I
Los dilemas del observador vítreo frente al espejo
Los problemas de la relatividad epistémica
Emilio J. García Cuevas
La naturaleza no es de sí geométrica, sólo lo parece para un observador prudente que se limite a los datos macroscópicos. La sociedad humana no es una comunidad de espíritus razonables, solamente ha podido entenderse de esta forma en los países favorecidos en donde se había logrado un equilibrio vital y económico […] La experiencia del caos […] nos invita a ver el racionalismo en un perspectiva histórica de la que, en principio, había pretendido escapar.
Maurice Merleau-Ponty, Fenomenología de la percepción
Presentación
El extraño filósofo y director de la Biblioteca de Órleans que fue Georges Bataille, afirmó en repetidas ocasiones que la luminosidad de la razón filosófica es un engaño por partida doble: un engaño hacia sí y un engaño al mundo. Sólo el no-saber –término brumoso y resbaladizo que, dada la afirmación batailleana, difícilmente podría considerarse un concepto en sentido estricto- es capaz de describir nuestra condición de hombres: “la oscuridad no miente”. Es posible que las palabras de Bataille sean demasiado terminantes como para ser verdaderas; sin embargo, también puede ser que, a pesar de su hipérbole, dejen al descubierto algo que hemos pasado por alto –a lo largo del texto que aquí se presenta, ya habrá ocasión de dar una respuesta al respecto. Sea como fuere, la oscuridad es un buen punto de partida.
En su “Nocturno en que nada se oye”, el lóbrego Xavier Villaurrutia lleva a cabo un experimento lírico, el cual consiste en deslizar la voz por el espacio que media entre dos espejos colocados frente a frente. Entonces, el juego infinito de reflejos comienza: “[…] y mi voz que madura/ y mi voz quemadura/ y mi bosque madura/ y mi voz quema dura” (Villaurrutia, 2004, pág. 47). El surtidor de sentido materializado en los espejos no cesa ahí; más adelante, se lee: […] el latido de un mar en el que no sé nada/ en el que no se nada […]”.
Allende cualquier interpretación estética, los versos del poeta mexicano ponen de relieve un problema mayúsculo que, como se intentará mostrar, enfrenta la Epistemología: su imposibilidad para avanzar más allá de sus primeros pasos pues, apenas éstos son dados, la sombra del escepticismo se cierne sobre sus huellas –no sé nada y no se nada.
En lo que sigue, nuestro argumento será el siguiente: cualquier forma de fundacionalismo resulta arbitraria en sus principios y, además, no consigue superar el segundo tropo de Agripa –la recurrencia ad infinitum. Si bien su contrario, el relativismo –ejemplificado en este trabajo por el pensamiento de Maurice Merleau-Ponty-, parece ser una buena opción, enfrenta problemas al (a) pretender romper con los metadiscursos y (b) asumir que sus afirmaciones determinan cualquier tipo de conocimiento. Toda Epistemología favorable a (a) es inevitablemente recursiva; sin embargo, si esta Epistemología es de carácter relativista, entonces está sujeta al relativismo defendido, anulando, de esta manera, a (b). ¿Es posible escapar a este problema? Por el momento, sólo nos viene uno a la mente: hacer a un lado los criterios lógicos –o, por lo menos, su universalidad.
Para la argumentación a desarrollar, conviene tener en cuenta algunas distinciones importantes:
(1) Llamaremos “conocimiento primitivo” a todo conocimiento que, según las diversas versiones del fundacionalismo, sirve de base a conocimientos más elaborador. Bajo esta rúbrica se enmarcan conceptos tales como las definiciones y los axiomas matemáticos, los nombres y las cosas según Wittgenstein, la observación en términos fisicalistas, los datos fenomenológicos o los conceptos primitivos en el marco de la composicionalidad semántica, todos los cuales, si bien resultan disímiles entre sí, comparten tres propiedades fundamentales: son apodícticos, son irreductibles e integran, de manera esencial, al resto de conocimientos. De entre las diversas formas de conocimientos primitivos, distinguiremos a aquellos que serán designados como (1’) “conocimientos primitivos en marco epistémico”, los cuales se caracterizan por (a) estar asociados a una experiencia directa determinada, la cual es guiada por (b) un método, cuyos productos (c) contribuyen a la construcción de un conocimiento objetivo y verdadero –la ciencia.
