viernes, 12 de marzo de 2021

Robert Louis Stevenson

 

 


La isla del tesoro

 

Prólogo

 

La lectura es un deleite pero, como todos los placeres, puede convertirse fácilmente en vicio. La filósofa italiana Giulia Sissa afirma que las adicciones se encuentran siempre ligadas a una experiencia fundante; así, cada nueva dosis es un acto de añoranza, una acción por medio de la cual se intenta recrear el contacto originario, esa primera vez que, en la historia personal del adicto, cobra tintes cosmogónicos –y es claro que el vicio de la lectura posee una formalidad semejante; así, el lector encanecido busca, detrás del Quentin Compson faulkneriano, a Sandokan, el valiente “Tigre de Malasia”; y la Fenomenología del Espíritu, de Hegel, se le revela como el libro de viajes de la conciencia por los mares que la han de conducir hasta el tesoro de su identidad con el objeto.

   La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson, es uno de esos libros que suelen inaugurar una vida de amor por la literatura; el lector maduro recordará de su infancia no sólo las caricias maternas y el odio por las verduras: también guardará en la memoria –esa memoria que hace vida, como enseña Bergson- el frío del acero contra la palma de la mano y el sabor salado de la brisa, antes del último asalto. ¿Quién, tras dejar el libro a un lado de la cama, apurado por la voz materna, no cerró los ojos y soñó con proezas filibusteras? Durante los juegos infantiles, ¿cómo contener el grito de “¡Al abordaje!”, santo y seña de todo corsario que se precia de ser hombre de acción?

   Como pocas obras, La isla del tesoro guarda un lugar privilegiado que entrecruza la historia de la literatura universal, esa historia de larga data que atraviesa siglos y latitudes, con las historias personales de la literatura –historias privadas, lejanísimas de toda reflexión filológica y docta, y para las cuales el único canon es el asombro. Esta maravilla se hace evidente en la influencia que la obra ejerció en un sinnúmero de escritores, desde Gilbert Keith Chesterton, hasta Jorge Luis Borges. Pero, ¿quién fue Robert Louis Stevenson, el genio capaz de componer una pieza de un talante semejante? ¿Qué trayectoria vital debió seguir ese hombre que fue capaz de marcar con huella indeleble a todas las generaciones de lectores que le han sucedido? 

   Robert Louis Stevenson nació el 13 de noviembre de 1850 en Edimburgo, cuna de otras grandes plumas, como la de Walter Scott y de Sir Arthur Conan Doyle. Stevenson provenía de una familia de ingenieros de faros: su abuelo fue el afamado Robert Stevenson, quien construyó, entre otros, el faro de Bell Rock, en la costa escocesa de Angus; su padre, Thomas Stevenson, es considerado uno de los grandes ingenieros escoceses no sólo por sus diseños de faros, sino también por la construcción de la pantalla meteorológica que lleva su nombre. Durante sus primeros años, la imaginación del pequeño Robert fue estimulada por esos ascendentes que dedicaron la vida a trazar senderos luminosos sobre las aguas, por los relatos bíblicos escuchados en la Iglesia presbiteriana y por las aterradoras historias populares que le narraba su niñera, Alison Cunningham, a quien Stevenson dedicó su colección de poemas infantiles A Child’s Garden of Verses (“Un jardín infantil de versos”)

   La vida de Robert Louis Stevenson estuvo marcada por la enfermedad, la cual, si bien se manifestó desde su infancia, en sus veintes degeneró en una tuberculosis que le acompañaría hasta el final de sus días; por ello, los estudios de Stevenson siempre fueron irregulares: cortas temporadas en escuelas locales, clases privadas, un breve periodo de matrícula en Ingeniería náutica y, más tarde, en Derecho. 

   La primera obra de Stevenson, Pentland Rising, fue publicada en 1866. En ésta, se hacía patente la influencia de Walter Scott, el gran novelista histórico inglés, y la admiración del joven Stevenson por los covenanters, grupo de presbiterianos escoceses que defendieron su fe, durante el siglo XVII, contra el catolicismo esgrimido por la corona española. Sin embargo, y a pesar del apoyo paterno para la edición, Pentland Rising pasó sin pena ni gloria.

   A los veintiséis años, Stevenson conoció a Fanny Osbourne, norteamericana de treintaiséis, separada y con dos hijos, con quien cuatro años más tarde contraería nupcias. A partir de entonces, la vida de la nueva familia fue una larga odisea que los llevó de California a Edimburgo, después a Davos, en Suiza, a Dournemouth, en Inglaterra, a Nueva York, a San Francisco y, finalmente, a la isla de Upolu, en Samoa, donde Tusitala –“el que cuenta cuentos”, según la lengua del lugar- vivió hasta su muerte, acaecida en 1894.

