miércoles, 17 de marzo de 2021

Breve fenomenología del artista subversivo: negatividad y estética infecciosa


                    Imagen obtenida de https://yociudadano.com.mx/noticias/15487/

 

En la presente investigación se analiza el antagonismo propio de la obra artística de contenido político, antagonismo que inscribe este tipo de piezas en el marco general de las demandas y los movimientos sociales; este cometido, sin embargo, nos exige atravesar varios problemas. En el primer apartado, se plantea la necesidad de comprender la demanda social en términos negativos. En el segundo apartado se argumenta que, si bien la negación y el rechazo conforman un marco general, la negatividad propia de la demanda social es de un tipo sui generis, al punto que su emisor más radical, el sujeto subversivo, puede ser entendido como una figura paralela a la del “filósofo que comienza” de la fenomenología; a la vez, se señalan dos características propias de la negación sociopolítica: su origen en una conmoción pathetica –según el concepto de Bernhard Waldenfels- que, una vez que adquiere sentido, troca en indignación; y la constante presencia de un elemento positivo implícito, el cual emerge a la superficie por medio de construcciones simbólicas –lingüísticas o de otro tipo. Por último, se muestra cómo la explicitación de la demanda puede tomar la forma de obra de arte, la cual, así, posee un carácter dialógico e infeccioso: responde negativamente a un hecho indeseable y, a la vez, busca generar reacciones en los espectadores más allá del instante de captación de la obra –en este sentido, podemos decir que obedece a una estética dialógica cuya intención se encuentra más allá del mero disfrute. 

   La articulación del argumento general es la siguiente: allende el rebuscamiento metafísico, las demandas sociales siempre son de carácter negativo, carácter evidente en el contenido semántico mismo del término “demanda”; sin embargo, la negatividad señalada implica a fortiori un correlato positivo, esto es: cuando un grupo dice “no” y lleva a cabo un acto de rechazo contra una determinada medida política, emisión lingüística y acto son catapultados por la conmoción y exigen la construcción u obtención de un basamento positivo, el cual conlleva una noción de justicia y una imagen ideal de cómo deberían ser las cosas –por vagas que ambas sean-; esta noción y esta imagen se hacen explícitas por medios simbólicos: bien por declaración lingüística, bien por otros formas. Ahora, si una vez satisfecha la demanda, el sujeto continúa con su vida cotidiana, entonces diremos que nos encontramos ante un “sujeto demandante”; si, por el contrario, la conmoción y la demanda llevan al sujeto a la búsqueda de explicaciones más generales, las cuales enmarquen la demanda particular en un orden sistémico injusto y, así, doten de una dimensión universal al sentido antes inmediato, entonces estaremos describiendo al “sujeto subversivo”. Como se mostrará, los actos que caracterizan a este último no pueden ser explicados por la negación y el rechazo propios de la actitud natural; antes bien, el sujeto subversivo se ha de comprender en paralelo con el “filósofo que comienza” o “filósofo principiante” de la fenomenología trascendental –en paralelo, sí, pero sin identificarse pues en tanto el filósofo principiante lleva a cabo una epojé fenomenológica a partir de la cual el tema es conducido hacia la esfera trascendental, el sujeto subversivo construye lo que llamaremos una red intersubjetiva; por medio de ésta, el colectivo, como personalidad de segundo orden, integra a varios sujetos subversivos para buscar, en unidad monádica, explicaciones y soluciones siempre enlazadas a la acción. Partiendo de lo obtenido hasta este punto, resaltaremos el carácter intersubjetivo de la obra de arte que se constituye a manera de demanda, la cual, así, obedece a una estética dialógica e infecciosa: por un lado, espeta una negativa contra un hecho determinado; a la vez, establece un diálogo con los espectadores, diálogo que, en última instancia, debe trascender el instante estético, el momento de recepción, y estimular nuevas emisiones articuladas ahora por el público y tendientes a formar nuevos sujetos subversivos individuales y de orden superior.  

   Esta primera investigación es fundamental por dos motivos: sobre su base, podremos problematizar Ensayo de identidad a partir de un cuestionamiento doble: ¿De qué manera la obra de Mayra Martell establece el diálogo con el público y con hechos aberrantes como las desapariciones de mujeres en Ciudad Juárez? A la vez, la presente investigación será un esquema general de la investigación a emprender en nuestra formación ulterior: el estudio fenomenológico de la relación entre la emergencia de obras artísticas, y los movimientos sociales –investigación que se antoja propia de la antropología cultural. Es notable constatar que los filósofos sociales y políticos inscritos dentro de la corriente fenomenológica apenas han abordado el tema de los movimientos sociales, al punto que sus trabajos pueden contarse con los dedos de una mano: allende un breve ensayo de Florence Passy y Marco Giugni (2000), el capítulo introductorio a un estudio emprendido por Paul Lawrence Haber (2006) en torno a los movimientos sociales mexicanos durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari, y la tesis doctoral –ahora libro- de Peyman Vahabzadeh (2002), el silencio es casi absoluto. Esperamos que esta primera investigación siente los lineamientos de un trabajo que, dadas las condiciones del mundo actual, resulta urgente. 

