lunes, 8 de marzo de 2021

Retazos

 

    Durante más de un siglo, la investigación en torno a la servidumbre voluntaria se ha centrado en las nociones de “ideología” y de “enajenación”, ambas encuadradas en la teoría marxista; por ello, antes de dar cualquier paso, es necesario someterlas a crítica. Según el marxismo tradicional, la estructura social puede describirse como una base material, integrada por el modo y las relaciones de producción, y una superestructura, la cual subsume al Estado, las leyes y la ideología; ésta última, así, es consecuencia de las peculiaridades económicas, las cuales ayuda a reproducir por medio de la naturalización del sistema, naturalización que forja en los gobernados una “falsa conciencia”. Como intentaremos mostrar, por su carácter mismo de “filosofía de la praxis”, de pensamiento actuante, de un filosofar que se entrelaza a la acción social al punto que se borran los límites entre una práctica y otra, el marxismo concibe a la ideología no sólo como un concepto sociológico sino, a la vez, epistemológico: la ideología explica los discursos mistificadores, sí, pero también y en un mismo movimiento, dota de cientificidad al materialismo dialéctico. Los movimientos liberadores serían, de esta forma, movimientos racionalizadores: la liberación presupone una toma de conciencia –de conciencia del error cometido al suponer verdadero lo que no lo es. Sobre esta base, el partido y el intelectual revolucionario cobran una importancia central: son ellos quienes saben, quienes detentan la verdad, y, por tanto, tienen la “misión histórica” de instruir a la masa enajenada. Bajo esta óptica, los problemas surgen a la luz: para el marxismo, el proletariado es el sujeto de emancipación y la clase revolucionaria; sin embargo, su condición bajo el capitalismo sólo puede ser anulada si acepta someterse a un nuevo guía –y ya conocemos las consecuencias hacia las cuales pueden conducirnos estos paternalismos: hay una fractura profunda entre los discursos teóricos y las prácticas políticas efectivas, entre los afanes de liberación marxistas y los 1.8 millones de camboyanos asesinados entre 1975 y 1979 por Pol Pot y sus jemeres rojos. Y los problemas no cesan ahí: si el factor determinante son las ideas, el conocimiento de una condición específica y de un futuro de emancipación, ¿hasta qué punto podemos afirmar que el marxismo es materialista? En las versiones estructuralistas, como la elaborada por el filósofo francés Louis Althusser, los problemas resultan aún más evidentes. Althusser, al pretender afirmar el materialismo de la visión social marxista y eludir así el problema anterior, propone la noción de “aparato ideológico de Estado”. Según éste, la ideología no es una entidad fantasmal sino que se encuentra “encarnada” en instituciones específicas, tales como la iglesia, los medios de comunicación o la escuela. Al instante, surgen dos cuestionamientos: por principio, si la cohesión de la sociedad como institución exige la presencia de estos aparatos, ¿cómo es que éstos, a su vez, pueden mantenerse unidos y reproducirse? El argumento corre el peligro de prolongarse ad infinitum (Zizek). Por otra parte, Althusser sugiere que la ideología es inconsciente; si esto es así, ¿cómo es posible su tematización? Más aún, ¿cómo podríamos afirmar que el intelectual revolucionario y el líder del partido occidentales –miembros, ambos, de una sociedad capitalista- se encuentran libres de todo rastro ideológico?  Bajo la premisa dada, ¿no sería el marxismo una expresión que presupone la ideologización capitalista? ¿Habría espacio para la posibilidad de libertad? 

   Sin embargo, podemos entender las cosas de otra manera: es urgente repensar los rasgos epistemológicos del concepto de ideología y abandonar el dualismo, fundamento de las discusiones entre materialismo e idealismo. ¿Cómo llevar a cabo la primera tarea? Franco Berardi define la ideología como “una tecnología teórica cuyo propósito es dar soporte a objetivos sociales y políticos específicos” (2014: 98); esto es: una ideología es un régimen de verdad articulado a manera de teoría y que brinda contenido e impulso a objetivos ajenos al puro conocimiento. Una definición semejante presenta diversas peculiaridades: así, tal y como está enunciada, anula toda negatividad y coloca las diversas producciones de verdad en relación horizontal –este movimiento lo encontramos, por ejemplo, en Lenin, quien, en su clásico ¿Qué hacer?, antepone la “ideología socialista” a la “ideología burguesa” (1979:18). Por otra parte, conviene cuestionar el uso extraepistemológico que, según Berardi, posee la ideología pues, ¿acaso ha existido una tecnología teórica que no posea “objetivos sociales y políticos”? Bajo esta visión, “ideológica” sería no sólo la “economía burguesa”, foco de estudio de Berardi en el ensayo citado: ideológicas serían también las ingenierías y la teoría marxista, guiada, ésta última, por el principio de “cambiar el mundo”. Pues bien: esta horizontalidad es un comienzo; sin embargo, podemos avanzar aún más allá.

   La noción de “verdad” es lo suficientemente amplia como para limitarse al estrecho marco de las disciplinas académicas; una delimitación semejante es consecuencia de una visión platonizante y casi mística de lo verdadero: lo verdadero como aquello que está allí, que ha de descubrirse y que existen caminos específicos –métodos- para develarla. En la modernidad, estos caminos no son más los del rezo o la reflexión, estadios superados por la humanidad, según Comte, sino los de las ciencias y sus diversas parcelas, cada vez más estrechas y diferenciadas.

De esta manera, el nexo relevante de la ideología no es aquel que establece con las ciencias sino con la cultura –tal sería el “concepto total” de ideología esbozado por Karl Mannheim (2012). La verdad, según su imagen platónico-cientificista, no tendría por qué ser criterio alguno para la identificación de lo ideológico: lo ideológico sería, más bien, aquello que desvía los deseos hacia la anulación de la potencia de la multitud; aquello que agota el deseo en lo dado y lo fugaz.  

En las sociedades contemporáneas, parece que los elementos que usualmente podríamos calificar de “ideológicos” no son creaciones concebidas por los estrategas reclutados por las altas esferas del poder; figuras como la del cool hunter dejan entrever que eso que podríamos llamar “ideología” se encuentra íntimamente ligado a la cultura; y más aún: ¿cómo podemos entender lo verdadero? El problema de la noción de ideología es su aspecto epistemológico, un aspecto que se ata a una tradición de pensamiento antiquísima: la dicotomía falsa superficie / contenido verdadero. Necesitamos una teoría alternativa al marxismo tanto tradicional, como estructuralista, pues la ideología parece adecuarse más a un régimen totalmente diferente que el planteado por estas líneas de pensamiento: el de producir a partir de la producción; el deseo que produce agenciamientos, los cuales, a su vez, son captados y sobrecodificados por los nodos de poder, y vueltos hacia la masa. Pensemos en un ejemplo claro: el punk. El punk nace a finales de los años setenta como una forma de reacción juvenil contra la crisis económica y los valores imperantes en la sociedad inglesa; la música, la vestimenta y la actitud ante los otros codifican, a la vez, el descontento con un estado dado y una subjetividad alternativa. Y he aquí lo sorprendente de la máquina capitalista: capta estos códigos negativos e invierte su polaridad, sobrecodificándolos por medio del valor de cambio.

 

Lo característico de la alienación es su perspectiva temporal

 

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