(2) Con la expresión “conocimiento absoluto” describiremos al corpus completo –y, por tanto, cerrado- de conocimientos que es dado alcanzar. Nótese que la oración anterior parece incompleta, en tanto carece de agente; ello obedece a una propiedad fundamental del conocimiento absoluto: es impersonal y objetivo. Por otra parte, en su objetividad, el conocimiento absoluto no puede entenderse como un conjunto de elementos homogéneos; antes bien, es una estructura escalonada. Hay que prestar atención a un detalle fundamental: el uso que se hace del término ‘conocimiento’ en (1) y en (2) no es equivalente. En el caso de (1), ‘conocimiento’ designa a un determinado tipo de contenido que no forzosamente apela a un sujeto cognoscente pero puede hacerlo. En caso de ser así, podríamos establecer la intercambiabilidad del término con la noción de ‘creencia’. (2), por su parte, se refiere a un corpus objetivo.
(3) La rúbrica “fundacionalismo” subsume a todas aquellas doctrinas epistemológicas que afirmen que (a) (1) describe entidades verdaderas; (b) la justificación se transmite, de manera unidireccional, desde los conocimientos primitivos hasta los conocimientos más complejos, y (c) existe un método para transitar desde los conocimientos primitivos hasta los conocimientos complejos preservando la verdad.
(4) Siguiendo a Luis Vega, “relativismo” engloba a las diversas corrientes epistemológicas que defienden la siguiente tesis: “Lo que cuenta como conocimiento (verdad, justificación, racionalidad…) está determinado por –y puede variar en función de- cada cultura o sociedad en particular” (Vega, 2006, pág. 204). A ello conviene añadir un corolario: los conocimientos vivenciales que cada individuo posee tienen, a su vez, carga epistémica.
I. Fundacionalismo: pureza y estructura
Conocimiento y conocer: forma sustantivada y verbo que, en su largo andar por la historia de la Filosofía, se han separado hasta casi disociarse. Pero, ¿cuándo comenzó este divorcio? Es posible situarlo en Platón, quien marcó la diferencia entre ambas figuras al distinguir a la Episteme –el proceso cognitivo propio del conocimiento- y el Logos –las ideas, objetiva y efectivamente existentes y por las cuales los fenómenos son. Al instante, conviene preguntarse: ¿cómo es que ambas esferas se interrelacionan? Pues bien: dado que el sujeto es un sujeto universal y las ideas son unas solas –a diferencia de la pluralidad propia de la doxa-, entonces, existe un camino, un método que permite al sujeto dejar atrás el mundo cotidiano y acceder al conocimiento. Este esquema, como veremos, subyace a las diversas formas de fundacionalismo desarrolladas en la Modernidad.
La naturaleza, según la visión moderna, obedece a las leyes de la Geometría; recordemos la famosa sentencia galileana según la cual:
La Filosofía está escrita en ese grandísimo libro que constantemente está abierto ante nuestros ojos: éste es el Universo. Pero no puede ser comprendido a menos que, primero, uno aprenda el lenguaje y los caracteres con que está escrito: está escrito en lenguaje matemático y los caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas (Galileo, 2008, pág. 183).
El conocimiento exige una mirada límpida para dar con lo evidente: que el cosmos es uni-verso, esto es, posee una y sólo una versión. El conocimiento previo y exigido de la Matemática no debe entenderse como la aprehensión de un aparato teórico creado por los hombres que permita deformar una realidad incognoscible de suyo para, así, hacerla mesurable; por el contrario, los primeros pensadores modernos, como Galileo, asumieron que la Matemática era un descubrimiento de la forma propia de lo existente; siguiendo la línea zanjada por Platón: lo fáctico está constituido y obedece a la inmaterialidad de lo conceptual.
Ahora bien, la Geometría, desde el paradigmático trabajo de Euclides, tiene un modo propio de exposición: avanza lógicamente desde definiciones y axiomas, hasta demostraciones y demás conocimientos inferidos de aquellos principios, los cuales completan el sistema, cerrándolo. A partir de lo anterior, si la realidad es ontológicamente geométrica y la Geometría tiene una estructura determinada, entonces todo conocimiento de la realidad ha de tener la estructura propia de la Geometría, esto es, debe erigirse –con toda la carga deontológica que brinda el término- sobre principios simples y evidentes, esto es, sobre eso que llamaremos conocimientos primitivos (ver Presentación).
