Algo saben los arqueólogos es que, a pesar de los siglos y de las capas de tierra acumulada, el pasado sigue ahí: sigue ahí y nos acecha. Es posible que el polvo y el olvido consigan velar a los fantasmas, sin embargo, éstos sólo esperan el momento preciso para saltar sobre nosotros: eso concluyó Rafael, momentos antes de salir de su casa para encontrarse con Claudia después de treinta y tantos años de no verla.
Todo comenzó el domingo anterior, domingo calcado de todos los domingos de los últimos años: misa de diez y padrenuestro a toda carrera ante las cenizas de su madre; partido en la cancha de Mina, con Caridad
un par de cervezas al medio tiempo; tacos de
canasta en Flores Magón, acompañados de una charla salpicada de albures con
Luis, el dependiente y, al cerrar la jornada, una visita fugaz al puesto de
periódicos para comprar El Universal.
Ya en casa, Rafael se descalzó,
preparó café con leche y se tumbó en el sillón, dispuesto a pasar la tarde
perdido entre noticias. En la puerta de la sala apareció el Negrito. Rafael
sonrió al verlo y le dijo: “Quiúbole. ¿Dónde andabas?”. El perrito caminó hasta
el sillón, meneando la cola con timidez, como avergonzado por notar hasta ahora
su presencia. El Negrito era un perro dulce, de pelaje corto y suave. Rafael lo
encontró hacia casi diez años en el estacionamiento de la ENAH; desde entonces,
era la única compañía de Rafael, quien gustaba de pensar en los dos como un par
de viejos independientes y felices, camaradas en la soledad de un caserón desvencijado.
Las noticias no presentaban
novedad alguna: tres exgobernadores acusados de enriquecimiento ilícito, dos
fosas retacadas de cadáveres sin nombre, un actorcillo descerebrado presumía
sus propiedades en Miami y el Cruz Azul perdió una final más. Hasta hace
algunos años, cada uno de estos sucesos habría irritado a Rafael; ahora, sólo
se limitaba a levantar las cejas ante la corrupción, la violencia y el extraño
funcionamiento de la “sociedad del espectáculo” -expresión que solía esgrimir
en clase-, y sonreía con ternura ante la incapacidad de su equipo por
ganar un partido decisivo. Sí, lo mismo de siempre, sin embargo, Rafael
encontraba cierto placer al perderse en esas grandes sábanas de papel para
devorar, uno a uno, los mosaicos de letras apretujadas.
Después de arrojar al piso una a
una las secciones leídas del diario, sólo faltaba por revisar los clasificados.
Con el periódico sobre las piernas y el Negrito durmiendo a un lado, Rafael fue
de anuncio en anuncio con desgana. Es cierto que, si no se está interesado en
comprar algo en específico, los clasificados son una pérdida de tiempo, sin
embargo, a Rafael no le gustaba dejar las cosas a medias y, quién sabe, tal vez
encontraría alguna buena oferta de algo que, hasta encontrarlo, sabría que le
hacía falta. De pronto, en medio de la secuencia repetitiva de anuncios, dio
con uno que atrapó su atención: “Se vende computadora semiusada. Contacto:
Claudia Valenzuela Elizondo”. Leyó el nombre en voz alta: “Claudia Valenzuela
Elizondo”. Rafael dudó por un momento: en una urbe tan grande como la Ciudad de
México, varias personas podían compartir nombre pero, ¿y si era la Claudia de
su adolescencia?
El recuerdo voluntario de los primeros amores suele despertar una ternura inusitada pero, cuando el pasado irrumpe sin esperarlo, lo único que provoca es perplejidad. Claudia fue la primera novia de Rafael, con ella conoció la dulzura de la saliva ajena y el vértigo que provoca la humedad de otra carne. En aquel entonces, Rafael tendría unos trece años -no: catorce pues cursaba el tercer año en la Técnica 23, en la calle de Estrella. El primer día de clases, Claudia se presentó ante el grupo: era una muchacha blanca y de cabellos castaños, de una delgadez sorprendente y mirada baja, ensombrecida por un pudor excesivo. Según contó con voz apenas audible, había dejado su natal Tepito, donde vivía en una vecindad de Jesús Carranza, para mudarse a la calle de Camelia, en la Guerrero. Su padre, obrero en la fábrica de refrescos Titán, pensaba que la escuela debería de estar cerca de casa, así que decidió cambiarla de la Técnica 42, en Gorostiza, a la 23. Claudia dijo que le gustaban las máquinas y que, al terminar la secundaria, quería entrar a la Vocacional de Jacarandas. Rafael la miro sin pestañear, saboreando una a una las palabras de Claudia quien, desde ese momento, se sumó a los únicos dos objetivos de Rafael: entrar a la Nacional Preparatoria y llegar a la final del Torneo de Barrios.