   La obra que legó Robert Louis Stevenson es de una vastedad sorprendente; en ella se incluyen novelas, cuentos, poesías, libros de viaje y ensayos, de entre los cuales, las más conocidas son las novelas La isla del tesoro, de 1883. y El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, de 1886 –de ambas, la primera tiene una importancia capital en la bibliografía del autor pues fue a partir de ella que Stevenson saltó a la fama y se convirtió, en vida, en uno de los autores más leídos de todos los tiempos.

   Una conmovedora anécdota narra el origen de La isla del tesoro: durante unas vacaciones familiares en Braemer, en el concejo de Aberdeenshire, Stevenson comenzó la redacción de la obra a partir de un mapa que dibujaron él y su hijastro, el más tarde escritor Lloyd Osbourne, durante una obligada reclusión en la casa de verano familiar, debido al lluvioso clima escocés. Desde su primera publicación por entregas en la revista infantil Young Folks, la obra fue un éxito.

   La isla del tesoro apareció en un contexto literario singularmente fructífero: aquel en el cual, si bien aún son patentes los ecos del romanticismo, la literatura inglesa da sus primeros pasos hacia la narrativa moderna. La literatura inglesa del siglo XIX fue capitalizada por el romanticismo que, en tierras anglosajonas, tuvo marcadas peculiaridades y contó en su cielo con una constelación de nombres brillantes, entre los cuales destacan Samuel Coleridge, William Wordsworth, John Keats, Mary y Percy Bysshe Shelley, y, por supuesto, George Gordon Lord Byron. Desde las primeras obras románticas aparecidas en Gran Bretaña, el mar estuvo presente como telón de fondo –ejemplo claro de ello es la fundacional The Rime of the Ancient Mariner (“La rima del antiguo marinero”), de Samuel Coleridge, publicado en 1798, y el clásico The corsair (“El corsario”), de Lord Byron, de 1814. Sin embargo, a partir de la emergencia de la novela de aventuras, el mar cobró una valía inigualable en la obra maestra del norteamericano Herman Melville, Moby Dick, de 1851. La isla del tesoro, deudora de esta herencia, se inserta en el panorama inmediato de la literatura victoriana, periodo en el cual se engloban las obras aparecidas entre 1837 y 1901, bajo el gobierno de la reina Victoria; así, si bien en La isla del tesoro se patenta una clara continuidad con respecto al romanticismo y la novela de aventuras, la obra posee características que la distinguen de sus predecesoras.

   Una de las cualidades de la literatura victoriana fue su aliento moral, propio de la cultura de la época, el cual se expresó por medio del auge de la novela de aprendizaje –la llamada Bildungsroman, término acuñado a principios del siglo XIX por el filólogo alemán Johann Morgenstern. La isla del tesoro recrea un tema inmemorial, presente desde el peregrinaje de Gilgamesh en busca de la juventud y las andanzas de Jasón en pos de vellocino de oro: el viaje que tiene como fin un bien. La isla del tesoro narra la historia de Jim Hawkins, el joven hijo de los posaderos de “El Almirante Benbow”. Hawkins recibe la sorpresiva visita de un huésped inusual: el viejo lobo de mar Billy Bones, quien, borracho y malhablado, no posee más que una profunda cicatriz en la mejilla y un misterioso cofre. Tras recibir amenazas que hacen evidente la importancia de ese cofre, Billy Bones muere. Ante el suceso, Jim y su madre hurtan el cofre, y descubren aquello que catapultará la aventura: el mapa de la isla donde el fallecido Capitán Flint guardó su tesoro. En este marco, las hazañas del joven Jim le enseñarán el valor de la camaradería y del arrojo –y, a la vez, las nefastas consecuencias que acarrea la avaricia.

   Nos encontramos, pues, ante un monumento de la literatura universal que, si bien se presenta como una novela juvenil, no busca un lector específico: cualquiera podrá gozar de las aventuras y los peligros que el océano y sus habitantes encierran –aquellos que no tienen más patria que la mar, parafraseando los hermosos versos de José de Espronceda-; además, la narración directa y amena de pasajes memorables, plagada de personajes bien delineados –algunos heroicos, otros amorales- se antoja un espejo para conocer eso que somos y que podemos ser: seres humanos valientes algunas veces; otras, ambiciosos y violentos. 

   A veces, solemos menospreciar la literatura juvenil, reduciendo su adjetivo a un sinónimo de “menor”, de “sencilla”, como si sólo la oscuridad fuese el principio estético y la expresión de lo profundo del pensamiento; sin embargo, los grandes clásicos marineros –Lord Jim, de Joseph Conrad, La narración de Arthur Gordon Pym, de Edgar Allan Poe, el monumental Moby Dick, de Herman Melville, y, por supuesto, La isla del tesoro, que a continuación presentamos- son obras de una riqueza tal que sus páginas, tanto como la mar que en ellas se encierra, son abismos plagados de belleza en los cuales, sin importar la edad, el buzo encontrará su propio reflejo.







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