El rostro
Emilio J. García Cuevas
El triste y profundo filósofo que fue Emmanuel Levinas afirmó que la ética –subdisciplina que, según su exigencia, habría de usurpar el dominio de la filosofía primera - comienza por la inmediata experiencia del otro que se me presenta como rostro: no aparece como cosa, según el vocabulario propio de la fenomenología, sino que se presenta como rostro. El otro no puede ser mero aparecer de un objeto en donación sino que es presencia que se muestra desde sí, presencia de un leibkorper que expresa una vida interior, una esfera de inmanencia desde la cual su intencionalidad, acto presente que actualiza sus habitualidades, me mienta. He aquí el milagro del encuentro casual –tan casual y cotidiano como un intercambio de sonrisas por la calle o unas manos que se estrechan: que uno y otro, al encontrarnos, traemos hasta este presente la trascendencia nomológica y nuestra vida toda; en este encuentro se actualizan leyes y se pone en juego la historia personal sedimentada que a uno y otro nos individua: cuando te miro, cuando te hablo, todo cuanto he sido está aquí frente a ti; mis palabras hacen eco de mis alegrías pasadas, de mis desengaños, de pasiones y mis odios, de todo aquello que constituye el “telón de fondo” desde el cual te miro. Y es por ello que, en la presencia misma del otro está inscrito, según Levinas, el mandato que frena la mano asesina: “No matarás”.Ahora bien, ¿cómo te me presentas ahora? La segunda persona tiene un sabor extraño Sin embargo, lo que se muestra es el fin de esa historia tuya, esa historia que ha dejado de ser tal porque te has ausentado del tiempo. Este es uno de los puntos débiles del estudio que Heidegger dedicó a la muerte: que ésta aparece conceptuada como un universal y, como tal, carece de distinciones cualitativas, como si la muerte fuese una y la misma, inmutable y sin actualizaciones que la particularicen. Es verdad que no puedo pensar la muerte –mi muerte- como instante vivo porque ésta sería la negación de todo pensamiento; sin embargo, sí puedo pensar la muerte del otro y constatar que, dada su temporalidad, el último aliento se inscribe en un fragmento de tiempo –prolongado para algunos, efímero para otros- en el cual se agoniza –y agonizar, sin duda, es un particular que es sujeto de evaluación axiológica: de manera alguna es lo mismo morir rodeado de los seres queridos, después de una vida prolongada, que ser muerto por el acto volitivo de otros.
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