Los conocimientos primitivos podemos encontrarlos bajo una buena cantidad de formas a lo largo de las diversas epistemologías de la Modernidad: las ideas innatas cartesianas y las ideas simples de John Locke (2000, 2, II, págs. 97-99); en el primer Wittgenstein, los objetos, que “forman la sustancia del mundo [y] por eso no pueden ser compuestos” (2.021, Wittgenstein, 2009, pág. 51), y sus nombres correspondientes, los cuales “no puede[n] ya descomponerse por definición alguna: [son] signo[s] primitivo[s]” (3.26, pág. 59); las oraciones protocolares y sus percepciones constitutivas, según Rudolf Carnap (Carnap, 1993, págs. 66-87) o las esencias fenomenológicas.
Ahora bien, estos conocimientos primitivos no constituyen una familia homogénea; por el contrario, algunos son de carácter psicologista, otros se ordenan sólo en función del sistema al cual pertenecen y otros más tienden, de alguna manera, un puente entre los primeros y los segundos: esto es, son eminentemente epistemológicos y son a ellos a los que debemos prestar atención para el argumento que aquí nos ocupa. De éstos, consideraremos dos casos ejemplares: el de la fenomenología trascendental de Edmund Husserl, y el propio del empirismo lógico, claramente ejemplificado por la obra juvenil de Rudolf Carnap.
Para Husserl, desde una perspectiva epistemológica existen dos mundos: el Mundo natural y el Mundo de la ciencia. En el primero se enmarca la vida cotidiana, con todos los conocimientos que la permean; el segundo, sin embargo, sólo es posible a partir de la reconstrucción de los contenidos epistémicos del primero: hay que ponerlos entre paréntesis, uno a uno, para dar con las ideen, las esencias, las cuales se muestran como conocimientos apodícticos e indubitables que conforman el basamento irremplazable de la ciencia estricta. Ahora bien, ¿qué tipo de sujeto cognoscente es aquel que puede dar con estos resultados? Para Husserl puede ser cualquiera –las cosas están ahí para todos-, siempre y cuando proceda a partir del método fenomenológico para, entonces, dejar al descubierto el ego fenomenológico que es.
En el caso de Carnap, el conocimiento científico se expresa según la consistencia que le brinda la lógica, y cada una de sus proposiciones debe poder reducirse a oraciones protocolares, oraciones que pueden ser corroboradas por medio de los sentidos. Para llevar esta comprobación a cabo, el observador debe ser objetivo, es decir, necesariamente deberá hacer a un lado cualquier prejuicio y presupuesto teórico –de ahí que filósofos empiristas contemporáneos, como Bastian Van Fraasen (2002), exijan que la observación sea hecha sin mediación alguna, eliminando, de esta manera, la carga teórica propia del instrumento.
Como podemos ver, si bien las diferencias entre ambas posiciones son considerables, su paralelo es evidente: tanto la fenomenología, como el empirismo lógico, resultan formalmente equivalentes en tanto obedecen al modelo epistemológico moderno. Ambas asumen que (1) existe un “saber ver” puro, despegado de cualquier contingencia sociocultural e individual, que éste se consigue a partir de (2) la adopción de un método específico, vía única que es efectivamente conducente a la verdad y (3) que sus resultados se articulan según un modelo estructural que, una vez constituido resulta inamovible, esto es, se afirma como conocimiento absoluto (ver Presentación).
Un modelo semejante, si bien podemos entenderlo como consecuencia de la influencia ejercida por la Geometría en el conocimiento, intenta responder a un difícil problema escéptico: la recurrencia ad infinitum. Este reto, según Sexto Empírico, afirma que “lo que se presenta como garantía de la cuestión propuesta necesita de una nueva garantía; y esto, de otra, y así hasta el infinito” (164, Sexto Empírico, 2002, págs. 54-55). Es decir: si se pretendiese fijar, por ejemplo, un conocimiento como básico, éste, a su vez, debería descansar sobre conceptos anteriores, y así sucesivamente. La recurrencia ad infinitum no sólo se encara en terrenos epistemológicos; un buen ejemplo de ello es la solución al inicio del movimiento por contacto postulada por Aristóteles quien, para evitar el problema, postula el motor inmóvil. Haciendo de lado al Estagirita y volviendo al problema que nos ocupa, los tres compromisos ontológicos asumidos por la fenomenología husserliana y por el empirismo lógico resultan inconsistentes pues:
(a) ¿Dónde fijar el principio del conocimiento? Posibilidades hay tantas, como tantas son las formas de fundacionalismo. Un conocimiento primitivo sólo puede ser defendido como tal a partir o bien de una teoría que guie la investigación, o bien de manera arbitraria. Podríamos suponer, por ejemplo, que un par de buenos candidatos son el conjunto de experiencias objetivas o las esencias; sin embargo, ambas presuponen la aplicación de un método fundamentado en una teoría determinada. ¿Qué decir de la solución que encuentran corrientes contemporáneas como la Cognición Corporizada? Según ésta, los conocimientos primitivos serían aquellos que primero aprende el niño –a decir de Lakoff y Johnson (2009), dos de sus principales defensores, éstos serían de carácter espacial. Una vez más, ello enfrenta un problema: los conceptos primitivos serían recopilados por un observador en tercera persona, quien actúa en función de una teoría determinada.