En el receso, Rafael se presentó con ella y le ofreció acompañarla a casa; él vivía en Degollado, a una cuadra de Camelia, así que podrían caminar juntos. A partir de entonces, todo sucedió con gran rapidez -o, por lo menos, las secuencias Iban y venían de la escuela juntos, charlaban de cuanto fuese un tema digno de su atención y ponían apodos secretos a profesores y compañeros. Entonces, un beso y otro más, paseos tomados de la mano por el Parque de los Ángeles y una tarde, mientras preparaban una exposición para la clase de Historia en casa de Claudia, el sudor de las manos se trasladó a otras partes del cuerpo.
Los encuentros sexuales se sucedieron de manera casi obsesiva hasta que, como era de esperarse, la sangre menstrual de Claudia no apareció más. Rafael, asustado, habló con su mamá quien, después de una buena tunda, le habló de un té que ayudaría a deshacerse de todo aquello que “fuese un obstáculo en su futuro pero, eso sí, el papá de la pobre muchacha no debía saber nada” -esas palabras sobrevivían en Rafael a pesar de la bruma del olvido. Cuando Rafael habló con Claudia, ella le escuchó con los ojos inyectados de sangre y con esa expresión de incredulidad y ofensa que sólo el desamor provoca. Lloró largo rato, ahogada por los sollozos, mientras Rafael se limitó a observarla y sin saber qué hacer.
Al día siguiente, por la mañana, Claudia ya se había ido a la secundaria cuando Rafael llegó a buscarla. En el salón, parecía la misma de siempre: prestaba atención al profesor y platicaba con sus amigas entre clases; Rafael, en cambio, era un manojo de nervios, no podía concentrarse y se limitaba a sonreír en silencio a los demás. A la hora del receso, una amiga de Claudia, cuyo nombre Rafael ya no recordaba, le dijo que todo había sido una falsa alarma, que podía estar tranquilo pero que no volviera a dirigirle la palabra. ¡Ah! Y que se fuera a chingar a su madre por culero y maricón, y que ojalá algún día aprendiera a ser hombre.
En los años
siguientes, cuando Rafael recordaba el suceso, siempre concluía que si algo se
había roto en Claudia no era sólo la débil membrana de la virginidad, sino algo
más profundo e inasible: se destruyó su confianza. En los momentos de angustia,
esos en los cuales intuimos un violento cambio en nuestra forma de vida, es
cuando las manos deben estrecharse con mayor fuerza. El amor sólo tiene una
forma de expresión y no es el gastado “te amo”, ni el gemido que provoca el
placer: es el “aquí estoy para ti, no importa lo que pase”. Y Rafael sabía bien
que él fue incapaz de emitirlo y actuarlo. Se merecía los insultos y el
desprecio de Claudia por su reacción cobarde, sumisa ante la autoridad
materna.
Rafael se incorporó, se pasó la mano por el cabello para sacudirse los recuerdos y tomó el teléfono del buró. Digitó con lentitud el número Después de varios timbrazo, una voz de mujer contestó al otro lado de la línea: “¿Bueno?”. Sin más, Rafael preguntó: “Perdone, ¿es usted hija de Doña Luz, de la calle de Camelia?”. La voz guardó silencio un momento hasta que por fin contestó, nerviosa: “¿Quién habla?”. “Claudia, soy Rafael Gómez Cruz, fuimos vecinos hace muchos años”. El silencio se hizo aún más largo, lo suficiente para que Rafael notara que su pulso se había acelerado. Por un momento, pensó que el martilleo de la sangre en sus oídos sería sustituido por el martilleo de la línea muerta. “´¡Rafa! ¡Qué gusto!”. Charlamos durante más de una hora y quedamos de ir por un café.
La semana pasó volando, entre su trabajo como profesor de antropología física, las querellas por la próxima elección de director de colegio y las tardes perdido frente al televisor, mirando una serie que, desde semanas atrás, le tenía absorto. La ENAH es una escuela en la cual uno duda si se encuentra en una institución académica o en uno de esos antiguos conciertos masivos de ska, organizados en el estacionamiento de aspirantes de Ciudad Universitaria, donde los olores de la mariguana, los solventes y el polvo se mezclaban en una sólida nube dispuesta a embriagar a un centenar de jóvenes rabiosos y despreocupados. De los estudiantes que aparecían en lista, menos de la mitad ocupaban los pupitres -el resto se encontraba de fiesta en la cafetería, en los prados o en alguna de las loncherías cercanas a la escuela. En realidad, a Rafael no le importaba gran cosa el desinterés de sus alumnos; se contentaba con dar su clase y responder dudas en los pasillos.
