jueves, 22 de abril de 2021

La ineludible racionalidad de la democracia

 

 


 

Palabras clave: Esencialismo político, agonismo, democracia radical, democracia dialógica, racionalidad.

 

Resumen

El artículo analiza el principio democrático agonista propuesto por Chantal Mouffe en su obra En torno a lo político, así como la diferencia entre el planteamiento de la politóloga belga, y el propio de Carl Schmidt. Si bien el argumento de Mouffe descansa en un concepto no tematizado de ‘racionalidad’, la autora no aclara qué entiende por el término. Así, el artículo propone hacer una lectura del agonismo desde el concepto de ‘racionalidad’ esbozado por la llamada Escuela de Pittsburgh.

 

 

 

I. Presentación

A decir de Walter Gallie, existen conceptos que pueden ser bien descritos como “esencialmente impugnados” (Gallie, 1998) en tanto su naturaleza pragmática y polisémica no sólo les impide tener una intensión fija sino que, más aún, cualquier intento por dotarlos de contenido semántico ha de suscitar debates interminables. Un ejemplo claro de un concepto esencialmente impugnado es el de ‘democracia’, cuya definición, así como su puesta en práctica, no puede reducirse a una sola fórmula. El concepto de democracia, además de lo anterior, enfrenta un segundo problema: su dependencia del concepto de racionalidad, concepto que buena parte de la filosofía de los siglos XIX y XX ha puesto en entredicho.

   Para la politóloga y filósofa belga Chantal Mouffe, la democracia es una forma de gobierno deseable siempre y cuando se corrijan los fundamentos teóricos racionalistas que la sustentan; en concreto: la visión atomista según la cual el grupo social está conformado por individuos racionales que, antes que definirse a sí mismos en función de sus preferencias políticas, buscan construirse una vida buena y que si se enfrentan, sus pugnas deben ser llevadas a cabo en términos de debate tendiente al consenso. Contraria a esta visión, Mouffe afirma que el espacio social es eminentemente político y, en tanto tal, se define a partir de grupos de tipo partidista cohesionados en función de la amistad entre sus miembros, y diferenciados por la enemistad con sus contrarios; y ambos, amigos y enemigos, antes que racionalmente, se mueven en función de sus pasiones. Así, una “democracia agonista” –la verdadera, según Mouffe- debería crear espacios institucionales en los cuales pueda llevarse a cabo la lucha entre grupos políticos que, más allá de sus diferencias, respeten los valores fundamentales de la democracia: la libertad y la igualdad.  

   Lo que a continuación se intentará mostrar es que la democracia agonista de Mouffe, que se pretende rival de las teorías dialógicas de la democracia, no es sino un caso específico de éstas en tanto se cimienta, en algunos puntos, o presupone, en otros, aquello que intenta debatir.

   Para llevar a cabo esta tarea, se comenzará por esbozar el fundamento teórico que subyace al pensamiento de Chantal Mouffe: la distinción amigo/ enemigo defendida por Carl Schmitt. Tras lo anterior, se analizará la primera parte del argumento de la politóloga belga, en la cual se defiende la naturaleza conflictiva de la vida social y cómo es que ésta genera la pluralidad de identidades sociales. El siguiente paso consistirá en exponer la solución que Mouffe da a lo anterior y cómo es que ésta salva los errores y las insuficiencias de la alternativa con la cual pretende debatir: la teoría de la democracia dialógica. Para cerrar, se mostrará cómo es que el argumento de Mouffe no consigue su objetivo: instituirse como una visión contraria a la democracia dialógica y, por el contrario, se presenta no como una forma específica de ésta. Lo anterior, sin embargo, no pretende desacreditar el trabajo de Mouffe: la búsqueda de una democracia plural es un fin deseable pero que sólo puede ser efectivo si se erige sobre una noción específica de racionalidad.

 

II. Desarrollo

Carl Schmitt y la distinción amigo/enemigo

En El concepto de lo político, Carl Schmitt se da a la tarea de especificar en qué consiste la esencia de lo indicado por el título de la obra, la cual, nos dice, no debe confundirse ni con el Estado, ni con el Derecho. Lo político es una esfera no sólo autónoma sino, más aun, condicional con respecto a estas dos instituciones; de esta manera, su esclarecimiento es el paso necesario para cualquier investigación que pretenda dar cuenta de lo estatal y de lo legislativo.

   El argumento de Schmitt comienza por constatar la existencia de cuatro ámbitos humanos de naturaleza normativa –(1) lo moral, (2) lo estético, (3) lo económico y (4) lo político-, cada uno de los cuales se caracteriza por una “distinción” dicotómica de valores; según su orden de enumeración: (1) lo bueno y lo malo, (2) lo bello y lo feo, (3) lo beneficioso y lo perjudicial/ lo rentable y lo no rentable. Con respecto a lo político, sin embargo, no existe un criterio axiológico específico; por ello, la pregunta a resolver será: ¿cuáles son los valores propios de lo político? Sin ambages, Schmitt responde: “[…] la distinción política específica, aquella a la que pueden reconducirse todas las acciones y motivos políticos, es la distinción amigo/ enemigo” (Schmitt, 2009, pág. 56), distinción que, si bien puede relacionarse con las propias del resto de esferas humanas, no se reduce a ellas.

   La distinción amigo/ enemigo indica los puntos extremos a partir de los cuales es posible el enfrentamiento con “el otro, el extraño” (Schmitt, 2009, pág. 57), y la alianza con aquel que defiende los mismos principios y persigue los mismos fines que uno; en este sentido, la distinción política fundamental se diferencia de las distinciones morales, estéticas y económicas en que, en tanto éstas son de carácter normativo, aquella es de tipo existencial pues describe una “realidad óntica” (Schmitt, 2009, pág. 58). Este carácter existencial, óntico, implica que la formación de alianzas y las medidas a tomar con respecto al enemigo puedan llevarse a cabo y decidirse sólo por medio de la participación pública de los individuos que conforman los bandos implicados.

   El punto más tenso de la relación entre amigo y enemigo es el antagonismo, el cual se expresa por medio del intento no sólo de negar, sino de aniquilar al otro; así, el antagonismo se fundamenta, según Schmitt, en la posibilidad siempre latente de segar la vida humana. Por lo anterior, para Schmitt, la democracia no sólo es impracticable sino, más aún, resulta apolítica; la democracia, a decir del pensador alemán, se fundamenta en el consenso y, por tanto, en la homogeneidad de la población, principios, ambos, contrarios a la distinción amigo/enemigo, propia de la esencia política.     

