lunes, 8 de marzo de 2021

Un baile

 


 

La medianoche quedó atrás y, a pesar del invierno, una llovizna tibia parece desatarse al interior del salón; arriba, una película de agua recubre el techo de lámina: el calor y los movimientos corporales han llegado a tal punto que el sudor de todos se adhirió a la superficie que nos contiene. Estoy en una “reggaeton night” (así lo anuncia el cartel), en Bosques de Aragón, y las escenas son las usuales (usuales, según pude corroborar por mi investigación previa en Youtube): una joven, inclinada hacia el frente, dibuja círculos con la cadera sobre el pubis de su pareja, quien bebe cerveza de un vaso escarchado con chile; más allá, un muchacho de gorra inmensa habla a gritos -inaudibles pero delatados por la tensión del cuello-, intentando hacerse oír en medio del estruendo musical; en tanto, su interlocutor, de mirada vidriosa, rodea su nariz con el dedo índice y asiente. A un costado, un grupo revela su entusiasmo súbito con un grito agudo: cámara en mano, uno de los organizadores documenta para Youtube la celebración. Intercambia palabras con los jóvenes y, sin más, una de las chicas flexiona ligeramente las piernas y comienza a mover la cadera, dirigiendo los glúteos hacia la lente; tres o cuatro manos diferentes entran en acción: algunos la nalguean; otros pellizcan sus carnes y derraman cerveza sobre éstas y, unos más levantan la falda, dejando al descubierto la piel casi desnuda. La joven se da vuelta sin dejar de bailar, cubre sus pechos con las manos y los agita, siempre dirigida hacia el ojo de cristal. El camarógrafo da un paso atrás, mira la pantalla del aparato y sonríe; tras una fugaz despedida, el grupo vuelve a la tranquilidad.  Miro al grupo y sonrío; el joven que está a mi izquierda extiende su vaso de cerveza  y lo choca amistosamente con el mío. Le pregunto: “¿Te gusta venir al reggaeton?”. Responde: “¡A huevo! ¡Está bien chingón!”. “¿Y qué es lo que más te gusta de venir?”. “Me late porque no sé qué pueda pasar”. “¿Cómo?”, respondo. “Sí: un piquete (la mano derecha sostiene un cuchillo invisible con el cual apuñala el aire) o un piquete (los puños a la altura de la cadera, la cual se mueve hacia el frente y hacia atrás, simulando la cópula)”. Ríe. 

   Mi nombre es Sebastián Torres y, desde hace un par de meses, soy reportero de una revista electrónica. De mí, no hay gran cosa qué decir: tengo treinta y cinco años, y me licencié en filosofía hace seis. Durante varios años trabajé como profesor pero, después de una buena temporada de sequía laboral, decidí dar un giro en mi vida: así es como llegué al periodismo. Alguna vez pensé que no existía nada  nada más satisfactorio que estar frente a un grupo; el desempleo me ayudó a darme cuenta de que no es así y les diré por qué. Por aquel entonces, estudiaba un doctorado en pedagogía -más  por obtener el título, que por un verdadero interés en el área. Un día, un buen amigo me escribió por internet. El mensaje me sorprendió pues hacía muchos años que no hablábamos; no estábamos molestos ni mucho menos: simplemente, nos habíamos olvidado el uno del otro. Más allá de los saludos y la línea y media de cortesías, el mensaje era una invitación a una comida familiar que se llevaría a cabo el sábado siguiente. 

En casa, a pesar de la borrachera, no pude conciliar el sueño: ¿Qué pasó con mi vida? ¿Qué hice mal? Hijo de maestros, crecí con la idea de que el estudio arduo me daría una buena vida, sin embargo, era claro que estaba equivocado. Pensé que, tal vez, mi error fue la elección de carrera. Desde Aristóteles, se sabe que la filosofía es quehacer de quienes no tienen qué hacer; nosotros, la masa anónima, estamos condenados a los estudios técnicos -¿No es así, General Cárdenas? Debí de estudiar una ingeniería, pensé, enrolarme en alguna empresa y dar soporte a sus servicios. Sí, me equivoqué: en éstos, los tiempos del “cognitariado” -según la risible expresión del postobrerismo italiano-, los humanistas somos un cero a la izquierda. Claro, de no haber estudiado filosofía, no hubiese sido capaz de explicar mi situación. Seguramente pensarán: “Un momento, payaso, hay espacios para la investigación y becas al por mayor”. Sí, claro: el problema, en este punto, es mi personalidad, en la cual se mezclan un poco de vergüenza y mucha rebeldía; me asusta el protagonismo y, a la vez, no me gusta ser lambiscón. En fin, tal vez era momento de seguir a Hans Schnier: tomar la guitarra, salir a la calle y comenzar a tocar -quienes gustan de Heinrich Böll saben a qué me refiero. Ya era tarde para corregir el camino: a esta edad, sería ridículo enrolarme en alguna ingeniería; además, lo mío es la lectura y la escritura -no sé hacer nada más, si es que, por lo menos, sé leer y escribir. 

   Dicen que el reportero se hace sobre la marcha, a golpes de miedo; yo elegí el camino opuesto: leí a Tom Wolfe, a Terry Southern, a Hunter S. Thompson y a Ryszard Kapuscinski, y me salí a la calle, a ver qué encontraba. 






En un relato memorable de G. K. Chesterton, el candoroso Padre Brown indaga una serie de crímenes para los cuales no existe sospechoso: la invisibilidad del asesino es tal, que, misteriosamente, los vivos devienen cadáveres justo ante las narices del religioso detective. Tras declararse incompetente, el padre Brown abandona el caso; sin embargo, mientras se aleja, confiesa la solución a su acompañante: el asesino es el cartero. ¿Cómo es que nadie lo notó? Existen personas -como los carteros- cuya presencia, de tan cotidiana, se diluye en las aceras y las fachadas: en ciencias sociales, tal es el caso de las clases populares. Revisen ustedes la producción de las licenciaturas y posgrados en sociología y en antropología: encontrarán kilos y kilos de papel impreso dedicados a comunidades indígenas (de Chiapas, los más) y a ciudades perdidas. Los cronistas somos otra cosa. Para nosotros, la ciudad habla 

 

-¿Dónde pongo a este güey? Ahí abajo van los barriles.

 

Ahí iba yo, recostado sobre las piernas de mis captores, Giovanni y el Ricas

 

-¿Qué haces, cabrón?

-No pos nada.

-¿Cómo que nada, si te estoy viendo?

-¿Cómo me vas a ver con esos lentes y aquí está oscuro?

-Ay, güey, entonces, ¿estoy pendejo o qué?

-Ah pues es sí no sé pero

 

-A ver, ponle una salsita y que la baile, a ver si de veras.

-¿Es en serio?-, dije, -¿Más estereotipado, por favor?

 

Los primeros acordes de “Quiero morir en tu piel”, de Willy González Si recuerdan la ca

   Miro por la ventana y la Avenida Central se despliga ante mis ojos. El espacio metaforiza la situación que viven los habitantes de Aragón: su vida transcurre entre uno de los pulmones de la ciudad, el Bosque de Aragón, y la Procesadora de basura, que inunda de cuando en cuando el aire con aromas nauseabundos 

 

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