 

2.1. La multiplicidad de los movimientos sociales

 

Desde hace algunos decenios, comprender los movimientos sociales se ha convertido en un problema mayúsculo –y si bien la meticulosidad de filósofos y sociólogos es uno de los motores de esta dificultad, el aumento de las vías de opresión y la barbarie que éstas desencadenan, así como la cada vez mayor heterogeneidad de los movimientos sociales que les hacen frente, han resultado de una novedad tal que las antiguas herramientas teóricas encuentran serios obstáculos para darles sentido.

   En un estudio dedicado a la obra de Gilles Deleuze, José Luis Pardo resalta la importancia del llamado “Mayo francés”, movimiento estudiantil e intelectual cuyas peculiaridades le erigieron como un parteaguas en la historia de los movimientos sociales de Occidente. Según Pardo, a partir del 68 francés se llevó a cabo “una redefinición del terreno de juego mediante el cual ingresaban en la arena de lo político toda una serie de ámbitos […] que hasta ese día habían quedado excluidas de ella por su presunta pertenencia a la esfera privada” (Pardo, 2014: 317). El Mayo francés no fue un estallido obrero –como el de la FIAT en Italia o el movimiento ferrocarrilero en México-, característico de los movimientos de izquierda anteriores; por el contrario, tuvo sus orígenes en las aulas universitarias y estuvo fuertemente influido por los pensadores de la época, quienes no sólo teorizaron en torno a los problemas sociales del momento, sino que también participaron activamente en la organización del movimiento y en sus manifestaciones callejeras. Estas teorías, así como las exigencias lanzadas a gritos e impresas en panfletos, tenían la marcada peculiaridad de romper con el marxismo tradicional y partidista en una época en la cual el pensamiento de izquierda era regido por el diamat y el materialismo histórico soviéticos. Derechos para las mujeres y para las minorías raciales, amor libre, voz al loco y al recluso, independencia de las colonias, liberación de la mente y del sueño, el arte como vía de emancipación: demandas y estrategias articuladas, todas ellas, en un movimiento heterogéneo y sin facciones de vanguardia; movimiento que, además, no aspiraba a la toma del Estado para su ulterior modificación estructural: su fin era la transformación de la vida cotidiana en sus diversos aspectos –aquello designado por Gilles Deleuze y Félix Guattari como “micropolítica”, esto es, la política ya no como ámbito institucional sino como práctica inmediata y cotidiana, en la cual se patenta el ejercicio de poder aplicado al deseo. Así, desde 1968, los movimientos sociales no son más la expresión propia del partido obrero; en nuestros días, los movimientos se caracterizan por la heterogeneidad de demandas y perspectivas de sus actores; a decir del especialista en el movimiento zapatista Jerome Baschet, “la multiplicidad de los mundos supone una multiplicidad de caminos” (Baschet, 2013: 111). 

   ¿Cómo explicar las peculiaridades de los movimientos sociales contemporáneos y articularlas teóricamente? Según algunos críticos, un discurso como el marxista sólo podría dar cuenta de las diversas formas de opresión y violencia, así como de las reacciones en contra, a condición de incurrir en una explicación reduccionista que apunte hacia el tan discutido “en última instancia” económico (Engels, 1975). Para las formas más dogmáticas de marxismo, problemas como la violencia contra la mujer o la segregación del indígena serían meras expresiones superestructurales de un solo problema base: el modo de producción capitalista, culpable de dividir a la sociedad en dos polos desiguales, separados cuantitativamente y enfrentados entre sí –y peor aún: los movimientos sociales que les hacen frente resultarían ideológicos en tanto no son conscientes de esta verdad. Respuestas semejantes, sin embargo, no sólo resultan simplistas; además, crean una fractura entre la vivencia efectiva de aquellos que sufren y reaccionan, y la explicación teórica del fenómeno –y este tipo de distancias puede que sean moneda común para las “ciencias duras” como la física o la química modernas; empero, los fenómenos sociales, sufridos por hombres reales, resultan mucho más complejos. Además, recurrir a la teoría marxista para analizar los movimientos sociales enfrentaría un problema aún más grave por otro motivo de peso: que el marxismo –o los marxismos- es una más de las exigencias articuladas en el todo de los movimientos altermundistas. A partir de lo anterior, se podría incurrir bien en la descalificación del resto de voces, o bien en la búsqueda de su integración al marxismo, considerado por sí mismo como única vanguardia posible. Lo anterior es comprensible si asumimos que la dialéctica marxiana –por lo menos en lo referente a la lucha de clases- conserva la formalidad propia del pensamiento hegeliano: enfrenta sólo dos elementos; así, un movimiento plural desestabiliza el esquema marxista al poner en entredicho la exclusividad del proletariado como único sujeto de emancipación. 