 

Chantal Mouffe y la democracia agonista

Para entender la manera en que Chantal Mouffe construye, “con Schmitt y contra Schmitt” (Mouffe, 2011, pág. 21), su propuesta de democracia agonista, descompondremos su argumento analíticamente. Mouffe comienza:

 

(p1) “La necesidad de identificaciones colectivas […] es constitutiva del modo de existencia de los seres humanos” (Mouffe, 2011, pág. 35).

 

(p2) “La naturaleza pluralista [es propia] del mundo social” (Mouffe, 2011, pág. 17).

 

Según la afirmación anterior, todos los seres humanos, en tanto que seres humanos, tienden naturalmente a identificarse con un colectivo determinado; en la vida social, sin embargo, no existe un colectivo único, esto es: la naturaleza de la sociedad es la pluralidad. Añadamos a lo anterior dos premisas más:

 

(p3) “Las cuestiones políticas siempre implican decisiones que requieren que optemos entre alternativas en conflicto”.

 

(p4) “Todo orden es político y está basado en una forma de exclusión. Siempre existen otras posibilidades que han sido reprimidas y que pueden reactivarse […] Todo orden hegemónico es susceptible de ser desafiado por prácticas hegemónicas”.

 

Como puede verse, en tanto (p1) y (p2) afirman que todos los seres humanos, por el hecho de ser tales, tienden naturalmente a identificarse con un colectivo determinado –esto es, versa en torno a la naturaleza humana y la vida en sociedad-, (p3) y (p4) se afirman con respecto a lo político, al señalar que (a) lo político se caracteriza por la pluralidad de opciones, que (b) estas opciones establecen una relación conflictiva entre sí (c) y son objetivas, pero (d) su imposición es producto de la elección individual llevada a cabo por los miembros del grupo social, imposición que, al sucederse, excluye a todas aquellas alternativas que, antes de la elección, tenían una relación horizontal con la alternativa que más tarde sería elegida. De lo anterior se puede colegir que debe existir una premisa implícita que de cuenta del salto de (p1) y (p2) a (p3) y (p4): aquella que explique cómo se relaciona lo social con lo político.

   A decir de Mouffe, lo social “se refiere al campo de las prácticas sedimentadas […] que ocultan los actos originales de su institución política contingente, y que se dan por sentadas, como si se fundamentaran a sí mismas” (Mouffe, 2011, pág. 24); lo político, por el contrario, es “la dimensión de antagonismo […] constitutiva de las sociedades humanas” (Mouffe, 2011, pág. 16) sobre la cual se lleva a cabo la práctica efectiva de la política, definida, a su vez, como “el conjunto de prácticas e instituciones a través de las cuales se crea un determinado orden, organizando la coexistencia humana en el contexto de la conflictividad” (Idem). Según lo anterior, la vida en comunidad se erige sobre lo político en tanto condición de posibilidad y horizonte de la práctica efectiva de la política, la cual, una vez que impone un orden determinado, borra su propia acción para, así, aparecer como natural en la esfera de lo social. En este sentido, lo social se caracterizaría por la alienación: tanto como en Feuerbach el hombre olvida cómo es que se construyó el concepto de Dios por él creado, lo social pierde de vista que su orden específico tuvo un momento fundacional erigido a partir de la conquista de la hegemonía por un grupo determinado.

   De todo lo anterior, se tiene: el individuo, que vive siempre en comunidad, tiende naturalmente a identificarse con un grupo de entre los muchos existentes; estos grupos son característicos del espacio público, el cual se define por el antagonismo pero, una vez que alguno de éstos conquista el poder, la dimensión antagónica –y, por tanto, la posibilidad de otro orden posible- quedan ocultos en detrimento del orden hegemónico establecido, el cual hace las veces de “lo natural”.

   Como puede verse, el pensamiento de Carl Schmitt se patenta en las premisas básicas del argumento: lo propio de lo político, base de la vida social, es el enfrentamiento entre grupos y que conduce, en última instancia, a la destrucción de los contrarios. Para Mouffe, esta conclusión es inherente a una lectura ética de la distinción amigo/enemigo, la cual asocia al amigo con “el bueno”, y al enemigo con “el malo” que amenaza la existencia de uno mismo y de su grupo de afiliación; por ello, el enemigo debe ser combatido hasta darle muerte; a este punto extremo, Mouffe lo denomina “antagonismo” propiamente dicho.

   Para Mouffe, sin embargo, existe un punto medio que permite el desenvolvimiento natural de la pugna política, a la vez que impide llegar al choque mortal: este punto medio es la democracia agonista. De esta forma, Mouffe considera errónea la interpretación que hace Schmitt de aquello que sea la democracia: la democracia no puede ser la homogeneización de la sociedad sino, antes bien, la patencia de la naturaleza plural del espacio político. La libertad característica de la democracia es la única que permitiría, según Mouffe, la libre asociación y la libre expresión de grupos distinguidos entre sí por su rivalidad en la conquista del poder y la subsecuente imposición de proyectos hegemónicos diferentes. Para ello, los gobiernos democráticos deben crear espacios de enfrentamiento, normas e instituciones que medien entre los grupos en conflictos; escribe Mouffe:

 

[…] el agonismo establece una relación nosotros/ellos en la que las partes en conflicto, si bien admitiendo que no existe una solución racional a su conflicto, reconocen sin embargo la legitimidad de sus oponentes […] la tarea de la democracia consiste en transformar el antagonismo en agonismo [...] gracias al establecimiento de instituciones y prácticas” (Mouffe, 2011, pág. 27).

 

Si bien esta pluralidad de grupos debe ser fomentada e institucionalizada, Mouffe considera que deben existir restricciones con respecto a qué tipo de proyectos hegemónicos pueden participar en la contienda política. Según la visión de la politóloga belga, los proyectos hegemónicos deben ser, todos ellos, democráticos y, en tanto tales, adeptos a los principios de libertad e igualdad; las diferencias entre grupos sólo debería nacer de la interpretación que se haga de aquellos; en palabras de Mouffe:

 

[…] una sociedad no puede aceptar aquellas [demandas] que cuestionen sus instituciones básicas como adversarios legítimos […] la democracia requiere un ‘consenso conflictual’: consenso sobre los valores ético políticos de la libertad e igualdad para todos, disenso sobre su interpretación (Mouffe, 2011, pág. 129).

 

Una vez llevado a cabo este esbozo positivo de la propuesta de Chantal Mouffe, veamos cómo es que se define, a su vez, por vía apofática para, entonces sí, estar en condiciones de problematizar el trabajo de la politóloga belga.    

