquello que la crítica del siglo XX denominó “cientificismo”, siempre ligado a un cierto reduccionismo que le es inherente: sólo el materialismo histórico –científico, riguroso- puede dar cuenta de la dinámica de los fenómenos sociales, la cual, “en última instancia” –para seguir la aclaración de Engels- es expresión de los fenómenos económicos. La teoría de sistemas y de la complejidad, por el contrario, ha sido uno de los retos más sólidos lanzados en contra de cualquier forma de reduccionismo. Para los teóricos sistémicos no existe una perspectiva privilegiada que permita ver la realidad tal cual es –ese “tal cual es”, de hecho, difícilmente se sostiene en el contexto sistémico; antes bien, cualquier observación –en el sentido epistemológico del término- es ya creación y está mediada por redes conceptuales, las cuales recortan artificialmente “trozos” de una realidad interconectada, interactiva y dinámica.

   Si recargamos el acento en la teoría de sistemas y de la complejidad, entenderemos que las teorías –incluido el marxismo- son, ellas mismas, dinámicas y mutables, que pueden adaptarse entre sí y crear formas novedosas para abordar la realidad que se hace –evitemos fetichizaciones: que hacemos- día a día. Además y para nuestra suerte, estamos lejos del doctrinarismo religioso que envolvió al materialismo dialéctico e histórico, bajo el puño férreo del papado soviético y los partidos comunistas. Si esto es así, ¿por qué no volver a Althusser? Lejos de ser una pieza de museo que despierta añoranzas de un pasado soñador, el filósofo francés tiene bastante que decirnos con respecto a la forma en que actúan el poder y la ideología –más aún en nuestros días, en los cuales estos temas han sido copados por lacanianos sensacionalistas que no han hecho sino idealizar, en términos filosóficos, un materialismo fructífero, complejo y que poco tiene que ver con las simplezas positivistas.   

   Para revitalizar a Althusser, nos acercaremos por medio de su batería de conceptos a un caso concreto: el del juicio a Adolf Eichmann, tal y como fue expuesto por la filósofa Hannah Arendt. Ello nos permitirá problematizar el influyente estudio del mismo Louis Althusser sobre la ideología, “Ideología y aparatos ideológicos de Estado” (2002). La noción althusseriana de “aparato ideológico de Estado” es problemática en diversos aspectos; para el trabajo que aquí presentamos, nos atendremos sólo a uno de éstos, recalcado por Slavoj Zizek (2003): el AIE enfrenta un problema de circularidad mayúsculo: un aparato ideológico de Estado es una institución que tiene como finalidad la distribución/imposición de mensajes que naturalicen la estratificación social. Si nos limitamos a sus aspectos lógicos, el problema prolonga ad infinitum la cadena de AIE: debería existir un AIE (o meta-AIE) que ideologice a los miembros de los AIE. Lo que Zizek y otros pierden de vista es que una ideología sólo es tal en tanto se institucionaliza; antes de ello, es sólo un compuesto de creencias y saberes –cultura- que forman parte del mundo-de-la-vida. De ello no debe extrapolarse cultura/ideología, población/institución. El problema radica, en última instancia, en la imagen cuasi mítica que se tiene del Estado, de sus aparatos y del poder: se asume que el poder es, en cierta forma, un atributo trascendental y existente por sí mismo, y que el Estado es un gran otro –o, para utilizar la bella frase maquiavélica de Nicos Poulantzas, un “Poder-Centauro, medio hombre medio bestia” (Poulantzas, 2005, pág. 6). 

   Muchos críticos del marxismo han expuesto sus inconsistencias teóricas y los hechos –el “socialismo real”- colocan frente a nosotros algunas de las muestras más exageradas de la barbarie. Sin embargo, y como bien apuntó Cornelius Catoriadis en la entrada a su clásico La institución imaginaria de la sociedad, “para aquel a quien le preocupa la cuestión de la sociedad, el encuentro con el marxismo es inmediato e inevitable” (Castoriadis, 2013, pág. 17). Por otra parte, el concepto de ideología, tal y como lo utilizamos en nuestros días, tiene una carga marxista ineludible, al punto que Fredric Jameson considera que “el término es […] una declaración de adherencia a una comunidad interpretativa particular, en este caso el marxismo, como una problemática y como una praxis” (Jameson, 2009, pág. 316). Por ello, estamos convencidos de que el pensamiento iniciado por Marx tiene aún mucho que aportar a nuestras reflexiones. 

 

II. Desarrollo

En un breve ensayo publicado originalmente en francés, Heinrich Heine escribió:

 

El trueno alemán es, claro está, alemán, lo que quiere decir que no es muy ágil y será algo tardo en llegar; pero llegará, llegará, y cuando lo oigáis tronar, cuando oigáis tronar como nunca jamás ha tronado en la historia del mundo, sabed que el trueno alemán ha alcanzado finalmente su meta. Por el ruido caerán las águilas muertas del cielo, y los leones, en los más lejanos desiertos africanos, encogerán la cola y se esconderán en sus reales cavernas (Heine, 2008).

 

¿Cómo iba a saber el laureado poeta del romanticismo, judío converso y una de los más luminosos astros de la constelación romántica –para recordar las hermosas figuras de Albert Beguin- que esa Alemania a la que cantó, abriría las fauces para rugir con un estruendo macabro y devorar, en unos cuantos años, las almas de seis millones de judíos?

   En 1960, Adolf Eichmann, uno de los responsables de la –así llamada por los nazis- “Solución final”, fue juzgado en Israel por crímenes contra el pueblo judío. Entre los asistentes al juicio, se encontraba la filósofa Hannah Arendt –marxista, discípula y antigua amante de Martin Heidegger, alemana y, claro, judía. De la prolongada declaración de Eichmann, Arendt redactó una obra exhaustiva en detalles y rematada por un análisis deslumbrante en torno a aquello que ella dio en llamar “la banalidad del mal”.

   Eichmann, tal y como lo presenta Arendt, fue el paradigma del burócrata: dotado de una inteligencia paupérrima, hablante cuyas emisiones respondían a la formalidad del discurso ideológico y, antes que cualquier otra cosa, leal a la institución que le cobijaba. Por lo anterior, antes de dar cualquier paso, conviene que expongamos en qué consiste el Estado, cuáles son sus aparatos y cómo es que estos funcionan.   

 

El Estado en el marxismo-leninismo 

El marxismo clásico, contrario a lo que podría pensarse, tuvo un acercamiento tímido a la teoría del Estado; más allá de algunas notas secundarias y de trabajos elaborados por Engels, el pensamiento marxiano guardó silencio al respecto.

   Quien abordó con amplitud el tema fue Lenin en El Estado y la revolución, redactado con la doble intención de dirigir los movimientos políticos posteriores al triunfo bolchevique, y de enfrentar las teorías contemporáneas de Karl Kautsky.

   Lenin inicia su estudio a partir de una cita tomada de El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, de Engels, en la cual el filósofo alemán afirma:

 

El Estado […] no es, en modo alguno, un poder impuesto desde fuera a la sociedad […] es, más bien, un producto de la sociedad cuando llega a un grado de desarrollo determinado; es la confesión de que esa sociedad se ha enredado en una irremediable contradicción consigo misma y está dividida en antagonismos irreconciliables (Lenin, 2002, pág. 16).

 

Según las transformaciones históricas verificadas por Engels, vía Morgan, el Estado no es una institución erigida a partir del surgimiento del hombre; por el contrario, en su aparición se patenta el grado de complejidad alcanzado por un grupo social. Lo que no debe perderse de vista es que, según la afirmación de Engels, el Estado no es una institución ajena a la sociedad: el Estado emerge de ésta; es un grupo de individuos que son miembros del grupo social y que se reúnen para cumplir fines de dominación sobre el resto de la población y que presupone, en su base, la polarización en clases. Por ello, Lenin afirma que el Estado es “un órgano de opresión de una clase por otra, es la creación del orden que legaliza y afianza esta opresión, amortiguando los choques entre clase” (Lenin, 2002, pág. 17). En una sociedad dividida, a partir de las relaciones de producción, entre los poseedores de los medios y aquellos que sólo cuentan con su fuerza de trabajo para venderla como mercancía, es necesaria la existencia de una institución que no sólo asegure el dominio de los primeros sobre los segundos, sino que, además, impida cualquier roce que derive en la agresión de los oprimidos contra los opresores.  

   Para llevar a cabo su cometido, el Estado debe servirse de sus propios medios, cristalizados en aparatos, cuyo motivo de existencia es imponer y naturalizar su dominación; Engels escribe: “[…] se hace necesario un poder situado aparentemente por encima de la sociedad […] y ese poder, nacido de la sociedad, pero que se pone por encima de ella y que se divorcia de ella más y más, es el Estado” (Lenin, 2002, pág. 16). Por medio de sus aparatos represivos e ideológicos, el Estado se presenta como un otro, ajeno al común de la población.

   De entre los diversos aparatos que conforman al Estado, Engels y Lenin resaltan como el principal al aparato represivo. El Estado, que ejerce su poder sobre un territorio determinado, lo hace por medio de agrupaciones armadas: “el ejército permanente y la policía son los instrumentos fundamentales de la fuerza del Poder estatal” (Lenin, 2002, pág. 20).

 

El Estado-máquina: Louis Althusser

A partir del esbozo anterior, Louis Althusser  emprendió una profunda reflexión en torno a la naturaleza del Estado en su libro póstumo Marx dentro de sus límites, en el cual se patenta, con toda su fuerza, la veta sistémica del pensador francés.

   Althusser parte de la metáfora marxiana y leninista del “Estado como una máquina o aparato especial” (Althusser, 2003, pág. 101). La pregunta es: ¿en qué sentido el Estado es una máquina, un aparato, y, más aún, es una máquina o un aparato especial?

   Máquina y aparato no son términos intercambiables, sin embargo, sus nociones resultan hasta cierto punto convergentes. Una máquina es “un sistema que transforma un trabajo en otro” (pág. 103); un aparato, a su vez, refiere a un “conjunto de elementos que concurren al mismo fin formando un todo” (pág. 102). A partir de sendas definiciones, tenemos un primer acercamiento a nuestro objeto: el Estado es, según lo anterior, un sistema, esto es, un conjunto de elementos interactuantes que funcionan de forma ordenada para obtener un fin común, el cual consiste en transformar una determinada entrada o input, en una salida o output. A esto, Althusser añade una característica importante: para la transformación de energía, la maquinaria en general –tanto como la maquinaria estatal-, “depende del motor” (pág. 104). Ahora bien, como el profesor explicitó a lo largo del curso, una buena cantidad de instituciones sociales pueden ser descritas en estos términos; entonces, ¿cuál sería la peculiaridad del Estado? ¿Qué lo distingue del resto de sistemas sociales?

   Para dar con una respuesta satisfactoria, Althusser considera cuál es el papel del Estado, cuáles son los actos que le caracterizan. Antes de enumerar características positivas, hay que resaltar por vía apofática aquello que distingue al Estado, de las máquinas industriales: el Estado nada produce; no produce pero recauda impuestos, genera justicia y administra la política interna y externa. Para llevar a cabo estas labores, el Estado se subdivide en aparatos, los cuales no sólo aseguran el cumplimiento de sus deberes sino, además, le permiten reproducirse a sí y al sistema basado en el modo de producción, así como la disuasión de cualquier intento por anularlo o revertirlo; estos aparatos son la fuerza pública, el aparato político y los aparatos ideológicos.

   Ahora bien, lo especial del Estado se cimienta en el tipo de relaciones que éste establece tanto hacia su interior, como hacia su exterior. En el primero de estos casos, el Estado se caracteriza por imponer a sus miembros “relaciones muy particulares impuestas desde arriba y por el sistema reinante entre los superiores jerárquicos y sus subordinados” (pág. 123), las cuales giran en torno a la ideología del servicio público y la técnica. En un nivel superior, los diversos cuerpos estatales se relacionan entre sí a partir de la competencia generada por principios identitarios, por “espíritu de cuerpo” (pág. 123). El Estado, así, es un sistema esencialmente escalonado y, por tanto, burocráctico.