En una de esas noches, ya dispuesto a dormir, Rafael recordó cuánto le dolió caminar solo, durante las semanas posteriores a la ruptura con Claudia. Recordó, además, que fue en esa época cuando desarrolló un odio ciego por los vagabundos. Cierto día, mientras caminaba de vuelta a casa, uno le cortó el paso, cojeando. Rafael no lo vio venir, seguramente distraído en sus pensamientos. El vagabundo era un hombre joven, en sus treintas, con el rostro ennegrecido por las costras de mugre y por una larga barba llena de grumos y restos de pasto seco; llevaba una cobija sucia sobre los hombros y un pantalón desgarrado, apenas sostenido por la curvatura de las nalgas y que dejaba al descubierto el vello púbico. “Chavo, regálame un varito”. Rafael se detuvo en seco, asustado ante el aspecto inmundo y la mirada torva del vagabundo, quien acercó el rostro hasta el suyo, tanto que Rafael pudo respirar su aliento a caries y a solventes. “Ándale, regálame un varo, seguro que tus jefes te dan para gastar en la escuela”.
Rafael estaba petrificado y con náuseas. En el barrio se contaban historias escabrosas de vagabundos que mordían a los incautos, quienes terminaban con infecciones mortales, o de violaciones tumultuarias cometidas contra vecinas ahora desaparecidas. El vagabundo levantó una mano y, con una uña larguísima recorrió la mandíbula de Rafael. Sus ojos estaban fijos en sus pupilas, unos ojos penetrantes, tan oscuros y afilados que parecían ser los de un tiburón. Entonces, el vagabundo susurró: “Apréndete esto, carnalito: el miedo nunca se va, al contrario. Si ahorita estás a punto de llorar, mañana te vas a mear del susto. Esta pinche ciudad tiene unos monstruos que ni te imaginas”.
Después, todo fue confuso: Rafael empujó con todas sus fuerzas al vagabundo y corrió desesperado, tal vez no paró hasta llegar a su casa, tal vez lloró. Sea como fuere, esa experiencia se borró de su memoria hasta este momento, en que la recordó a detalle. Se borró, sí, pero catapultó un desprecio incontenible no sólo por los vagabundos sino por toda exaltación de la pobreza. Tal vez, reflexionó, ese encuentro determinó su molestia ante sus colegas, burguesitos egresados de la Ibero que, Marx y Palerm en mano, lanzaban críticas en contra del capitalismo ahora adjetivado como “cognitivo”; tal vez, de ahí su hartazgo ante la novela latinoamericana comprometida con la revolución y ante las cancioncillas de Silvio Rodríguez e Inti Illimani, que tanto entusiasmaban a sus compañeros en las borracheras de fin de año. Quién sabe, pensó, asociar al lumpenproletariado con la masa obrera es un error conceptual. Rió, cerró los ojos y se entregó a un sueño profundo.
El sábado por fin llegó.
del encuentro me puse mi mejor traje, me ahogué en loción y me dirigí al
destino indicado: el Centro Histórico. El recorrido, como siempre, fue una
odisea por las tripas de la ciudad: recargado en la puerta del metro, “con
permiso, ¿va a bajar?”, transbordo en Hidalgo, más gente, empujones, Allende.
Una vez en Tacuba, contra el sol vespertino, una anciana desaliñada me cerró el paso y, estirando la mano, dijo: “Un peso”. Si hay algo que me molesta enserio es que me pidan dinero, y más que lo hagan así, con tono de exigencia. “Ándele, un peso no se le niega a nadie”. La miré con furia y grité: “No esté chingando”.
Al llegar a Los Azulejos, me sorprendió lo fácil que fue reconocer a Mariana; después de casi treinta años, su rostro seguía siendo el mismo. Es cierto, ahora ella era una mujer madura y los años habían trazado pequeños surcos en el canto del ojo; sin embargo, la forma de mirar, la sonrisa, los gestos, todo ello repetía a la joven que aún habitaba en mis recuerdos.
