jueves, 25 de marzo de 2021

En memoria de Emilio


Sabadell (Barcelona), a 11 de septiembre de 2019

 

Querido Emilio, querido amigo, querido alumno, querido colega:

 

Parece que aun fue ayer cuando nos vimos dentro de un salón de clases de la Universidad del Claustro de Sor Juana, allá en la Ciudad de México, la ciudad que a ti te vio nacer, la ciudad que a mí me adoptó como a un hijo más a pesar de mi lejana procedencia, la ciudad en la que coincidimos, felizmente, en agosto del año 2009, durante un curso sobre Locke y Hume, y otro sobre Filosofía analítica, área que con el tiempo llegarías a dominar como pocos, como un maestro.

 

En aquellos pasillos, salones y patios tuve la oportunidad de encontrarme con uno de esos estudiantes que me marcó para siempre como profesor, pues eso es lo que tú fuiste a partir de ese momento y durante todos los semestres en los que seguimos coincidiendo: un alumno de aquellos, rara avis, que convierten la profesión del maestro en el mejor trabajo del mundo. Tu receptividad, tu modo de leer más y más allá de lo referenciado, de lo obligado para seguir los cursos, tus participaciones siempre atinadas, tu constante saber estar.

 

Fue un gozo y un honor para mí, desde entonces, no sólo dialogar filosóficamente contigo, sino hablar, durante los tiempos de receso entre clase y clase, allá en los espacios habilitados para fumadores, igual de Wittgenstein que de Phil Anselmo, igual de Kant que de Lemmy Kilmister, igual de Pessoa que de Negu Gorriak, lo mismo del romanticismo alemán que de la música punk del País Vasco, dos de nuestros gustos compartidos. Entre cigarrillo y cigarrillo reflexionamos, criticamos, nos reímos. Discutimos sobre temas del exilio, sobre la cuestión del independentismo vasco, me contaste de los orígenes españoles de tu abuelo, me regalaste un libro perteneciente a él… uno de aforismos de mi adorado Karl Kraus, que siempre conservaré con orgullo.

 

Tampoco olvidaré el grupo de investigación en Filosofía de la mente que me ayudaste a dirigir con estudiantes de últimos semestres del Claustro, ni la brillante tesis de licenciatura en la que me invitaste a participar como sinodal y que nos dejó a todos anonadados o, como podemos decir más coloquialmente, con la boca abierta, un trabajo sólo al alcance de unos cuantos y que a mis ojos únicamente representó la culminación a un proceso de aprendizaje que, por otra parte, nunca se detuvo, como les sucede a todos aquellos que, como auténticos filósofos, saben que la filosofía es una actividad que nunca se acaba, que ocupa ¾y preocupa¾ toda la vida.

 

Por todo ello y muchas vivencias más que compartimos, la semana pasada recibí con un dolor inexpresable la noticia de tu partida, una partida a la cual todavía no me hago a la idea, una partida de la que muchos, que te queríamos y te seguiremos queriendo como la gran persona que fuiste, tal vez no logremos reponernos jamás. Son marcas que quedan grabadas a fuego y que nos constituirán, como lo hizo tu vida, durante el resto del tiempo, mucho o poco, que nos quede por transitar por este camino hacia lo desconocido que nos ha correspondido vivir.

 

Aquí, para bien o para mal, es donde, lejos de la teoría, nos toca comprobar que el lenguaje, las palabras ¾como tantas veces habíamos hablado tanto en el salón de clases como fuera¾, se agotan, se extinguen y sólo nos queda el doloroso silencio, el silencio descarnado que ya no podrá romperse, la continuación de nuestras charlas y de algún que otro proyecto que hallarán como sustitución los recuerdos, el plano del sentimiento que perdurará en el tiempo de todos aquellos que fuimos afortunados de poder compartir contigo uno o mil instantes, que al fin y al cabo es lo mismo ante lo efímero de la existencia.

 

Nos vemos siempre, Emilio, amigo.

 

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