Tenebrario de agua
Emilio J. García Cuevas
Semiotización
Cómo dibujar en los
labios
El blanco azul
Calle vacía
Un rostro de arrugas que en el corazón se avivan a la sombra ocre y miel del atardecer.
En un instante el
batiscafo desciende a bostezos
Atraviesa la penumbra
de aguas
y se pierde en el revoltijo de estampas acuosas aromas sin fuente y ecos huérfanos:
El rostro sonriente
de mi madre
El aroma a pintura
fría del colegio
El sonido preñado de
ecos que atraviesan la ventana
El miedo a la noche
El cielo recostado en
la azotea
Mi infancia solitaria
Mi risa
Mis odios
Mi amor.
Y así
La mano sueña con el
día-en medio de un ritual cotidiano:
Tal vez un recado
telefónico
Una lista de compras-con
el instante preciso en que
Se suprima el negro
por el que se abisma
Entre carne y pluma
Y pueda escuchar
Una vez más
Tu rostro sobre la hoja.
Intencionalidad
Yo
Que soy lanzamiento y zambullida ininterrumpida
Yo
Adherido a los espectros que alumbro
Yo
De pie sobre maletas abiertas
Yo
Que vivo con los fantasmas que el instante engendra
Aquí
Frente a ti -estrechas
mi mano y sonríes
Me pierdo en el milagro del presente:
en ese roce de tu
carne
en la curvatura de
las comisuras
en tu presencia toda
-inabarcable para mí,
actualización del devenir
Sólo tiempo encarnado
Sólo cuerpo que vive
la superficie de la mesa
el canto de la moneda
la luna en sus fases
tu perfil
Encuentro
En este tu aquí
Que tu historia toda,
completa
Con esa completitud
vibrante de lo que se hace
Me toca.
Xibalba
Puede suceder en
segundos.
Con bruma.
Allí, en el milímetro
exacto y sin minutos
donde la niebla
selvática es exhalada por las ceibas.
Caminé sobre el
crujir de ramas vigilantes
y todo es noche.
Las sombras son el
sonido del viento poblado por insectos.
Yo, coyote descarnado
y perdido.
¿Y tú?
Me acurrucaré al pie
de un árbol
abandonado a las
llagas de mis patas.
Pero hay alguien.
Siento esa mirada,
escucha:
¡Allí! ¡Allí!
¡La ondulación que
rompe el horizonte del silencio!
¿La oyes?
Mi nombre en una voz
que lo inhala.
¿Cuál es mi nombre?
Reposa bajo una
piedra,
a la orilla del río
que alimenta
con lágrimas negras
el Xibalba.
-Xibalba está en las
profundidades de la cueva.
-Yo tengo un hueco en
el pecho como una cueva.
Silencio que nos
sienten.
Cierto día me cansé
de la inmaterialidad:
Ahora, cabeza de
venado
Chillido
de murciélago
Brazos
y patas de mono.
-¿Y el corazón?
-Dices que es una
mariposa negra pero lo he olvidado.
Estruendo:
Los sentidos colapsan
y la noche me mira.
¡Alguien!
¡Alguien que me
sostenga!
El cabello vuela por
Su aliento y se enhebra a los gajos de noche.
Mi piel es un charco
sobre la arena que huela a sangre y a copal.
-¿Ya estamos lejos de
Xibalba?
-¿Cómo? ¿Acaso no lo
sabes?
Nunca hemos abandonado la cueva.
Nacimiento
Allí el lamento
primero del mundo,
agorero vagabundo
exento de sombra,
sobras del resquicio
de viento y penumbra
que a tientas nombra un juicio nacido mudo.
El océano infinito de
sol que rudo
y constante cae, se
prende del hilo,
sujeto en vilo, la vena abierta frente a la arena de aquello que hubo, aquello que habrá.
El intento llora y
deviene en vicio
de círculos y
círculos en un mar
que zarpar espera de
un círculo mayor
de cal, y en imágenes
de vacío
halla sólo el hastío
primordial
del aire que aún no
se crea,
primicia sobre la
seda
y las aguas turbulentas hechas manantial.
El mar –recuérdalo,
aprendiz de alquimista-
dista un abismo de
ser cuerpo de agua:
es la onda que brota
y quiebra la calma,
el alma labrada y
rota por la arista
de la manecilla, la
arena caída
por el cuello del
cristal, sombra de vara,
medida cara,
sucesiones que apagan
la llaga de la Nada para hacer vida.
Leve cuesta, grieta
ígnea, lágrima ínfima
que inflama la palma
del que mira las piras,
las danzas, las
figurillas y cae de rodillas,
los brazos gritando y
la boca al cielo en la íntima
imantación entre el
cuerpo y aquellos que siempre son,
y son porque su razón
rehúye al tiempo
que en el viento inmóvil traza su narración y su cuento.
La Eternidad, sin
duda,
es del color que
media
entre guinda y púrpura:
Ya amanece y la leche
se ha vertido entera,
apagando lumbreras
y encendiendo estrellas.
Destellos en la
niebla:
el cuerpo abierto
tiembla
y se revuelve en
brumas
grises sobre la playa bruta.
Por fin,
He aquí la Eternidad.