Nos saludamos con sorpresa pero sin emotividad: apretón de manos, beso en la mejilla, sonrisa. Nada más. Con los primeros tres cafés nos pusimos al día: me contó de su matrimonio y de su divorcio, de exesposo, de sus hijos y de los planes que tenía a futuro – tal vez abandonar para siempre la Ciudad de México y buscar rumbos nuevos. Vivir en otro lugar sería como volver a nacer, me dijo, olvidarse de los malos recuerdos atados a las calles. Por mi parte, no había gran cosa que contar: arqueólogo, anclado a una institución académica sin esposa ni exesposa ni hijos. Me da igual vivir aquí o en cualquier otra ciudad; a decir verdad, creo que a las calles se las usa y nada más, por ello son invisibles: por cotidianas.
Después, hablamos de esos temas que solemos abordar cuando uno es lo suficientemente viejo para olvidar la maravilla y no queda más que decir: un poco de política, lo mal que están los jóvenes de ahora. Siempre he creído que, una vez que las pláticas se tornan mecánicas, lo mejor es beber o regresar a casa, donde la única persona que me interesa, el Negrito, mi perro, me espera impaciente. Miré fijamente a Mariana y le dije: “¿Gustas una copa o nos vamos?”. “Tiene mucho que no tomo, me caería bien una cubita”.
Salimos de Los Azulejos y caminamos por Madero. Las once de la noche estaban a la vuelta de la esquina pero la calle aún había mucha gente; como era de esperarse, jóvenes bulliciosos inundaban la avenida, enloquecidos por el simple hecho de estar en la calle y por la ridícula esperanza de dar con un nuevo amor rosa y empapado en miel, todos con peinados extravagantes a medio cubrir por gorras adornadas con brillantes de plástico.
En el Salón Corona, las palabras fluyeron tanto como la cerveza. Sin darme cuenta, mi brazo ya pasaba por su hombro y lo siguiente, claro, fue el vestíbulo del Hotel Principal. Una vez en la habitación, el presente se fue a la deriva, y mi cartografía de su aroma, de sus rincones y del sabor de su carne se amalgamó al presente. El amor fue largo como largos son los años de evocaciones en soledad, de preguntas por las posibilidades truncadas, de reproches y de fantasías.
La India salió y encendió un
cigarro. A estas horas, Al darse la vuelta, se sobresaltó: afuera de la
cantina estaba un nicho con la imagen del Santo Niño Cieguito.
Cuando todo terminó, Mariana se enredó las sábanas en el torso, encendió un cigarro y se dirigió a la ventana. “Qué chistoso, ¿no? Después de tantos años sin vernos y terminamos así, como cuando éramos jóvenes”. Reí. “Sí, es chistoso pero te lo agradezco. A veces, me acordaba de ti y me daban ganas de buscarte pero cómo hacerlo si no tenía tu número”. Ella miraba la calle, toda sonrisas. “Y no sé, Claudia, creo que podríamos retomar lo que fue”. “No digas eso, cabrón. No digas eso porque bien sabes que me usaste.Entonces, su rostro cambió y adquirió una seriedad de granito. Guardé silencio y me inquieté; ¿cómo así dejé ir una propuesta semejante? De verdad: hay que ser tarado; debí guardar silencio y dejar que el tiempo pasara y las salidas se sumaran una a otra. “Bueno, perdón, no quise decir eso”. “No, no, no es eso. Hay una señora ahí afuera”. “¿Qué?”. “Sí, está ahí nomás, parada, pero… ¿Está mirando a nuestra ventana?”. Me levanté y caminé hasta el cristal. Al mirar hacia afuera, sentí que mis piernas se hacían agua: al otro lado de la calle, de pie, la anciana que encontré afuera del metro horas antes miraba fijamente hacia nosotros –así lo indicaba la inclinación de la cabeza.
Cerré la cortina a toda prisa, di
un paso atrás y tiré del brazo de Mariana. “Ven, debió seguirnos. Es una de las
tantas locas que hay por aquí”. Pude sentir su miedo en la dureza de sus
movimientos. “Tranquila, en serio, no hay nada que temer”. Entramos a la cama y
nos abrazamos. A decir verdad, yo también tenía miedo. Hundí mi rostro en su
cabello y me abandoné al aroma. Es curioso cómo los años revelan el valor de
aquellos que, en su momento, nos resultaron sólo una diversión. Me sentí
culpable, ¿por qué la abandoné así, sin más? Yo era joven, es cierto, y sólo me
importaba pasarla bien. La lastimé y, a pesar de ello, ahora me regalaba su compañía
–seguramente sólo por hoy y nunca más.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario