Licenciatura en Psicología)
Parte 5.
Según Husserl, la expresión no ocurre sólo cuando me comunico con los otros sino también “en la vida solitaria del alma”. Para clarificar lo anterior, te contaré un poco sobre mí.
1. Cuando era niño, me gustaba mucho visitar a mi bisabuela Catalina –a quien, de cariño, llamábamos “Catis”. Pues bien, Catis era una dulcísima viejecita de cabello blanco y ojos verdes que vivía en el piso superior de lo que alguna vez fueron unos baños públicos. Una vez que los baños dejaron de ser negocio, toda la planta baja sirvió como bodega de chucherías. A mí me gustaba mucho caminar por ese laberinto de baños abandonados: el aroma a encierro y la oscuridad, asaltada por pequeños rectángulos de luz que se colaban por las ventanas, convertían el lugar en algo mágico. Además de los besos, abrazos y pellizcos amorosos de cachetes que Catis me daba, recuerdo que cocinaba unos platillos deliciosos; en lo personal, me encantaban sus jericallas. La jericalla es un postre jalisciense, a medio camino entre la natilla y el flan, que se caracteriza por tener una especie de “costra” en la parte superior. Hay que decirlo: las jericallas que Catis preparaba no tenían –ni tienen, para mí- igual.
2. Muchos años atrás, tuve una amiga que conocí mientras estudiábamos la preparatoria; dejé de verla hace unos siete años atrás, cuando yo tenía veinticinco; ella, entonces de veinticuatro, se casó con un novelista oaxaqueño. Hace algunos meses, mientras caminaba entre el gentío que inunda el Metro Bellas Artes, percibí un aroma: el mismo perfume que mi amiga usaba. El aroma fue la punta de un hilo enmarañado que, en ese momento y de golpe, se deshizo: vino hasta mí la imagen de su rostro y el sonido grave de su risa. Evoqué la imagen de una calle de Azcapotzalco, cercana a su casa, por donde solíamos caminar. Recordé que en cierta ocasión asistimos a una fiesta en la Colonia Industrial, a un lado del Metro Potrero; una vez que la fiesta concluyó, nos dijeron que no podíamos pasar la noche ahí. En aquellos años, la ciudad no era tan peligrosa como lo es ahora, así que dos adolescentes podían tomar decisiones verdaderamente estúpidas: tras sopesarlo, caminamos desde Potrero hasta la Central del Norte; una vez ahí, dormimos bajo los asientos de la zona de espera. Recuerdo esa extraña mezcla de miedo –el miedo a los peligros de la madrugada- y de alegría –la alegría de caminar con las manos enlazadas, diciendo tonterías y charlando de cosas que nos apasionaban a ambos: yo cursaba el último año de preparatoria y quería ser poeta; ella estaba a la mitad del CEDART y no se decidía si seguir hasta la Superior de Danza o entrar a La Esmeralda.
De los ejemplos anteriores, podemos resaltar algo: presento ante ti mis recuerdos en términos lingüísticos pero ellos, de suyo, no están hechos de lenguaje. El sabor de las jericallas de mi abuela, la sensación de sus pellizcos, la forma en que se veían los recovecos de la planta baja de su casa, el aroma del perfume de mi amiga, el sonido se su voz y el miedo y la alegría que sentí al caminar por la Ciudad de México a la madrugada son, todas ellas, imágenes y sensaciones asociadas a aquellas que no forman parte ya de la realidad efectiva; antes bien, son elementos sedimentados y constitutivos de mi sustrato de habitualidades que yo puedo re-presentarme, puedo traerlos hasta mí y mentarlos. A la vez que me es posible mentarlos como imágenes y sensaciones, también puedo convertirlos en discurso para mí o para los otros, como lo hice líneas arriba. Para Husserl, la presentación como imagen o sensación es anterior al lenguaje, esto es: nuestra vida mental no es exclusivamente lingüística; no es que pensemos con palabras, más bien vertimos en palabras una serie de contenidos que son de naturaleza múltiple.
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