(b) La proposición cuantificada con universal “Todo conocimiento válido es conocimiento sensible” se autorrefuta: ella misma no es un conocimiento de carácter sensible. Ahora bien, supongamos que es producto de la abstracción y de la inducción –se abstrajeron conceptos como ‘conocimiento’, ‘validez’ y ‘sensibilidad’ y, acto seguido, se indujo el universal. El problema, sin embargo, sigue presente, en tanto abstracción e inducción no están comprendidos bajo la intensión del conocimiento sensible.
(c) Resulta imposible desprenderse de cualquier tipo de contenido de carácter cultural –el mejor ejemplo de ello es la lengua. Supongamos que pongo entre paréntesis mis costumbres locales y mis presupuestos; sin embargo, ¿cómo dejar fuera la lengua con la cual pienso, si el flujo de conciencia pensante y significativa está recubierto, él mismo, por mi lengua? Y bien sabemos la fuerte carga conceptual y cultural que permea nuestro idioma.
(d) La fenomenología y el empirismo lógico sólo cobran sentido en un contexto cultural determinado: el de la filosofía occidental. Y cada uno de ellos, si se asume como válido, es una carga teórica ineludible al momento de llevar a cabo la observación.
(e) Ser un observador objetivo implicaría que éste se encuentra fuera del mundo; sin embargo, esto no es así: el observador –y el filósofo- están inmersos en el mundo que pretenden estudiar.
(f) Por último, la historia nos muestra que ni la ciencia se lleva a cabo de esa manera, ni sus conocimientos son eternos. Una breve ojeada al proceder científico, nos mostrará que éste está plagado de errores, de suerte y, lo más importante: que la ciencia efectiva, real, difícilmente es positivista; muchas de sus conclusiones emergen de bases teórico-matemáticas. Además, ¿cómo explicar la sucesión de paradigmas de conocimiento? Si estos se patentan a lo largo de la historia, ¿por qué no suponer, como se ha mostrado, que el modelo científico que se pretende exaltar no es, él mismo, producto de la contingencia?
¿Cómo salvar todas estas dificultades? Una solución posible nos la brindará Maurice Merleau-Ponty: con él, veremos que el conocimiento es algo muy distinto de lo hasta ahora esbozado.
II. El relativismo de Maurice Merleau-Ponty: inevitable recursividad, imposible universalismo
En un puñado de hojas manuscritas, Georges Bataille transcribió el fragmento de una carta que Edmund Husserl dirigió a su hermana:
No sabía que fuera tan duro morir. Y, sin embargo, ¡me he esforzado a lo largo de mi vida de eliminar cualquier futilidad…! Justo en el momento en que me siento totalmente invadido por la sensación de ser responsable de una tarea… Justamente ahora que llego al final y que todo ha terminado para mí, sé que tendría que volver a comenzar todo desde el principio (Bataille, 2001, págs. 70-71).
Las líneas anteriores, además del estremecimiento que provocan, resultan sorprendentes en su conclusión, más aún por haber sido redactadas por un hombre que inició una y otra vez su sistema. Es cierto que, a lo largo de sus diversas elaboraciones, la fenomenología husserliana no sufrió virajes de una radicalidad tal que la volviesen extraña a sí misma; sin embargo, en la última obra publicada por Husserl, Crisis de las ciencias europeas y le fenomenología trascendental (1984), el filósofo moravo dio con un concepto que, en cierta manera, puso en entredicho al ego fenomenológico y a sus datos puros: el concepto de Mundo-de-la-vida (Lebenswelt), el cual amenazó con dirigir a la fenomenología, desde sus inicios fundacionalistas hasta su opuesto, un relativismo ineludible. Tras la muerte de Husserl, quien supo desarrollar el concepto a cabalidad fue el filósofo francés Maurice Merleau-Ponty.