   En sus relaciones hacia el exterior, el Estado se caracteriza por el uso de la fuerza pública, por ser el único sistema social que detenta, de manera legal, el uso de la violencia –y es este el punto central de la excepcionalidad del Estado: el estado posee un cuerpo jerárquico que le permite imponer el poder por medio de la fuerza, siempre en un marco legal; en este sentido, concluye Althusser, el Estado es “una máquina de producir poder legal” (pág. 127) y “una máquina de fuerza o máquina de violencia” (ídem).

 

      

La ideología como “cemento”

Además de los represivos, el Estado, como mencionamos líneas arriba, cuenta con aparatos que le permiten reproducir el modo y las relaciones de producción: los Aparatos Ideológicos de Estado (AIE).

   Los AIE son instituciones que tienen por misión naturalizar el estado de cosas por medio de ciertas prácticas discursivas institucionalizadas. Así, entre los AIE se cuentan las iglesias, las escuelas, los medios de comunicación, etc. Debemos notar que Althusser subsume la ideología (las creencias y los saberes, de naturaleza eminentemente conceptual o, tal y como él lo declara, imaginaria) a instituciones; ello, nos parece, resulta del compromiso ontológico al los cual se adscribe el estudioso al asumirse como marxista: el irrenunciable materialismo. 

   Ahora bien, el planteamiento de Althusser con respecto a la ideología se enfrenta, en cierta medida, con la imagen tradicional de la sociedad presentada por el marxismo clásico. Recordemos: tanto Marx y Engels, como, más adelante, Gramsci, concibieron a la sociedad como una suerte de edifico, el cual posee como base una estructura o infraestructura, integrada por el modo de producción y las relaciones económicas, y, sobre ésta se erige una superestructura, la cual está integrada por el Estado, las Leyes y la ideología. En este sentido, la superestructura resulta secundaria en tanto es condicionada por las relaciones económicas. Ante ello, Althusser presenta una visión menos reduccionista, claramente inspirada en el pensamiento de Mao, según la cual “hay una ‘autonomía relativa’ de la superestructura respecto a la base” (Althusser, 2002, pág. 109) y “hay una ‘acción de retorno’ de la superestructura sobre la base” (ídem). Pocas frases tan paradójicas –o, tal vez, tan marcadamente dialécticas- como la de “autonomía relativa”: la superestructura es relativa a la estructura, tiene la forma que tiene en función de la estructura pero, una vez constituida, se independiza al punto que puede influir y condicionar, a su vez, a la base. En este esquema, pues, Althusser describe ya no a la ideología como una de las habitaciones del piso superior del edificio, sino como su cemento.

   La ideología, por último, funciona a partir de la intepelación; para explicar en qué consiste esto, Althusser recurre a una figura interesante. Cuando uno camina por la calle y, a sus espaldas, un policía grita “¡Ei, usted!”, inevitablemente volteamos la mirada y, en un primer momento, asumimos que el llamado es a cada uno de nosotros. Pues bien: la ideología interpela de esta manera a los sujetos del socius. La ideología es un mensaje lanzado a todos y a nadie en particular pero que nos atrapa individualmente, creando en nosotros, a nivel imaginario, un esquema naturalizado de los individuos y sus relaciones, de la sociedad y del mundo. 

 

El burócrata ejemplar: Adolf Eichmann

Antes de comenzar este último apartado, recordemos la advertencia de Hannah Arendt con respecto a su libro:

 

Todo proceso se centra en la persona del acusado, en una persona de carne y hueso, con una historia suya, individual, con sus propias formas de comportamiento, y con sus propias circunstancias. Cuanto escape a los límites de lo anterior […] guarda relación con el proceso solamente en cuanto forma parte de los antecedentes y de las circunstancias en que el acusado realizó sus actos (Arendt, 2000, pág. 431).

