Nadie puede querer destruir sin tener por lo menos una vaga idea, cierta o falsa, del orden de cosas que según él debería suceder al por entonces existente […]
Mijail Bakunin
El rechazo implica una toma de posición frente al mundo; sin embargo, es necesario resaltar un detalle: el rechazo que nos interesa no es el rechazo “común”, aplicado a una de las posibles alternativas que nos salen al paso en la vida cotidiana. El rechazo buscado, en cambio, es un caso específico, sui generis; un rechazo erigido como eje negativo y que, por ello, resulta un parteaguas que articula radicalmente la vida en un “antes” y un “después” –en este sentido, el rechazo propio del sujeto subversivo está más cercano a la “conversión”, que al mero acto de decidir lo que hemos de comer el día de hoy. Por lo anterior, vayamos un paso más allá y lancemos una hipótesis: existe un paralelo entre el sujeto subversivo y el “filósofo principiante” o “filósofo que comienza” de la fenomenología husserliana.
Para Husserl, la fenomenología trascendental no era una corriente de pensamiento más, atrapada en los confines de la academia y destinada a elaborar argumentos inteligentes para debatir posiciones contrarias: la fenomenología es, más bien, la vía de reconstrucción cultural que permitirá a los hombres alcanzar, por medio de la razón, la comunidad humana por excelencia. Según estos parámetros, ser fenomenólogo no puede ser un mero gusto, una simpatía pasajera o una labor limitada a las horas dedicadas por el filósofo al trabajo: la fenomenología exige una transformación radical del sujeto, una transformación que modifica la vida toda, la cual estará completamente abocada a alcanzar una meta: la obtención de conocimientos apodícticos e indubitables.
En la primera de las conferencias pronunciadas en la Universidad de Londres, en 1922, Edmund Husserl esbozó el concepto de “filósofo principiante”, punto de partida efectivo de la práctica fenomenológica.
En el parágrafo husserliano expuesto en el apartado anterior, encontramos:
Todas las certezas se organizan en la unidad de una certeza y, correlativamente, todo lo que para mí es se organiza en un mundo, con el que se relacionan en cada caso las líneas particulares de un afán transformador, de un afán operante en el más amplio sentido, que incluye también la praxis del conocimiento (Husserl, 1980: 321).
Si nuestra interpretación es correcta, el punto de arranque que hace del sujeto un “filósofo principiante” es el conflicto que exige del individuo la toma de posición.
Conocemos la afirmación: bajo los escombros de una racionalidad que se creyó capaz de liberarse a sí misma, entre los restos resquebrajados de los dos o tres navíos de utopía que soñaron con el instante en el cual sus predicciones –supuestamente científicas- se harían realidad, yace la bandera de la objetividad. La premisa epistémica que prima en nuestros tiempos afirma que conocer es una forma específica de actuar sobre el entorno, actuar siempre sobre la base de un sinfín de condicionales ineludibles, extendidos desde la cultura y la armazón teórica, hasta los intereses y las preferencias del autor; según lo anterior, la verdad no sería más la alétheia objetiva y autónoma, develada por el filósofo o el científico, quienes harían las veces de médiums en una suerte de sesión espiritista consistente en trasponer lo que es, al discurso explicativo.
El pensamiento crítico y las epistemologías relativistas han insistido en el carácter histórico y social del conocimiento –sin embargo, ¿qué decir de su dimensión afectiva? Diversas líneas de pensamiento insisten en que el punto de partida del filosofar posee siempre una dimensión anímica y afectiva específica: el asombro. La anécdota atribuida a Leibniz quien, de niño, se cuestionó con asombro “¿Por qué el ser y no más bien la nada?” es paradigmática para Heidegger, quien consideró que ese y no otro es el arranque del filosofar. En terrenos sociopolíticos, sin embargo, y en específico para el pensamiento crítico –marxista, anarquista, demócrata radical-, la búsqueda de explicaciones se catapulta a partir de algo totalmente distinto al romántico sobresalto ante el ser, y es el economista liberal Robert L. Heilbroner, en su clásica libro de divulgación, The Wordly Philosophers, quien lo señala, al afirmar que el Manifiesto del Partido Comunista, de Karl Marx y Friedrich Engels, fue “un grito nacido sólo de la frustración y la desesperanza” (pág. 134) –y, agreguemos, de la rabia, siempre presente en la escritura marxiana que, en una buena cantidad de pasajes, se desliza con bilis sobre la cuartilla. De ahí la pregunta: ¿es posible pensar desde el sentimiento pero, más aún, desde el sentimiento negativo? Y pensar no sólo como un acto que explique un fenómeno específico sino, más aún, pensar como parte integral de un proceder conducente a alguna forma de saber práctico, o mejor, a una filosofía de la praxis, una reflexión entrelazada a la acción, un movimiento que borre los límites entre lo epistemológico y la práctica social.
