sábado, 6 de marzo de 2021

Un cuento de terror...

 

Más valen dos

 

Emilio Jacobo García Cuevas

33 años

México, D.F.

 

Primero, el dolor de cabeza, de esos dolores que lo parten a uno por la mitad. Después, un murmullo, un sonido ajeno a la noche: eran casi las once cuando la vio aparecer sobre el arco del horizonte, tras una cortina de viento y polvo. Por el último retazo de la carretera a San Miguel, la luna zigzagueaba sobre el toldo de la camioneta. Lorenzo apenas se movía; la mano iba hacia la boca, chupaba el cigarro y exhalaba. Sólo eso. Una vez que el ronroneo se convirtió en rugido, detrás del parabrisas tapizado de moscos pudo adivinar el rostro pálido, ajado y de mirada metálica, la gruesa cicatriz que nacía en la comisura izquierda de la boca y ascendía hasta la sien, y los dientes manchados por los minerales del agua. Sintió la picazón del miedo en la nuca. Pensó en lo lejanos que parecían los momentos de alegría, cuando la tragedia no era sino una chancla materna o un coscorrón del profesor; cuando corría descalzo por las matas los domingos, después del catecismo. Recordó el rostro arrugado de la Señorita Hernández, su maestra, esa viejita que se pasaba las tardes haciendo canciones con fragmentos de la Biblia; según ella, así era más fácil recordar los pasajes importantes, esos que hay que tener siempre en el corazón. Remolcados por el rostro de la anciana, salieron a flote los retazos de una de sus tantas canciones: “Más valen dos que uno solo”. En su mente, la música seguía pero, ¿qué más? Recordaba la melodía pero las palabras se habían ido.

   El motor soltó un último bramido antes de apagarse. Lorenzo tosió, miro a su alrededor y el aire le pareció diferente: espeso, encharcado sobre las matas y la arena caliente. Entonces, la portezuela se abrió; los átomos de polvo se ensamblaron unos a otros hasta formar una bota gastada,  una pierna, la mano y su funda de callos engendrados por el peso de la muerte, la camisa negra y el rostro casi oculto por el sombrero echado hacia adelante. No pudo ver los ojos, velados por la sombra; sólo la boca y una parte de la cicatriz se mostraban desnudas. Entonces, la voz: “La paca está en el rancho, la trajeron ayer. Diez kilos. No es difícil, nomás tienes que llevar el camión hasta la sierra, de allí ya se encargarán otros. ¿Qué pues, chivito? ¿Tienes miedo?”.

   El silencio y la eternidad por donde se precipita un instante. Pensó en Concha. Ahora podría estar durmiendo a su lado, junto a su aroma y encerrado entre sus brazos pecosos. Pasó saliva y fue como tragar tierra. Hizo un esfuerzo por despegar la lengua del paladar y su negativa se articuló como un graznido. Frente a sí, la figura negra soltó una carcajada. 

   “¡Arre! No te asustes, está de volada, no son ni dos horas. Antes del amanecer ya estás aquí con tus diez mil pesos, ¿cuándo has ganado tanto en tan poquito?”. Lorenzo asintió con la cabeza. Sabía poco de ese hombre que tenía enfrente pero había escuchado hablar de él desde que tenía memoria, probablemente desde antes: seguro desde su nacimiento, aunque ya no lo recordara. Un suspiro. Miró la luna con su halo rojizo –la madrugada sería fría, muy fría.

   El hombre caminó hacia la parte trasera de la camioneta y señaló su interior: “Mira, chivito, mejor hazlo y hazlo bien; a mí me gusta estar seguro así que…”. Se interrumpió y levantó los hombros. Lorenzo lo siguió, asomó la cabeza a la camioneta y el grito se le atragantó: allí, sobre costales de forraje vacíos, yacía el cuerpo entumido de Concha. Un imposible que rompe lo cotidiano: ese era el cuerpo de su mujer, pero no se parecía a la Concha que reposaba por las noches sobre el catre, la de muslos tibios, ahora surcados por mecates que trazaban líneas purpuras sobre su carne.

   “Con esto la vas a hacer buena”. Entre risas, sacó un cuchillo largo y oxidado del cinto y apuntó con su filo al cielo. “A ese lo rajé primero”. Su voz hizo un agujero en el aire. Entonces, la noche se comió la mirada de Lorenzo: todo negro. Un rostro de anciana, las zarzas arañándole las piernas, la campaña y el maitín. Los pulmones petrificados y las intermitencias de los cirros violáceos que ocultan las aristas estelares. ¡Oh, Señor! Mecido por el ritmo de las costillas, el aliento se eleva hasta las meninges y el hocico se tuerce. Si me miras, el lenguaje estalla y me arrojo a tus brazos con el último voltio de mis piernas, Alabado Seas, Mi Señor El Negro, que todo lo puedes. Balar y reír. Bogar y hallar tu faz en un nombre velado por las avispas. Una, dos, tres veladoras, Alabado Seas. Ya el grito. Ya el chirrido de los huesos. Y el silencio, Alabado Seas, Alabado Seas en la eternidad desde la cual me miras, Espejo divino, debajo del sombrero echado hacia el frente, con esos dos ojos de sangre y dices: “Más valen dos que uno”.

   Otra vez la luz blanquecina de la luna. Lorenzo se levantó, se sacudió el polvo que manchaba sus rodillas y permaneció inmóvil un momento. Con el dedo índice, se echó el sombrero hacia atrás, se talló los ojos y respiró la soledad que lo rodeaba. Miró la parte trasera de la camioneta, donde yacía lo que alguna vez fue la Concepción. Sonrió y, mientras acariciaba la cicatriz que le atraviesa la mejilla, dijo para sí: “Más valen dos que uno, chivito”. 

 

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