 

Contra la razón y con la razón

Retomemos la diferencia, indicada en el apartado anterior, entre lo político y lo social. Como puede verse, Mouffe pretende, por principio, romper con el enmascaramiento propio de lo social para, así, hacer emerger lo político oculto; una vez llevado a cabo este movimiento, la idea es hacer que lo político y lo social se identifiquen: que el principio antagónico se naturalice a partir de su institucionalización agonista. Sin embargo, en la práctica democrática actual, ¿cómo se expresa lo social que se pretende romper? ¿Cuáles son esos compromisos ontológicos asumidos por las democracias efectivas y que son enarbolados por sus intelectuales orgánicos? Para Chantal Mouffe, éstos se resumen en la democracia dialógica y consensual, la cual puede tener diversas formas pero todas ellas remiten, en última instancia, al individuo racional como principio, al debate como medio y a la solución de conflictos como fin.

   Según Mouffe, el más grave error cometido por la democracia dialógica y consensual es suponer que los grupos sociales están integrados primariamente por individuos racionales. Según este principio, la práctica política debería ser, en consecuencia, la disolución de conflictos, disolución garantizada por un trascendental –para Mouffe- como lo es la razón que se ejercita en el debate. Para Mouffe, el individuo racional no es sino una ficción: el punto base de su argumento es, por el contrario, el colectivo que se mueve esencialmente por la pasión, por ello “[…] la política democrática necesita tener una influencia real en los deseos y fantasías de la gente” (Mouffe, 2011, pág. 35); y para ello, las democracias dialógicas deben trascender el mero debate para llegar a la práctica agonista.

   El primer problema que enfrenta Mouffe, nos parece, consiste en anteponer lo colectivo a lo individual: lo individual está presupuesto en lo colectivo a la vez que aquél sólo puede comprenderse a partir de éste. Por ello, una vía más adecuada sería no enfrentar en términos disyuntivos lo individual y lo colectivo sino, antes bien, disolver sus diferencias y resaltar, a la vez, su mutua implicación. Este movimiento se verifica, por ejemplo, en los trabajos de Karl Marx y de Edmund Husserl. El primero de ellos, al criticar en sus Grundrisse a las “robinsonadas dieciochescas” propias de los argumentos del estado de naturaleza, escribe: “el hombre es […] un animal que sólo puede individualizarse en la sociedad” (Marx, 2011, pág. 4). Husserl, por su parte, afirma en el primero de tres ensayos publicados en la revista japonesa Kaizo con respecto a la relación entre los individuos y su mundo circundante: “[…] nosotros como miembros de la humanidad que vive en este mundo, que da forma a este mundo, como él también nos da forma a nosotros” (Husserl, 2002, pág. 2). En este sentido, el individuo sólo es tal en la medida en que forma parte de un grupo y este grupo, a su vez, sólo puede ser comprendido como un colectivo de individuos[1].   

   A lo anterior, se añade un segundo problema: Mouffe no da, a lo largo de todo el texto, una sola definición de aquello que sea la razón, siendo que su definición apofática depende íntimamente de este concepto. Para seguir con lo argumentado en el párrafo anterior, podemos recurrir a una definición de racionalidad esgrimida por la Escuela de Filosofía de Pittsburgh, definición elaborada por Wilfrid Sellars en su clásica crítica a Rudolf Carnap y a Gilbert Ryle, Empirismo y la filosofía de la mente (1991), y nutrida en diversas obras por Robert Brandom y John McDowell. Según esta definición, “cuando caracterizamos un episodio o un estado como conocimiento […] lo estamos situando en el espacio lógico de las razones, el espacio para la justificación y para ser capaz de justificar lo que uno dice” (Sellars, 1991, pág. 169); esta definición, netamente epistémica y justificacionista, puede extenderse, en primera instancia, hasta el ámbito de la filosofía de la mente; ser racional, así, es ser capaz de entrar en el juego de dar y pedir razones (Vid Brandom, 2005). Esta definición posee diversas ventajas, las cuales enumeraremos a continuación:

-Impide que nos enredemos en problemas tales como el solipsismo y el problema de las otras mentes. El espacio lógico de las razones es un espacio público e intersubjetivo en el cual los sujetos implícitamente se atribuyen racionalidad, manifestada tanto en actos prácticos, como en actos de habla. Por ello, la razón no es trascendental sino que está íntimamente ligada al contexto.

-La atribución de racionalidad presupone la posesión individual de reglas compartidas, las cuales van desde reglas sintácticas e inferenciales, hasta pragmáticas, como las explicitadas por Paul Grice (1989), y sociales. Estas reglas forman parte del conocimiento tácito de los individuos y, si son objetivadas, es sólo a partir de una práctica epistémica que consiste en hacerlas explícitas.

-Siguiendo el punto anterior, la razón permite a los sujetos no sólo atribuir racionalidad a los otros sino, a la vez, establecer criterios normativos con respecto a quiénes pueden participar, a partir de esta atribución, en el espacio lógico de las razones.

-Esta definición de razón presupone la vida intersubjetiva: la razón no puede ser pensada más que como apertura y referencia constante a los actos individuales con respecto a los otros.

-El concepto de razón como la capacidad de entrar en el espacio lógico de las razones fue elaborado, originalmente, como una crítica en contra del reduccionismo fisicalista. Así, el espacio lógico de las razones es contrario a “lo dado”, a que el conocimiento y lo racional sean sólo aquello que aparece a los sentidos, abriendo la puerta, así, al pensamiento contrafáctico.

-Por último, y la ventaja más importante tal vez, es que la definición anterior no escinde la racionalidad del ámbito de lo afectivo, respondiendo a las exigencias, como las hechas por George Lakoff (2008), de trazar una definición de racionalidad que rompa con la propia de la Ilustración, una racionalidad que no excluya las pasiones, que permita la predicación de procesos inconscientes, y que sea corporizada y relacional.     

   Con la definición anterior, acerquémonos a la propuesta de Chantal Mouffe. Ahora tenemos que el colectivo no tiene por qué anteponerse al individuo: uno y otro concepto se implican mutuamente; tan es así que las facciones políticas no están integradas sino por individuos que libremente deciden identificarse con el grupo. Examinemos, ahora, cómo podría describirse esta identificación: si X se encuentra en una situación Y, tal que ésta resulta insoportable/inadecuada para su propia realización y Z es un conjunto de proposiciones que se afirman como la resolución práctica de Y, y X cree que Z es verdadero, entonces X se identificará Z.

   Detengámonos a reflexionar en torno a Z. Dado que éste se presenta como la solución posible a una situación efectiva que resulta negativa para X, es claro que Z no es, de manera alguna, un conjunto de proposiciones descriptivas sino, antes bien, contrafácticas y su validez depende íntimamente del hecho de que X crea en éstas. Esta creencia, sin embargo, sólo puede ser racional si el individuo ha entablado una discusión en la cual se ha convencido, por medio de razones, que Z, en efecto, es una solución posible a sus problemas. Si no, ¿cómo conseguir que el contenido de la creencia sea compartido por otros y, además, se pueda llegar a imponer como principio hegemónico? Si se rechaza la vía del convencimiento por medios racionales, ¿se apelaría, entonces, a la ideologización?[2] Y si se niega la discusión racional en términos de debate, ¿a qué se podría recurrir? ¿A la refriega a puñetazos? ¿A la imposición violenta que resucite los principios de Trasímaco? Ser racional, según la definición que hemos dado, posee una dimensión inmediatamente ética: ser racional, ser capaz de dar y pedir razones implica hacerse responsable de actos y emisiones lingüísticas.

   Por todo lo anterior, concluimos: la democracia agonista es perfecta –y desablemente- racional siempre y cuando contemos con una definición adecuada de razón, una definición que resalte la capacidad creadora y la íntima relación entre el individuo y el colectivo. Esta democracia, sin embargo, sería un caso específico, pluralista, si se quiere, de una democracia dialógica y que asuma la validez del debate como herramienta principal. Pensar en una democracia irracional y netamente conflictiva sólo conduciría a situaciones lamentables.   

 

Conclusión

En una serie de profundos ensayos publicados en la revista japonesa Kaizo, Edmund Husserl denunció el lamentable estado de la política occidental y se preguntó: “¿Es que no podemos actuar también de modo racional, es que la racionalidad y la virtud no caen bajo nuestro poder?” (Husserl, 2002, pág. 2). La solución del maestro alemán al problema radica en la educación: la educación debe permitir a los individuos reconocer los valores implícitos en su cultura y, a partir de éstos y del estudio de su realidad efectiva, construir modelos contrafácticos que guíen la práctica efectiva. La primera tarea de la democracia, así, debería ser educar a sus ciudadanos para hacerlos sujetos racionales, sujetos capaces de participar en la vida política haciéndose responsables de sí mismos y de sus actos, entre los cuales se incluye la identificación con un determinado grupo político y la consecución de fines comunes. La educación en la democracia es la educación en valores humanos y en elaboración de utopías que no vuelen sobre los espacios ideales de la abstracción, sino que nazcan y se dirijan de y hacia la realidad social. El conocimiento de lo particular y fáctico permite alcanzar idealidades, “generalidades puras, intuidas directamente sobre las individualidades fantaseadas; sobre la base de la libre variación de individualidades” (Husserl, 2002, 15); su tránsito inverso, de lo ideal hacia lo real efectivo, “se basa en que toda realidad alberga en sí de manera evidente posibilidades puras” (Husserl, 2002, pág. 16). La realidad no está dada de una vez y para siempre: por el contrario, su apertura íntimamente temporal la afirma siempre como objeto de cambio, cambio fundamentado en todo aquello que podamos pensar.

   Los contrafácticos –mitos, utopías- son la manifestación efectiva de una racionalidad ineludible, racionalidad que no debe ser identificada con la instrumentalidad que convierte en medio a todo lo existente o con el aprendizaje de las vastas construcciones formales de la lógica matemática: la racionalidad es la capacidad para debatir responsablemente y construir, así, un mundo en el cual los valores democráticos se cumplan de manera efectiva.

   A nosotros, aspirantes a filósofos, principiantes en el camino del filosofar, ¿qué nos queda por hacer? Por lo pronto, no perder de vista la bellísima glosa que hace Edmund Husserl del proceder cartesiano:

 

La filosofía –la sabiduría- es una incumbencia totalmente personal del sujeto filosofante. Debe ir fraguándose como su sabiduría, como aquel su saber tendiente a universalizarse que él adquiere por sí mismo, del que él puede hacerse responsable desde un principio y en cada paso […] (Husserl, 2005, pág. 42).

 

Esto es: hacer de nosotros mismos sujetos racionales y contextuados en ámbitos mucho más amplios que el ínfimo círculo de la academia, sujetos que han de hacerse responsables de sus conocimientos y que podrían ser, contrarios a la famosa frase de Robert Oppenheimer, constructores de mundos.

 

Bibliografía

Brandom, R. (2005). Hacerlo explícito: razonamiento, representación y compromiso discursivo. Barcelona: Herder.

 

Dworkin, R. (2008). La democracia posible: principios para un nuevo debate político. Barcelona: Paidós.

 

Gallie, W. B. (1998). Conceptos esencialmente impugnados. México: UNAM-IIF.

 

Grice, P. (1991). Logic and Conversation. Studies in the Way of Words. Cambridge, MAS: Harvard University Press.

 

Husserl, E. (2002). Renovación del hombre y de la cultura: cinco ensayos. Barcelona: Anthropos/ UAM-Iztapalapa.

 

Husserl, E. (2005). Meditaciones cartesianas. México: Fondo de Cultura Económica.

 

Lakoff, G. (2008). The Political Mind: Why You Can’t Understand 21st-Century American Politics with an 18th-Century Brain. New York: Viking Press.

 

Marx, K. (2011). Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) 1857-1858, Vol. 1. México: Siglo XXI Editores.

 

Mouffe, Ch. (2011). En torno a lo político. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

 

Schmitt, C. (2009). El concepto de lo político: texto de 1932 con un prólogo y tres corolarios. Madrid: Alianza.

 

Valdés, M.M. y Fernández, M. A. (comp.) (2011). Normas, virtudes y valores epistémicos: ensayos de epistemología contemporánea. México: UNAM-IIF.

 



[1] En este punto, resultaría interesante investigar los puntos de contacto entre el pensamiento de ambos filósofos alemanes. Más allá del paralelo ahora mostrado, resulta sorprendente la afirmación que hace Husserl en una carta a Arnold Metzger con respecto a la actitud fenomenológica: “comprendimos esta actitud radical, que está totalmente decidida a no mirar ni llevar la vida como un negocio, actitud que es enemiga mortal de todo capitalismo, de toda acumulación sin sentido de haberes y correlativamente de todas las depreciaciones egoístas de la persona” (citado por Guillermo Hoyos Vásquez en Husserl, 2002, pág. XV).

[2] Resultaría interesante conducir, hacia terrenos políticos, los interesantes trabajos de epistemología aretéica o de la virtud desarrollados por filósofos como Linda Zagzebski o Ernest Sosa (Vid Valdés y Fernández, 2011).

