La eternidad en el sofá
Emilio García Cuevas
Justo ahora,
en la soledad del sofá,
al cenit de la convulsión
haces falta como espejo
–¿A quién más si no a ti,
toda ojos y labios clandestinos,
brazos y lengua a la sombra,
a quién si no a ti
he de relatarme
para que hagas con mis huesos
abalorios de letras?
Podría contarte de
la bruma de mis olvidos,
la nube gris del miedo y de la tristeza
sin imagen que las ate.
Podría contarte
cómo conocí a mi padre
–de la ceguera de mi madre
y del monstruo que la habita.
Podría contarte
del amor por los hilos lunares
que escupen su paraíso
en los caudales de la sangre.
Podría contarte
del horror de mi desnudez,
con toda su miseria trazada
sobre el espejo.
Podría contarte
cómo los años gritan
que la soledad no es un estado
sino una cualidad de los seres.
Podría contarte
de mis transmutaciones
de cómo la carne se me ha hecho tierra
hasta convertirme en isla
–isla en medio de las carcajadas químicas
isla que mira a los lejos los brazos agitarse
y recibe el murmullo de las voces lejanas
siempre apaciguadas por los vientos salados.
Debería contarte
Debería hacer el intento
por darle sonido a los rostros
que he abandonado aquí y allá
retazos de mí
olvidados en alguna habitación
desperdigados por las banquetas
clavados sobre los muros
de esta memoria que palidece con los años,
que se desmorona en pedazos
de días y perfiles y cuerpos hechos polvo.
Recuerdo:
Llega la mañana.
El cuarto de hotel amanece.
Afuera: el frío y la gasolinera.
Aquí: tú, que duermes
el silencio,
la primer bocanada de humo,
la resaca.
El mar, al retirarse, deja olvidados sobre la playa
los despojos de su vientre:
conchas, algunos peces muertos, líquenes,
la tristeza de una medusa que perdió el volumen
Así,
con la luz descubro los indicios del sueño
en la humedad de las sábanas
y en el aroma de tu cabello incrustado sobre mis labios.
Después:
El ejercicio alquímico de cruzar tiempos,
caminando contigo por las calles de mi infancia
para pintarlas con tus pasos,
el café
y tu partida.
Ahora,
tirado sobre el sofá
mientras la tarde se diluye sobre el cristal
pienso que debería contarte cómo mi vida
condujo hasta este momento.
Pero no:
Prefiero aguzar el olfato,
cerrar los ojos,
y reconstruir, sobre el rojo de los párpados,
la afluente nocturna
y rumorosa con que tu cabello
te empapa los hombros,
el llano de tu vientre,
los resquicios de tu cuerpo,
para asirlos en la eternidad del presente,
antes que el olvido me oxide
antes que el olvido
que devora divinidades e imperios
me robe para siempre
esta ciudad que te sabe
y este sofá que te piensa.
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