En su obra Fenomenología de la percepción, Merleau-Ponty hace a un lado cualquier forma de ego trascendental y de observador objetivo para situarnos ante eso que todos –científicos y no científicos, epistemólogos y no epistemólogos- somos: conciencias, sí, pero conciencias encarnadas y situadas en un contexto cultural ineludible. Analicemos esta afirmación punto a punto.
Para Merleau-Ponty, la distinción entre Sujeto y Objeto, propia de las epistemologías modernas, resulta insostenible: el observador determina a su objeto al interactuar con éste y a la inversa, el objeto existe en el observador. Esta visión está claramente influida por la fenomenología tradicional, para la cual la unidad cuantitativa mínima es el fenómeno; en éste es posible distinguir, sólo en términos cualitativos, dos polos: el noema y la noesis, es decir, una cosa que dona de sí a una conciencia, y una conciencia intencional, dirigida siempre a sus noemata. En este sentido, conocer no puede ser un acto pasivo sino una suerte de construcción personal llevada a cabo por el sujeto cognoscente, el cual, a su vez, no puede quedar incólume tras el acto de conocimiento.
Por otra parte, la epistemología moderna, así como la ciencia, han asumido siempre un atomismo velado: lo que conocen son los objetos unitarios, aislados de su entorno. En este punto, la visión de Merleau-Ponty es relevante: si el objeto es tal y como aparece, es por su contigüidad con otros objetos, los cuales, a su vez, lo determinan.
Además, antes que egos inmateriales, los conocedores, los hombres, somos cuerpo como tal, sin escisión de ningún tipo. Esta afirmación es de una radicalidad sorprendente pues disuelve de golpe las discusiones no sólo entre dualistas y monistas sino, más aún, entre empiristas e idealistas: si yo soy mi cuerpo, mis conocimientos no pueden ser objeto de una clasificación bien delimitada entre “contenidos conceptuales” y “contenidos empíricos”; incluso: el término “contenido” resulta inadecuado: si yo soy mi cuerpo, soy apertura al mundo; así, me defino antes por el “afuera” que por el “adentro”.
A ello hay que aunar que, para Merleau-Ponty, el cuerpo no es un cuerpo sin más: el cuerpo dota de sentido al mundo, a la vez que el mundo cultural le dota de sentido a sí. De esta forma, el conocimiento resulta poseer un fuerte carácter social. En este sentido, la epojé y la objetividad resultan meras ensoñaciones: nos es imposible deshacernos de prejuicios; si es que podemos obtener conocimientos de cualquier tipo, es, de hecho, gracias a la patencia de éstos.
Ahora bien, en su brevísimo ensayo “Neo-pragmatismo, realismo y verdad”, el norteamericano Ernest Sosa (“Ernesto”, al momento de su publicación, cuando aún era cubano) resume en una tesis concisa la posición del relativismo de carácter cultural: “(RC) la verdad y la racionalidad de las creencias resultan por completo de las reglas, normas y principios de razonamiento de la cultura propia y lo que éstos legitiman” (Sosa, 1992, pág. 17). Y al instante añade: “Pero tal relativismo cultural se autorrefuta”.
La autorrefutación es indiscutible pero, ¿esta objeción podría aplicarse de manera efectiva al trabajo de Merleau-Ponty? Nuestra respuesta es un rotundo “no”. La negativa descansa en el hecho de que la dicotomía naturaleza-cultura, physis-nomos, es disuelta por Merleau-Ponty en su obra. Tanto como en el caso de Marx, para Merleau-Ponty la naturaleza es naturaleza culturizada a partir de que es naturaleza para el hombre. Así, el conocimiento que pueda tener de ésta es ya relativo al carácter cultural del ser humano; no conocemos, entonces, la naturaleza; conocemos la naturaleza para nosotros.