 

 

 

 

Palabras clave: Esencialismo político, agonismo, democracia radical, democracia dialógica, racionalidad.

 

Resumen

El artículo analiza el principio democrático agonista propuesto por Chantal Mouffe en su obra En torno a lo político, así como la diferencia entre el planteamiento de la politóloga belga, y el propio de Carl Schmidt. Si bien el argumento de Mouffe descansa en un concepto no tematizado de ‘racionalidad’, la autora no aclara qué entiende por el término. Así, el artículo propone hacer una lectura del agonismo desde el concepto de ‘racionalidad’ esbozado por la llamada Escuela de Pittsburgh.

 

 

 

I. Presentación

A decir de Walter Gallie, existen conceptos que pueden ser bien descritos como “esencialmente impugnados” (Gallie, 1998) en tanto su naturaleza pragmática y polisémica no sólo les impide tener una intensión fija sino que, más aún, cualquier intento por dotarlos de contenido semántico ha de suscitar debates interminables. Un ejemplo claro de un concepto esencialmente impugnado es el de ‘democracia’, cuya definición, así como su puesta en práctica, no puede reducirse a una sola fórmula. El concepto de democracia, además de lo anterior, enfrenta un segundo problema: su dependencia del concepto de racionalidad, concepto que buena parte de la filosofía de los siglos XIX y XX ha puesto en entredicho.

   Para la politóloga y filósofa belga Chantal Mouffe, la democracia es una forma de gobierno deseable siempre y cuando se corrijan los fundamentos teóricos racionalistas que la sustentan; en concreto: la visión atomista según la cual el grupo social está conformado por individuos racionales que, antes que definirse a sí mismos en función de sus preferencias políticas, buscan construirse una vida buena y que si se enfrentan, sus pugnas deben ser llevadas a cabo en términos de debate tendiente al consenso. Contraria a esta visión, Mouffe afirma que el espacio social es eminentemente político y, en tanto tal, se define a partir de grupos de tipo partidista cohesionados en función de la amistad entre sus miembros, y diferenciados por la enemistad con sus contrarios; y ambos, amigos y enemigos, antes que racionalmente, se mueven en función de sus pasiones. Así, una “democracia agonista” –la verdadera, según Mouffe- debería crear espacios institucionales en los cuales pueda llevarse a cabo la lucha entre grupos políticos que, más allá de sus diferencias, respeten los valores fundamentales de la democracia: la libertad y la igualdad.  

   Lo que a continuación se intentará mostrar es que la democracia agonista de Mouffe, que se pretende rival de las teorías dialógicas de la democracia, no es sino un caso específico de éstas en tanto se cimienta, en algunos puntos, o presupone, en otros, aquello que intenta debatir.

   Para llevar a cabo esta tarea, se comenzará por esbozar el fundamento teórico que subyace al pensamiento de Chantal Mouffe: la distinción amigo/ enemigo defendida por Carl Schmitt. Tras lo anterior, se analizará la primera parte del argumento de la politóloga belga, en la cual se defiende la naturaleza conflictiva de la vida social y cómo es que ésta genera la pluralidad de identidades sociales. El siguiente paso consistirá en exponer la solución que Mouffe da a lo anterior y cómo es que ésta salva los errores y las insuficiencias de la alternativa con la cual pretende debatir: la teoría de la democracia dialógica. Para cerrar, se mostrará cómo es que el argumento de Mouffe no consigue su objetivo: instituirse como una visión contraria a la democracia dialógica y, por el contrario, se presenta no como una forma específica de ésta. Lo anterior, sin embargo, no pretende desacreditar el trabajo de Mouffe: la búsqueda de una democracia plural es un fin deseable pero que sólo puede ser efectivo si se erige sobre una noción específica de racionalidad.

 

II. Desarrollo

Carl Schmitt y la distinción amigo/enemigo

En El concepto de lo político, Carl Schmitt se da a la tarea de especificar en qué consiste la esencia de lo indicado por el título de la obra, la cual, nos dice, no debe confundirse ni con el Estado, ni con el Derecho. Lo político es una esfera no sólo autónoma sino, más aun, condicional con respecto a estas dos instituciones; de esta manera, su esclarecimiento es el paso necesario para cualquier investigación que pretenda dar cuenta de lo estatal y de lo legislativo.

   El argumento de Schmitt comienza por constatar la existencia de cuatro ámbitos humanos de naturaleza normativa –(1) lo moral, (2) lo estético, (3) lo económico y (4) lo político-, cada uno de los cuales se caracteriza por una “distinción” dicotómica de valores; según su orden de enumeración: (1) lo bueno y lo malo, (2) lo bello y lo feo, (3) lo beneficioso y lo perjudicial/ lo rentable y lo no rentable. Con respecto a lo político, sin embargo, no existe un criterio axiológico específico; por ello, la pregunta a resolver será: ¿cuáles son los valores propios de lo político? Sin ambages, Schmitt responde: “[…] la distinción política específica, aquella a la que pueden reconducirse todas las acciones y motivos políticos, es la distinción amigo/ enemigo” (Schmitt, 2009, pág. 56), distinción que, si bien puede relacionarse con las propias del resto de esferas humanas, no se reduce a ellas.

   La distinción amigo/ enemigo indica los puntos extremos a partir de los cuales es posible el enfrentamiento con “el otro, el extraño” (Schmitt, 2009, pág. 57), y la alianza con aquel que defiende los mismos principios y persigue los mismos fines que uno; en este sentido, la distinción política fundamental se diferencia de las distinciones morales, estéticas y económicas en que, en tanto éstas son de carácter normativo, aquella es de tipo existencial pues describe una “realidad óntica” (Schmitt, 2009, pág. 58). Este carácter existencial, óntico, implica que la formación de alianzas y las medidas a tomar con respecto al enemigo puedan llevarse a cabo y decidirse sólo por medio de la participación pública de los individuos que conforman los bandos implicados.

   El punto más tenso de la relación entre amigo y enemigo es el antagonismo, el cual se expresa por medio del intento no sólo de negar, sino de aniquilar al otro; así, el antagonismo se fundamenta, según Schmitt, en la posibilidad siempre latente de segar la vida humana. Por lo anterior, para Schmitt, la democracia no sólo es impracticable sino, más aún, resulta apolítica; la democracia, a decir del pensador alemán, se fundamenta en el consenso y, por tanto, en la homogeneidad de la población, principios, ambos, contrarios a la distinción amigo/enemigo, propia de la esencia política.     

 

Chantal Mouffe y la democracia agonista

Para entender la manera en que Chantal Mouffe construye, “con Schmitt y contra Schmitt” (Mouffe, 2011, pág. 21), su propuesta de democracia agonista, descompondremos su argumento analíticamente. Mouffe comienza:

 

(p1) “La necesidad de identificaciones colectivas […] es constitutiva del modo de existencia de los seres humanos” (Mouffe, 2011, pág. 35).

 

(p2) “La naturaleza pluralista [es propia] del mundo social” (Mouffe, 2011, pág. 17).

 

Según la afirmación anterior, todos los seres humanos, en tanto que seres humanos, tienden naturalmente a identificarse con un colectivo determinado; en la vida social, sin embargo, no existe un colectivo único, esto es: la naturaleza de la sociedad es la pluralidad. Añadamos a lo anterior dos premisas más:

 

(p3) “Las cuestiones políticas siempre implican decisiones que requieren que optemos entre alternativas en conflicto”.

 

(p4) “Todo orden es político y está basado en una forma de exclusión. Siempre existen otras posibilidades que han sido reprimidas y que pueden reactivarse […] Todo orden hegemónico es susceptible de ser desafiado por prácticas hegemónicas”.

 

Como puede verse, en tanto (p1) y (p2) afirman que todos los seres humanos, por el hecho de ser tales, tienden naturalmente a identificarse con un colectivo determinado –esto es, versa en torno a la naturaleza humana y la vida en sociedad-, (p3) y (p4) se afirman con respecto a lo político, al señalar que (a) lo político se caracteriza por la pluralidad de opciones, que (b) estas opciones establecen una relación conflictiva entre sí (c) y son objetivas, pero (d) su imposición es producto de la elección individual llevada a cabo por los miembros del grupo social, imposición que, al sucederse, excluye a todas aquellas alternativas que, antes de la elección, tenían una relación horizontal con la alternativa que más tarde sería elegida. De lo anterior se puede colegir que debe existir una premisa implícita que de cuenta del salto de (p1) y (p2) a (p3) y (p4): aquella que explique cómo se relaciona lo social con lo político.

   A decir de Mouffe, lo social “se refiere al campo de las prácticas sedimentadas […] que ocultan los actos originales de su institución política contingente, y que se dan por sentadas, como si se fundamentaran a sí mismas” (Mouffe, 2011, pág. 24); lo político, por el contrario, es “la dimensión de antagonismo […] constitutiva de las sociedades humanas” (Mouffe, 2011, pág. 16) sobre la cual se lleva a cabo la práctica efectiva de la política, definida, a su vez, como “el conjunto de prácticas e instituciones a través de las cuales se crea un determinado orden, organizando la coexistencia humana en el contexto de la conflictividad” (Idem). Según lo anterior, la vida en comunidad se erige sobre lo político en tanto condición de posibilidad y horizonte de la práctica efectiva de la política, la cual, una vez que impone un orden determinado, borra su propia acción para, así, aparecer como natural en la esfera de lo social. En este sentido, lo social se caracterizaría por la alienación: tanto como en Feuerbach el hombre olvida cómo es que se construyó el concepto de Dios por él creado, lo social pierde de vista que su orden específico tuvo un momento fundacional erigido a partir de la conquista de la hegemonía por un grupo determinado.

   De todo lo anterior, se tiene: el individuo, que vive siempre en comunidad, tiende naturalmente a identificarse con un grupo de entre los muchos existentes; estos grupos son característicos del espacio público, el cual se define por el antagonismo pero, una vez que alguno de éstos conquista el poder, la dimensión antagónica –y, por tanto, la posibilidad de otro orden posible- quedan ocultos en detrimento del orden hegemónico establecido, el cual hace las veces de “lo natural”.

   Como puede verse, el pensamiento de Carl Schmitt se patenta en las premisas básicas del argumento: lo propio de lo político, base de la vida social, es el enfrentamiento entre grupos y que conduce, en última instancia, a la destrucción de los contrarios. Para Mouffe, esta conclusión es inherente a una lectura ética de la distinción amigo/enemigo, la cual asocia al amigo con “el bueno”, y al enemigo con “el malo” que amenaza la existencia de uno mismo y de su grupo de afiliación; por ello, el enemigo debe ser combatido hasta darle muerte; a este punto extremo, Mouffe lo denomina “antagonismo” propiamente dicho.

   Para Mouffe, sin embargo, existe un punto medio que permite el desenvolvimiento natural de la pugna política, a la vez que impide llegar al choque mortal: este punto medio es la democracia agonista. De esta forma, Mouffe considera errónea la interpretación que hace Schmitt de aquello que sea la democracia: la democracia no puede ser la homogeneización de la sociedad sino, antes bien, la patencia de la naturaleza plural del espacio político. La libertad característica de la democracia es la única que permitiría, según Mouffe, la libre asociación y la libre expresión de grupos distinguidos entre sí por su rivalidad en la conquista del poder y la subsecuente imposición de proyectos hegemónicos diferentes. Para ello, los gobiernos democráticos deben crear espacios de enfrentamiento, normas e instituciones que medien entre los grupos en conflictos; escribe Mouffe:

 

[…] el agonismo establece una relación nosotros/ellos en la que las partes en conflicto, si bien admitiendo que no existe una solución racional a su conflicto, reconocen sin embargo la legitimidad de sus oponentes […] la tarea de la democracia consiste en transformar el antagonismo en agonismo [...] gracias al establecimiento de instituciones y prácticas” (Mouffe, 2011, pág. 27).

 

Si bien esta pluralidad de grupos debe ser fomentada e institucionalizada, Mouffe considera que deben existir restricciones con respecto a qué tipo de proyectos hegemónicos pueden participar en la contienda política. Según la visión de la politóloga belga, los proyectos hegemónicos deben ser, todos ellos, democráticos y, en tanto tales, adeptos a los principios de libertad e igualdad; las diferencias entre grupos sólo debería nacer de la interpretación que se haga de aquellos; en palabras de Mouffe:

 

[…] una sociedad no puede aceptar aquellas [demandas] que cuestionen sus instituciones básicas como adversarios legítimos […] la democracia requiere un ‘consenso conflictual’: consenso sobre los valores ético políticos de la libertad e igualdad para todos, disenso sobre su interpretación (Mouffe, 2011, pág. 129).

 

Una vez llevado a cabo este esbozo positivo de la propuesta de Chantal Mouffe, veamos cómo es que se define, a su vez, por vía apofática para, entonces sí, estar en condiciones de problematizar el trabajo de la politóloga belga.    