 

Centrarse en el estudio de un individuo, según Arendt, hace que los elementos macro se supediten a los micro: aquellos sólo resultan relevantes en tanto telones de fondo de éstos. Sin embargo, es necesario también afirmar el movimiento inverso: los aspectos macro sólo pueden cobrar sentido más o menos pleno si no se pierde de vista que sus procesos y su constitución misma está cifrada en individuos interactuantes.

   Por lo anterior, más allá de ubicar anécdotas biográficas en el trabajo de Arendt acerca de Eichmann, resulta más conveniente ubicar en qué puntos la vida de este individuo ilumina o ejemplifica las características institucionales del Estado, tal y como fueron expuestas en los primeros apartados de este breve trabajo. Los puntos a tratar los separaremos por incisos, cada uno independiente con respecto al resto.

 

a) La competencia entre los miembros de un grupo: este es uno de los grandes principios propugnados por el liberalismo y que encontramos como virtudes en Adam Smith o en Immanuel Kant. En una sociedad liberal, individualista, cada uno compite para imponerse sobre los otros, mostrándose a sí como más capaz con respecto al resto –no en vano, en el castellano contemporáneo podemos sustituir, como si se tratase de sinónimos, “capaz” por “competitivo”.

   Llama la atención que Eichmann insista en su afán por alcanzar grados más elevados dentro de la Orden de las SS; su participación en la masacre de judíos, la ejecución pronta de órdenes, etc., están supeditadas a sus intereses y fines personales.

 

b) La ideología no sólo funciona desde el Estado hacia la población gobernada –la ideología no viaja, verticalmente, de arriba abajo. La ideología, antes bien, comienza como una serie de creencias y supuestos saberes compartidos por algún grupo minoritario o, en otros casos, es ubicuo y se disuelve en la cultura; esto es, forma parte del mundo-de-la-vida. El Estado, al adoptar una serie de creencias y saberes como centrales para sí, como principios de identidad, los institucionaliza para que funjan como centro.

 

c) Ideología, política, identidad: en su breve libro En torno a lo político, Chantal Mouffe recuerda que para Carl Schmidt y su Realpolitik, la pugna es constitutiva de la vida social y política. La pugna sirve no sólo para que las diversas facciones políticas compitan entre sí sino, de manera aún más radical, para crear identidades: yo soy parte de un determinado grupo en la medida en que me identifico con éste, el cual, a su vez, es único en la medida en que se distingue del resto de grupos sociales y políticos. La vida social, así, gira en torno a un “nosotros/los otros” imposible de erradicar. El Estado nazi se caracteriza a sí mismo a partir de un movimiento negativo: no ser judíos y no desearlos cerca porque los teutones y los semitas no pueden vivir juntos. Sin embargo, si la comunidad judía no hubiese estado dentro del mundo alemán, ¿cómo se hubiese definido el nazismo? ¿Ello hubiese sido siquiera posible?

   Conviene recordar al respecto las declaraciones del Primer Ministro de Israel, David Ben Guirón, así como los actos publicitarios de algunos sionistas. ¿Por qué Ben Guirón no culpa a Eichmann por crímenes contra la humanidad sino por crímenes contra el pueblo judío? ¿Por qué el arrepentimiento debe recaer sobre toda la humanidad? Existe un principio de identidad en el judaísmo que actúa negativa, apofáticamente: nosotros somos X porque no somos Y.

 

d) Un burócrata es una pieza más dentro del Estado-máquina. Si la ideología funciona como el aceite que permite a la máquina funcionar de manera óptima, evitando que sus piezas se atasquen, entonces ésta debe estar bien impregnada. Eichmann sólo utiliza expresiones semejantes al slogan para comunicarse: su ideologización se manifiesta en términos formales, no así de contenido, semánticos. Eichmann no actuaba movido por una ideología antisemita –él mismo declara contar con buenos amigos judíos. Sin embargo, ¿podría actuar en él otra ideología? Es posible que podamos encontrar dos de ellas: la ideología según la cual, como se indicó más arriba, hay que competir con los otros para que el individuo –sólo el individuo- brille en el medio laboral, y otra más, la del espíritu de equipo, en la cual el mismo Eichmann entiende que él es una pieza dentro de una máquina, la cual le exige funcionar de manera óptima.