   Dificultades como las ahora señaladas impulsaron la aparición de diversas respuestas –la más significativa de éstas es, tal vez, la desarrollada por Ernesto Laclau y Chantal Mouffe en Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia (2011), obra en la cual se elabora una teoría del movimiento social como articulación de demandas; en este marco, las diversas demandas se relacionan entre sí de forma horizontal de manera tal que no existe prioridad de una sobre la otra ni, a la inversa, reducción de una a otra. Sin embargo, a pesar de su elegancia argumental, la obra de Laclau y Mouffe no ha dicho la última palabra por dos razones: la aparición de nuevas formas de protesta y militancia no implica que las anteriores hayan desaparecido; además, para explicar los movimientos sociales no basta con focalizar sus características: en tanto la demanda va dirigida contra algo, en necesario echar luz sobre ese algo.

 

2.2. Libertad y negatividad  

   Aparejado a lo anterior, algunos filósofos contemporáneos de izquierda han visto en los movimientos sociales la encarnación del león nietzscheano, aquel que limita sus prácticas liberadoras a la pura negatividad. Si esto es así, piensan, entonces el concepto de libertad enfrenta un problema considerable: al definirse en negativo, la libertad exigiría siempre un contrario al cual contrapuntear –esto es: sin opresión no existiría libertad alguna. Expliquemos.



Para resolver este problema, lo natural sería pensar en movimientos netamente positivos que lleven a la praxis los versos de “Yo vengo a ofrecer mi corazón”, de Fito Páez: “Y hablo de cambiar esta nuestra casa/ de cambiarla por cambiar nomás”. Detengámonos un momento en lo anterior.




 Ahora bien, una afirmación como la anterior no hace sino evidenciar los abusos de las abstracciones metafísicas pues, allende la reflexión filosófica, hasta donde sabemos, los movimientos sociales, las revueltas, las subversiones, suelen tener siempre un carácter negativo –y ello no implica que la libertad reactiva deba cuantificarse universalmente. Más aún: en tanto la crítica va dirigida en contra de la teoría marxista, la cual, como toda heredera del pensamiento hegeliano, hace de la negatividad su motor, entonces podemos argüir que la mencionada crítica se olvida de un tema carísimo al marxismo: el de las potencialidades humanas. Clarifiquemos lo anterior.

 

   Las dificultades anteriores nos invitan a considerar una estrategia alternativa: sustituir la pregunta clásica “¿Qué es y cómo se articula un movimiento social, subversivo, una revuelta?” por una investigación fenomenológica que dé cuenta del cómo de la subversión y de la constitución del sujeto subversivo; para ello, hemos de partir de su núcleo primordial: la demanda. A partir de lo anterior, podremos defender tanto los alcances de una demanda antisistémica que subsuma las demandas particulares, como su carácter necesariamente negativo.

 

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Conocemos las primeras palabras de Albert Camus en El hombre rebelde: “¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no. Pero negar no es renunciar: es también un hombre que dice sí desde un primer movimiento” (Camus, 1986: 21). A su vez, John Holloway abre su ahora clásico Cambiar el mundo sin tomar el poder, afirmando: “En el principio está el grito. Nosotros gritamos […] Ante la mutilación de vidas humanas provocada por el capitalismo, un grito de tristeza, un grito de horror, un grito de rabia, un grito de rechazo: ¡NO!” (Holloway, 2010: 13). Decir, gritar no: la negación dolorosa ante un hecho ofensivo se instituye como un eje que articula el tiempo entre un antes y un después –un antes pasivo, permisivo, y un después activo y reactivo. Tal es, pues, el punto de partida: la demanda como negación lanzada por un sujeto conmovido ante un suceso determinado, negación que divide el tiempo en dos en función de un cambio en la disposición del individuo hacia un determinado hecho.

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   ¿En qué consiste negar? Lo primero que debe resaltarse es el carácter reactivo de la negación: decir, gritar “no”, es siempre una respuesta, una operación aplicada a una proposición, un enunciado, un suceso o una acción; de esta manera, la negación está dirigida hacia un elemento que la precede. Y, ¿por qué negar algo? Aquello que se niega es captado por el sujeto según criterios de valor cuyas prioridades son siempre dependientes del contexto inmediato; por ejemplo: me resulta valioso comer; sin embargo, si, cuando me encuentro satisfecho, alguien me ofrece chilaquiles –los cuales podrían ser más valiosos para mí que otros platillos-, responderé con un “no”, esto es: comer es valioso y, dados mis gustos, los chilaquiles me parecen exquisitos pero en este momento no son valiosos para mí –sentirme indigesto posee un valor negativo más fuerte. Otro ejemplo: robar tiene un valor negativo para mí en términos generales; si hoy un vecino me invita a robar y mañana lo hace un familiar, yo diré “no”; empero, si mi hijo está muy enfermo y no encuentro la manera de obtener dinero para sus medicinas, entonces podría resultar más valiosa la salud de mi hijo que mantener una conducta intachable. En este sentido, la negación implica un posicionamiento del individuo frente a un hecho del mundo en un momento determinado y sobre la base de conocimientos previos; la negación es, pues, un m

odo de toma de posición por parte del sujeto.  es, pues, un modo de toma de posición por parte del sujeto.   

 

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