 

Contra la razón y con la razón

Retomemos la diferencia, indicada en el apartado anterior, entre lo político y lo social. Como puede verse, Mouffe pretende, por principio, romper con el enmascaramiento propio de lo social para, así, hacer emerger lo político oculto; una vez llevado a cabo este movimiento, la idea es hacer que lo político y lo social se identifiquen: que el principio antagónico se naturalice a partir de su institucionalización agonista. Sin embargo, en la práctica democrática actual, ¿cómo se expresa lo social que se pretende romper? ¿Cuáles son esos compromisos ontológicos asumidos por las democracias efectivas y que son enarbolados por sus intelectuales orgánicos? Para Chantal Mouffe, éstos se resumen en la democracia dialógica y consensual, la cual puede tener diversas formas pero todas ellas remiten, en última instancia, al individuo racional como principio, al debate como medio y a la solución de conflictos como fin.

   Según Mouffe, el más grave error cometido por la democracia dialógica y consensual es suponer que los grupos sociales están integrados primariamente por individuos racionales. Según este principio, la práctica política debería ser, en consecuencia, la disolución de conflictos, disolución garantizada por un trascendental –para Mouffe- como lo es la razón que se ejercita en el debate. Para Mouffe, el individuo racional no es sino una ficción: el punto base de su argumento es, por el contrario, el colectivo que se mueve esencialmente por la pasión, por ello “[…] la política democrática necesita tener una influencia real en los deseos y fantasías de la gente” (Mouffe, 2011, pág. 35); y para ello, las democracias dialógicas deben trascender el mero debate para llegar a la práctica agonista.

   El primer problema que enfrenta Mouffe, nos parece, consiste en anteponer lo colectivo a lo individual: lo individual está presupuesto en lo colectivo a la vez que aquél sólo puede comprenderse a partir de éste. Por ello, una vía más adecuada sería no enfrentar en términos disyuntivos lo individual y lo colectivo sino, antes bien, disolver sus diferencias y resaltar, a la vez, su mutua implicación. Este movimiento se verifica, por ejemplo, en los trabajos de Karl Marx y de Edmund Husserl. El primero de ellos, al criticar en sus Grundrisse a las “robinsonadas dieciochescas” propias de los argumentos del estado de naturaleza, escribe: “el hombre es […] un animal que sólo puede individualizarse en la sociedad” (Marx, 2011, pág. 4). Husserl, por su parte, afirma en el primero de tres ensayos publicados en la revista japonesa Kaizo con respecto a la relación entre los individuos y su mundo circundante: “[…] nosotros como miembros de la humanidad que vive en este mundo, que da forma a este mundo, como él también nos da forma a nosotros” (Husserl, 2002, pág. 2). En este sentido, el individuo sólo es tal en la medida en que forma parte de un grupo y este grupo, a su vez, sólo puede ser comprendido como un colectivo de individuos[1].   

   A lo anterior, se añade un segundo problema: Mouffe no da, a lo largo de todo el texto, una sola definición de aquello que sea la razón, siendo que su definición apofática depende íntimamente de este concepto. Para seguir con lo argumentado en el párrafo anterior, podemos recurrir a una definición de racionalidad esgrimida por la Escuela de Filosofía de Pittsburgh, definición elaborada por Wilfrid Sellars en su clásica crítica a Rudolf Carnap y a Gilbert Ryle, Empirismo y la filosofía de la mente (1991), y nutrida en diversas obras por Robert Brandom y John McDowell. Según esta definición, “cuando caracterizamos un episodio o un estado como conocimiento […] lo estamos situando en el espacio lógico de las razones, el espacio para la justificación y para ser capaz de justificar lo que uno dice” (Sellars, 1991, pág. 169); esta definición, netamente epistémica y justificacionista, puede extenderse, en primera instancia, hasta el ámbito de la filosofía de la mente; ser racional, así, es ser capaz de entrar en el juego de dar y pedir razones (Vid Brandom, 2005). Esta definición posee diversas ventajas, las cuales enumeraremos a continuación:

-Impide que nos enredemos en problemas tales como el solipsismo y el problema de las otras mentes. El espacio lógico de las razones es un espacio público e intersubjetivo en el cual los sujetos implícitamente se atribuyen racionalidad, manifestada tanto en actos prácticos, como en actos de habla. Por ello, la razón no es trascendental sino que está íntimamente ligada al contexto.

-La atribución de racionalidad presupone la posesión individual de reglas compartidas, las cuales van desde reglas sintácticas e inferenciales, hasta pragmáticas, como las explicitadas por Paul Grice (1989), y sociales. Estas reglas forman parte del conocimiento tácito de los individuos y, si son objetivadas, es sólo a partir de una práctica epistémica que consiste en hacerlas explícitas.

-Siguiendo el punto anterior, la razón permite a los sujetos no sólo atribuir racionalidad a los otros sino, a la vez, establecer criterios normativos con respecto a quiénes pueden participar, a partir de esta atribución, en el espacio lógico de las razones.

-Esta definición de razón presupone la vida intersubjetiva: la razón no puede ser pensada más que como apertura y referencia constante a los actos individuales con respecto a los otros.

-El concepto de razón como la capacidad de entrar en el espacio lógico de las razones fue elaborado, originalmente, como una crítica en contra del reduccionismo fisicalista. Así, el espacio lógico de las razones es contrario a “lo dado”, a que el conocimiento y lo racional sean sólo aquello que aparece a los sentidos, abriendo la puerta, así, al pensamiento contrafáctico.

-Por último, y la ventaja más importante tal vez, es que la definición anterior no escinde la racionalidad del ámbito de lo afectivo, respondiendo a las exigencias, como las hechas por George Lakoff (2008), de trazar una definición de racionalidad que rompa con la propia de la Ilustración, una racionalidad que no excluya las pasiones, que permita la predicación de procesos inconscientes, y que sea corporizada y relacional.     

   Con la definición anterior, acerquémonos a la propuesta de Chantal Mouffe. Ahora tenemos que el colectivo no tiene por qué anteponerse al individuo: uno y otro concepto se implican mutuamente; tan es así que las facciones políticas no están integradas sino por individuos que libremente deciden identificarse con el grupo. Examinemos, ahora, cómo podría describirse esta identificación: si X se encuentra en una situación Y, tal que ésta resulta insoportable/inadecuada para su propia realización y Z es un conjunto de proposiciones que se afirman como la resolución práctica de Y, y X cree que Z es verdadero, entonces X se identificará Z.