 

e) La tipificación de la ley es un tema verdaderamente interesante, el cual podríamos abordar, a manera de apartado, en la tesis a trabajar con el Dr. Gaytán. Es interesante notar cómo la exclusión, llevada a niveles constitucionales, puede ser considerada como un triunfo por los perjudicados. ¿Qué tiene el republicanismo que nos hechiza? La carta de derechos y obligaciones resulta ser una especie de ancla que impide el movimiento azaroso del grupo segregado –las más de las veces perjudicial. Esta seguridad –la seguridad en la segregación- puede exigir, como contraparte, ciertos derechos –por lo menos, a que los actos de exclusión no vayan más allá de lo impuesto por la ley.

 

f) El Estado es un sistema: una totalidad formada por partes –aparatos- que interactúan entre sí: el Estado nacionalsocialista promulga leyes con respecto a los judíos; la burocracia lleva a cabo el papeleo necesario para aplicarlas; el ejército las ejecutan, haciéndolas transitar del papel a la acción. He aquí un buen ejemplo de la máquina productora de poder. A la vez, como todo sistema, es posible dividir al Estado en subsistemas, los cuales, como leímos con Althusser, poseen una estructura jerárquica. Así, más allá del fin común de funcionar como aparato, los miembros de éste actúan de manera tal que puedan escalar por los niveles del subsistema; para conseguirlo, es necesario cumplir órdenes: tal es la banalidad del mal.

 

g) La banalidad del mal: el concepto resulta problemático, por lo menos en el marco en que aparece. Se dice que, “kantianamente” –aunque, hay que decirlo, en una muy pobre versión de la ética kantiana-, Eichmann cumple con su deber. La ética kantiana, sin embargo, promulga el deber en términos universales y, por tanto, no relativos; en este sentido, exige actuar por deber con respecto a la humanidad, no con respecto a un Estado y a órdenes exteriores.

   Tomando en cuenta la distinción hecha por Ben Guirón entre judíos y hombres: ¿Eichmann debió alzar la voz en contra de la barbarie nazi porque las víctimas eran seres humanos o porque eran judíos? La primera opción es anulada, con sus declaraciones, por el Primer Ministro israelí. Si esto es así, entonces hay una relativización referente al pueblo, a la cultura o a la raza. He ahí el problema: seguir a Ben Guirón nos conduciría a afirmar el comportamiento de Eichmann, quien actuó conforme a un deber relativo. En este sentido, resulta más conveniente exigir un kantismo bien aplicado: Eichmann es culpable por haber ofendido a la humanidad, al no cumplir con la máxima universal de respetar la vida de los hombres.

 

Bibliografía

Althusser, L. (2002). La filosofía como arma de la revolución. México: Siglo XXI Editores.

 

Althusser, L. (2003). Marx dentro de sus límites. Madrid: Akal.

 

Arendt, H. (2000). Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal. Barcelona: Lumen.

 

Castoriadis, C. (2013). La institución imaginaria de la sociedad. México: Tusquets.

 

Heine, H. (2008). Sobre la historia de la religión y la filosofía en Alemania. Madrid: Alianza.

 

Jameson, F. (2009). Ideological Analysis: A Handbook. Valences of Dialectics. London: Verso.

 

Lenin, V. I. (2002). El Estado y la Revolución: la doctrina marxista del Estado y las tareas del proletariado en la revolución. México: Ediciones El Caballito/ Editora Política.

 

Mouffe, Ch. (2011). En torno a lo político. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. 

 

Poulantzas, N. (1986). Fascismo y dictadura: la Tercera Internacional frente al fascismo. México: Siglo XXI Editores.

 

 

TANGOS

       Hijito, ayer te recordé en tu etapa de juventud, a ti te encantaba escuchar tangos cuando eras un adolescente, tendrías alrededor...