Veamos, pues, cuál es el camino que sigue el individuo en su conversión a sujeto subversivo. Por principio, ¿habría para su emergencia ese “una vez en la vida”, característico del “filosofo principiante? Además, ¿qué catapultaría esa resolución? ¿Existe algún tipo de experiencia específica que impulse al sujeto a derrocar en sí los “saberes” hasta entonces válidos, ahora revelados como ideológicos? Es posible que, dadas las particularidades de cada uno, no exista un género experiencial único, privilegiado y directamente conducente a la asunción del llamado a tornarse sujeto subversivo; empero, hay un cierto tipo de experiencia con un impacto tal que sacude al individuo, que violenta con una fuerza excesiva las sedimentaciones socioculturales que dan sentido a su devenir en actitud natural; una experiencia inclasificable, ajena al sentido, extraña: la conmoción provocada por la violencia y su efecto, el dolor, experiencias que, en un marco social, podemos conjuntar bajo el término de “injusticia”.
La experiencia directa de la injusticia me conmueve hasta la desesperación; por ello, la reacción inmediata ante ella es netamente emocional, pathetica, según el concepto propuesto por Bernhard Waldenfels.
La pregunta que me ha de conducir hacia el cambio radical es el porqué, el “¿cómo es posible que ocurra x?”. Si busco una respuesta en los discursos institucionales, en aquellos que permiten la reproducción del sistema, éstos serán refutados por la existencia de la x. Así, la experiencia de la injusticia abre una brecha profunda entre ésta y los discursos sedimentados, los cuales, de golpe, son puestos en duda y se me presentan como inciertos, no naturales sino naturalizadores. Por ejemplo, una afirmación como “todos los hombres son iguales y tienen los mismos derechos”, la cual se instaura como una verdad social evidente y que forma parte del “acervo social de conocimiento” (Schutz, 2009: 236), se resquebraja cuando observo mendigar a una indígena sobre la acera o al escuchar las burlas lanzadas por un grupo de jóvenes contra un homosexual. Por lo anterior, podemos comprender en qué sentido la experiencia inmediata de la injusticia sea anterior al sentido: las sedimentaciones sociales que me permiten dar sentido a los hechos particulares son contradichas por el suceso injusto.
La incertidumbre provocada por el hecho injusto particular exige del sujeto la búsqueda de explicación, de un discurso que llene el vacío de sentido que la incertidumbre de los discursos sedimentados ha dejado. En este punto hay, parece, dos vías de interrogación: una con respecto al
La idea de justicia y de negación adquieren un sentido nuevo, determinado por los discursos que sustituyen
Como señala David Graeber, los diversos puntos de vista en torno al problema confluyen en el “deseo común de entender la condición humana y de avanzar en la dirección de una mayor libertad” (Graeber, 2004: 40).
En el terreno de las demandas sociales, la negatividad no es un puro “no”
Recapitulemos lo que hemos obtenido hasta ahora: en su mero aparecer, la injusticia nos conmueve, esto es, la experiencia original de la injusticia es puro pathos –sorpresa, dolor, ofensa, odio- Y es en este punto en el cual se escinden el sujeto meramente ofendido del sujeto subversivo: en el primero, la experiencia de la injusticia se limita a la ofensa; el sujeto subversivo, en cambio, lleva a cabo la decisión fundamental de hacer suya la ofensa, de llevar a cabo una transformación de la existencia personal y dedicar su vida ya no a negar una injusticia particular, sino toda injusticia posible. Para ello, dado el tránsito del fenómeno a la esencia, la negatividad de todo posible particular tendrá co-presente un elemento positivo netamente ideal contemplado a futuro; de esta manera, la negación de toda injusticia posible cuenta con una segunda dimensión: negar x e y injusticias resultan, en su despliegue, un camino positivo en pos de la consecución del ideal.
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