   Detengámonos a reflexionar en torno a Z. Dado que éste se presenta como la solución posible a una situación efectiva que resulta negativa para X, es claro que Z no es, de manera alguna, un conjunto de proposiciones descriptivas sino, antes bien, contrafácticas y su validez depende íntimamente del hecho de que X crea en éstas. Esta creencia, sin embargo, sólo puede ser racional si el individuo ha entablado una discusión en la cual se ha convencido, por medio de razones, que Z, en efecto, es una solución posible a sus problemas. Si no, ¿cómo conseguir que el contenido de la creencia sea compartido por otros y, además, se pueda llegar a imponer como principio hegemónico? Si se rechaza la vía del convencimiento por medios racionales, ¿se apelaría, entonces, a la ideologización?[2] Y si se niega la discusión racional en términos de debate, ¿a qué se podría recurrir? ¿A la refriega a puñetazos? ¿A la imposición violenta que resucite los principios de Trasímaco? Ser racional, según la definición que hemos dado, posee una dimensión inmediatamente ética: ser racional, ser capaz de dar y pedir razones implica hacerse responsable de actos y emisiones lingüísticas.

   Por todo lo anterior, concluimos: la democracia agonista es perfecta –y desablemente- racional siempre y cuando contemos con una definición adecuada de razón, una definición que resalte la capacidad creadora y la íntima relación entre el individuo y el colectivo. Esta democracia, sin embargo, sería un caso específico, pluralista, si se quiere, de una democracia dialógica y que asuma la validez del debate como herramienta principal. Pensar en una democracia irracional y netamente conflictiva sólo conduciría a situaciones lamentables.   

 

Conclusión

En una serie de profundos ensayos publicados en la revista japonesa Kaizo, Edmund Husserl denunció el lamentable estado de la política occidental y se preguntó: “¿Es que no podemos actuar también de modo racional, es que la racionalidad y la virtud no caen bajo nuestro poder?” (Husserl, 2002, pág. 2). La solución del maestro alemán al problema radica en la educación: la educación debe permitir a los individuos reconocer los valores implícitos en su cultura y, a partir de éstos y del estudio de su realidad efectiva, construir modelos contrafácticos que guíen la práctica efectiva. La primera tarea de la democracia, así, debería ser educar a sus ciudadanos para hacerlos sujetos racionales, sujetos capaces de participar en la vida política haciéndose responsables de sí mismos y de sus actos, entre los cuales se incluye la identificación con un determinado grupo político y la consecución de fines comunes. La educación en la democracia es la educación en valores humanos y en elaboración de utopías que no vuelen sobre los espacios ideales de la abstracción, sino que nazcan y se dirijan de y hacia la realidad social. El conocimiento de lo particular y fáctico permite alcanzar idealidades, “generalidades puras, intuidas directamente sobre las individualidades fantaseadas; sobre la base de la libre variación de individualidades” (Husserl, 2002, 15); su tránsito inverso, de lo ideal hacia lo real efectivo, “se basa en que toda realidad alberga en sí de manera evidente posibilidades puras” (Husserl, 2002, pág. 16). La realidad no está dada de una vez y para siempre: por el contrario, su apertura íntimamente temporal la afirma siempre como objeto de cambio, cambio fundamentado en todo aquello que podamos pensar.

   Los contrafácticos –mitos, utopías- son la manifestación efectiva de una racionalidad ineludible, racionalidad que no debe ser identificada con la instrumentalidad que convierte en medio a todo lo existente o con el aprendizaje de las vastas construcciones formales de la lógica matemática: la racionalidad es la capacidad para debatir responsablemente y construir, así, un mundo en el cual los valores democráticos se cumplan de manera efectiva.

   A nosotros, aspirantes a filósofos, principiantes en el camino del filosofar, ¿qué nos queda por hacer? Por lo pronto, no perder de vista la bellísima glosa que hace Edmund Husserl del proceder cartesiano:

 

La filosofía –la sabiduría- es una incumbencia totalmente personal del sujeto filosofante. Debe ir fraguándose como su sabiduría, como aquel su saber tendiente a universalizarse que él adquiere por sí mismo, del que él puede hacerse responsable desde un principio y en cada paso […] (Husserl, 2005, pág. 42).

 

Esto es: hacer de nosotros mismos sujetos racionales y contextuados en ámbitos mucho más amplios que el ínfimo círculo de la academia, sujetos que han de hacerse responsables de sus conocimientos y que podrían ser, contrarios a la famosa frase de Robert Oppenheimer, constructores de mundos.

 

Bibliografía

Brandom, R. (2005). Hacerlo explícito: razonamiento, representación y compromiso discursivo. Barcelona: Herder.

 

Dworkin, R. (2008). La democracia posible: principios para un nuevo debate político. Barcelona: Paidós.

 

Gallie, W. B. (1998). Conceptos esencialmente impugnados. México: UNAM-IIF.

 

Grice, P. (1991). Logic and Conversation. Studies in the Way of Words. Cambridge, MAS: Harvard University Press.

 

Husserl, E. (2002). Renovación del hombre y de la cultura: cinco ensayos. Barcelona: Anthropos/ UAM-Iztapalapa.

 

Husserl, E. (2005). Meditaciones cartesianas. México: Fondo de Cultura Económica.

 

Lakoff, G. (2008). The Political Mind: Why You Can’t Understand 21st-Century American Politics with an 18th-Century Brain. New York: Viking Press.

 

Marx, K. (2011). Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) 1857-1858, Vol. 1. México: Siglo XXI Editores.

 

Mouffe, Ch. (2011). En torno a lo político. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

 

Schmitt, C. (2009). El concepto de lo político: texto de 1932 con un prólogo y tres corolarios. Madrid: Alianza.

 

Valdés, M.M. y Fernández, M. A. (comp.) (2011). Normas, virtudes y valores epistémicos: ensayos de epistemología contemporánea. México: UNAM-IIF.

 



[1] En este punto, resultaría interesante investigar los puntos de contacto entre el pensamiento de ambos filósofos alemanes. Más allá del paralelo ahora mostrado, resulta sorprendente la afirmación que hace Husserl en una carta a Arnold Metzger con respecto a la actitud fenomenológica: “comprendimos esta actitud radical, que está totalmente decidida a no mirar ni llevar la vida como un negocio, actitud que es enemiga mortal de todo capitalismo, de toda acumulación sin sentido de haberes y correlativamente de todas las depreciaciones egoístas de la persona” (citado por Guillermo Hoyos Vásquez en Husserl, 2002, pág. XV).

[2] Resultaría interesante conducir, hacia terrenos políticos, los interesantes trabajos de epistemología aretéica o de la virtud desarrollados por filósofos como Linda Zagzebski o Ernest Sosa (Vid Valdés y Fernández, 2011).

 

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HIJO MÍO

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