Emilio J. García Cuevas
La producción de Edmund Husserl suele enfrentar el prejuicio que sufre toda obra abordada de oídas; en su caso, ese desconocimiento ve en el filósofo moravo a un idealista que vuela por las nubes de la abstracción, abocado al pensamiento lógico y matemático o, peor aún, se considera a su fenomenología como una nueva forma de positivismo lanzado “a las cosas mismas”. Allende su innegable preocupación por la fundamentación científica, Husserl tuvo una fe inquebrantable y necia, la fe irracional de un hombre que ondeó la bandera del racionalismo, la fe de un filósofo que perdió a un hijo en la Gran Guerra y, sin embargo, vislumbró un mundo transformado, sobre sus propias potencialidades, en una “comunidad de amor”: la fe absoluta en la vida.
La fenomenología trascendental, contraria a los cientificismos que exigen la objetividad absoluta, parte de un cambio de actitud, un viraje existencial llevado a cabo sólo por el individuo que ha decidido libremente entregar su vida a la consecución de la verdad, y esa actitud, afirma Husserl, “es enemiga mortal de todo ‘capitalismo’, de toda acumulación sin sentido de haberes y correlativamente de todas las depreciaciones egoístas de la persona” (Husserl, 2000). Sin embargo, ¿cómo es que un acto individual y reflexivo conduce hasta el ordenamiento de la sociedad toda? ¿De qué manera lo que he decidido para mí puede tener consecuencias en la estructura estatal, en el modo y en las relaciones de producción?
Como en toda investigación fenomenológica, Husserl parte de la experiencia inmediata, la vivencia; en ésta se constata que mi modo de dirigirme al mundo es a partir de la intencionalidad –esto es, que la conciencia es conciencia-de, que toda captación mienta algo-, que esta intencionalidad es temporal, “fluye” como una corriente, y que se encuentra constreñida a la corporalidad –el “punto cero de la intencionalidad”.
Ahora bien, el otro, el otro ser humano, no aparece a la conciencia como un objeto más sino como un cuerpo vivido, una entidad cuya profundidad espiritual no es necesario constatar –como exigiría el problema analítico de las otras mentes- porque está dada de antemano. En este sentido, el aparecer del otro es, antes bien, su presentación, aquí, en donde puedo saber, sin vivirlo de primera mano más que por sus expresiones, que posee una historia propia y una perspectiva individual del mundo, unos contenidos sedimentados que le hacen ser lo que es en tanto mónada.
De entre los diversos otros que se presentan al individuo hay algunos –o alguno- que resalta ante el ego: en el trato cotidiano, vivo con los otros; cuando amo, vivo en el otro y el otro vive en mí; de esta manera, “si llego a tender en comunión con otro, vivo como si fuera yo en él y él en mí” (HUA XIV). En esta mutua invasión, no se pierde la individualidad sino que vivo como yo en aquel que amo y, a la inversa, el amado vive como sí mismo en mí –en este sentido, el amor auténtico, para Husserl, excluiría los amores wertherianos que construyen una representación fantasiosa del amado. Amar es, así, “perderse en el otro, vivir en el otro” (HUA XV).
En una serie de artículos publicados en la revista japonesa Kaizo, Husserl prevé la posibilidad de una comunidad en la cual unos vivimos en los otros, comunidad que, respetuosa de las individualidades, tiende hacia la plenitud común. ¿Utopía? El conocimiento de lo particular y fáctico permite alcanzar idealidades, “generalidades puras, intuidas directamente sobre las individualidades fantaseadas; sobre la base de la libre variación de individualidades” (Husserl, 2002, 15); su tránsito inverso, de lo ideal hacia lo real efectivo, “se basa en que toda realidad alberga en sí de manera evidente posibilidades puras” (Husserl, 2002, pág. 16). La realidad no está dada de una vez y para siempre: por el contrario, su apertura íntimamente temporal la afirma siempre como objeto de cambio, cambio fundamentado en todo aquello que podamos pensar. Los contrafácticos –mitos, utopías- son la manifestación efectiva de una racionalidad ineludible, racionalidad que no debe ser identificada con la instrumentalidad que convierte en medio a todo lo existente o con el aprendizaje de las vastas construcciones formales de la lógica matemática: la racionalidad es la capacidad para debatir responsablemente y construir, así, un mundo en el cual la comunidad exista de manera efectiva –y su único punto de partida no puede ser más que el amor: entonces, pensemos y amemos.
Bibliografía
Ales Bello, A. (2000). Husserl sobre el problema de Dios. Universidad Iberoamericana/ Editorial Jus.
Husserl, E. (2002). Renovación del hombre y la cultura. Barcelona: Anthropos/ UAM- Iztapalapa.
Schuhmann, K. (2009). Husserl y lo político:
filosofía husserliana del Estado. Buenos Aires: Universidad Nacional de La
Plata/ Prometeo Libros.
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