Pero hay una pregunta inevitable: si el conocimiento está condicionado por una buena cantidad de elementos extraepistémicos, entonces, ¿desde dónde habla Merleau-Ponty? Al instante mismo de afirmar la relatividad epistémica, ¿el filósofo no está hablando, a la vez, de sí mismo? ¿Acaso no se anula, entonces, la pretensión de universalidad al momento mismo de fijar límites y establecer condicionantes a todo conocimiento? Si se pretendiese escapar a este problema, la objetividad debería ser enarbolada en la forma del metadiscurso; sin embargo, si el sujeto cognoscente está determinado por tales y cuales limitantes, entonces la solución resultaría imposible.
Toda epistemología, si es tal, si es un trabajo ya sea descriptivo, ya sea prescriptivo, debe ser reflexiva, es decir: para validarse a sí misma, debe cumplir con los criterios por sí misma establecida. En este sentido, toda epistemología resulta, inevitablemente, recursiva. Si esto es así, entonces el trabajo de Merleau-Ponty no puede aplicarse a todo conocimiento, en tanto es el producto de un hombre nacido en Francia que se formó como filósofo, que tuvo tales y cuales experiencias que le hicieron ser quien fue; su epistemología, entonces, no puede ser exportada a otras latitudes más allá de las que le permearon.
Por lo anterior, es necesario que toda investigación en torno a los condicionantes del conocimiento se afirme, a su vez, como la patencia de una imposibilidad con dos rostros: la imposibilidad del conocimiento absoluto y la imposibilidad de predicar cualquier cosa del conocimiento cuantificado en términos universales. En este sentido, la investigación en torno al conocimiento, al estar sujeta ella misma a sus propias afirmaciones, parecería conducirnos o bien a la aporía que anule toda forma de epistemología, o bien a la necesaria búsqueda de un adjetivo que restrinja los alcances de la investigación, afirmándola como un conocimiento local, transitorio y limitado. Sin embargo, hay una tercera opción: ¿Y si, en realidad, hemos asumido sin cuestionamientos que los procesos efectivos del conocimiento deben obedecer a esquemas lógicos? ¿Es posible que el conocimiento, antes que un corpus proposicional, sea una práctica que no obedece a leyes racionales fijas? Seamos aún más radicales: ¿Y si el conocimiento no es un fenómeno epistemológico? La filosofía analítica tradicional siempre miró con sospecha al pensamiento hegeliano –baste recordar la irónica entrada de Hans Reichenbach a su libro La filosofía científica (1981, págs. 13-14). Sin embargo, por sorprendente que parezca, el proceder analítico ha tomado por bandera a la archicitada frase que el filósofo de Stutgart, haciendo ecos de Platón, plasmó en el Prefacio a su Filosofía del derecho: “Lo que es racional es real; y lo que es real es racional” (Hegel, 1985, pág. 14). ¿Qué hacer?
El hipogeo secreto, de Salvador Elizondo, cuenta la historia de una secta ocultista que está en pos de la divinidad, encarnada en una mujer –Mía- que los sueña. Mía es el personaje “de un libro cuya clave se ha extraviado y cuyo desciframiento depende de datos equivocados, de investigaciones erráticas, de impresiones falaces […]” (Elizondo, 2000, pág. 11); alcanzar el conocimiento de la existencia, brotada de sus espacios oníricos, no se trata sino “de un juego complicado. Todo. Nosotros. Un juego que consiste en descifrar las reglas de un juego que ya hemos venido jugando” (pág. 95).
¿Qué designamos con el verbo ‘conocer’? Antes y fuera de cualquier cuestionamiento filosófico y su ulterior respuesta, el término designa algo cotidiano y, en tanto tal, ajeno a categorías epistémicas: conozco objetos, conozco palabras, conozco personas. Los cuestionamientos que yo pueda hacer al respecto sólo pueden ser considerados epistemológicos una vez que me he enganchado con una determinada tradición –la de la Filosofía- sólo en la cual sé que esas prácticas efectivas son problemáticas. Pero, si el conocimiento es algo que practico de continuo, entonces debo volcar la vista antes a esos usos cotidianos y efectivos del término, que a los esquemas que he aprendido de la Filosofía analítica. Es posible que el conocimiento, como fenómeno global, no sea tan racional como se ha supuesto.
A manera de conclusión
La exposición y el análisis anteriores nos han permitido dilucidar algunos puntos importantes. Como hemos visto, el fundacionalismo se sostiene sobre un dogma histórico y enfrenta serios problemas de carácter lógico; el relativismo, por su parte, si bien nos enfrenta con una cantidad de problemas mayores, podría ser salvado sólo si nos deshacemos de viejos esquemas de pensamiento, esquemas que parecen fundamentarse, ellos mismos, sobre el dogma fundacionalista.
Cuanto hemos escrito, sin embargo, está lejos de encontrar una conclusión satisfactoria: antes que nada, es necesario que nos aboquemos a la lectura y el análisis del texto completo de Merleau-Ponty.
Por otra parte, en este breve trabajo no fue abordada una buena cantidad de temas que se desprenden de la Fenomenología de la percepción; para cerrar, mencionaré dos de éstos que me parecen verdaderamente relevantes y que sería de gran interés desarrollar, tal vez, en la tesis de Maestría.
El primero de ellos, propio de la Filosofía de la ciencia de corte analítico y la Filosofía de la mente, tiene que ver con el problema de la explicación. Desde el fisicalismo carnapiano hasta el materialismo eliminativo de Paul y Patricia Churchland, se ha asumido que la pluralidad de explicaciones en torno a lo mental son engañosas: en el fondo de esta profusión, subyace una y sólo una explicación verdadera a la cual es posible reducir el resto, ya sea por Navaja de Ockham o por el llamado “método arriba-abajo”. En el trabajo de Merleau-Ponty, en cambio, el reduccionismo –incluso husserliano- es hecho a un lado: el filósofo francés da voz a una gran cantidad de datos obtenidos de diversas disciplinas. Esto resulta sorprendente en un fenomenólogo –recordemos las palabras de Edith Stein en su tesis doctoral Sobre el problema de la empatía: “[el] objetivo de la fenomenología es la clarificación y, con ello, la fundamentación última de todo conocimiento […] Ante todo, no hace uso de los resultados de ciencia alguna” (Stein, 2004, pág. 19). Entonces, ¿qué clase de fenomenología es la de Merleau-Ponty? ¿Cómo asume, en particular, el trabajo fenomenológico? Además, y en términos más generales, ¿cómo concibe al objeto de estudio y de qué forma entiende la explicación científica? ¿De qué manera pueden engarzarse la gran diversidad de datos preservando, a la vez, su verdad? Al respecto, me permitiré lanzar una hipótesis que sólo podrá verificarse a partir del estudio cabal de la obra: es posible que en Merleau-Ponty encontremos las primicias de la complejidad del objeto –esto es, que el objeto no es, en sentido estricto, unitario- y de la interdisciplinaridad, conceptos que, en nuestros días, han cobrado gran relevancia.
El segundo tema, atado en cierta manera al anterior pero de una naturaleza harto distinta, compete a las relaciones entre la Filosofía social y política, por un lado, y la Filosofía de la ciencia y la Epistemología, por el otro. El problema podría plantearse así: ¿Es posible que exista un paralelo entre los ideales políticos y sociales de una sociedad determinada –la occidental- y los valores epistémicos que imperan en ésta? Es interesante notar que en la época de los absolutismos, contemporáneos al surgimiento del capitalismo y a su ideal del individuo que, por sus propias fuerzas, es capaz de amasar grandes fortunas, aparecen epistemologías como la cartesiana, en la cual el sujeto cognoscente cobra una importancia tal, que el solipsismo asoma tras sus líneas. A la vez, en los últimos decenios, el auge de los discursos filosóficos en torno al multiculturalismo (Charles Taylor, Will Kymlicka) y la justicia distributiva (Amartya Sen, Ronald Dworkin) parece ir aparejado al éxito epistemológico de la complejidad, de la interdisciplinaridad y de la democratización de los saberes (pace Edgar Morin). Ahora bien, si este paralelo es constatable, lo que debería esclarecerse es cómo se relacionan las esferas de lo sociopolítico y lo epistémico, si existe una mutua determinación o un nexo causal entre ambas o, claro, si ambas obedecen a algo más, ajeno a ellas. Es claro que el aparato teórico de Michel Foucault podría responder al problema; sin embargo, su solución no sería satisfactoria: si la episteme –en sentido foucaultiano- da forma al saber y limita los alcances históricos del conocimiento, entonces o bien la afirmación es formulada desde una posición privilegiada –es un metadiscurso ajeno a lo que él mismo afirma y el observador resulta, por un medio no comprendido en la afirmación, objetivo- o bien la universalidad de la afirmación se autorrefuta. Más aún, ¿desde dónde hablo yo? Es indiscutible: falta mucho por pensar.
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