La eternidad en el sofá
Justo ahora,
en la soledad del
sofá,
al cenit de la
convulsión
haces falta como
espejo
–¿A quién más
si no a ti,
toda ojos y labios
clandestinos,
brazos y lengua a la
sombra,
a quién si no a ti
he de relatarme
para que hagas con
mis huesos
abalorios de letras?
Podría contarte de
la bruma de mis
olvidos,
la nube gris del
miedo y de la tristeza
sin imagen que las ate.
Podría contarte
cómo conocí a mi
padre
–de la ceguera
de mi madre
y del monstruo que la habita.
Podría contarte
del amor por los
hilos lunares
que escupen su
paraíso
en los caudales de la sangre.
Podría contarte
del horror de mi
desnudez,
con toda su miseria
trazada
sobre el espejo.
Podría contarte
cómo los años gritan
que la soledad no es
un estado
sino una cualidad de los seres.
Podría contarte
de mis
transmutaciones
de cómo la carne se
me ha hecho tierra
hasta convertirme en
isla
–isla en medio del
barullo y las carcajadas ebrias
isla que mira a los
lejos los brazos agitarse
y recibe el murmullo
de las voces lejanas
siempre apaciguadas por los vientos salados.
Debería contarte
Debería hacer el
intento
por darle sonido a
los rostros
que he abandonado
aquí y allá
retazos de mí
olvidados en alguna
habitación
desperdigados por las
banquetas
clavados sobre los
muros
de esta memoria que
palidece con los años,
que se desmorona en
pedazos
de días y perfiles y cuerpos hechos polvo.
Recuerdo:
Llega la mañana.
El cuarto de hotel
amanece.
Afuera: el frío y la
gasolinera.
Aquí: tú, que duermes
el silencio,
la primera bocanada
de humo,
la resaca.
El mar, al retirarse,
deja olvidados sobre la playa
los despojos de su
vientre:
conchas, algunos
peces muertos, líquenes,
la tristeza de una
medusa que perdió el volumen
Así, con la luz
descubro los indicios del sueño
en la humedad de las
sábanas
y en el aroma de tu cabello incrustado sobre mis labios.
Después:
El ejercicio
alquímico de cruzar tiempos,
caminando contigo por
las calles de mi infancia
para pintarlas con
tus pasos,
el café
y tu partida.
Ahora,
tirado sobre el sofá
mientras la tarde se
diluye sobre el cristal
pienso que debería
contarte cómo mi vida
condujo hasta este momento.
Pero no:
Prefiero aguzar el
olfato,
cerrar los ojos,
y reconstruir, sobre
el rojo de los párpados,
la afluente nocturna
y rumorosa con que tu
cabello
te empapa los
hombros,
el llano de tu
vientre,
los resquicios de tu
cuerpo,
para asirlos en la
eternidad del presente,
antes que el olvido
me oxide
antes que el olvido
que devora
divinidades e imperios
me robe para siempre
esta ciudad que te
sabe y este sofá que te piensa.
Canción de un picapedrero
Aquí
Ella se mira las
manos
Yo cargo al sol en la espalda
estás miras esperas
un suspiro de hastío
esto no lo sabes
pasé el día esperando
tus ojos
adivinando su negro en la roca
y pienso
en el vaho del comal
en tus muslos cansados
no hay reloj
aquí estás
aquí:
mírame sólo un
instante
un instante chiquito
como tus pies
como el monedero de
plástico
que guarda tu miseria
mírame un instante
que yo fingiré estar solo
golpearé el pavimento
patearé los escombros
golpearé una y otra
vez
respiro la brisa de piedra
golpearé
que el sol se me
resbale
y entonces
pueda cargar
sonriente
tu mirada
El ahogado
Soltó las amarras y, en un instante, los mecates podridos golpearon las aguas y se zambulleron lentamente hasta desaparecer. Inmóvil, párpados cerrados. El viento y la sal: todo escozor en los pulmones, todo es paletada invisible sobre el rostro.
Arrojó la mirada final, la definitiva, la mirada que había de atrapar al puerto
de un solo golpe pero que, por su irrenunciable temporalidad, por su finitud,
no puede sino atraparlo palmo a palmo: así los párpados hambrientos se abrieron
como abanico y la lengua de luz escapó hasta paladear cada ventana, cada techo
de lámina oxidada, cada rostro que, ahora, contempla las fantasías que el sueño
hace reales.
Manecilla
¿Cómo contártelo?
La amé tanto,
amé tanto sus ojos y
su risa, que
–tal vez ella,
después de todos estos años, aún no lo nota-
olvidé
intencionalmente
mi reloj bajo su
armario:
sólo así
sabré cuánto
tiempo me llevó
servirme de una
excusa banal
para encontrarla otra
vez.
Manuscrito de
Melmoth, platónico
Y así, mi vida no sigue nunca un mismo ritmo. En ciertas épocas, los días se despeñan en alud con una rapidez tal que soy incapaz de recordar detalle alguno: veo, escucho, deslizo los dedos sobre los objetos que me rodean pero no les presto atención, como si me urgiese llegar a algún punto al que no consigo ponerle nombre.
Después del abalorio de jornadas veloces, suceden largas temporadas en las que el tiempo avanza con lentitud; cada día se dilata, se extiende como la techumbre al sol: y es en estos momentos cuando me gusta recordar.
El ejercicio resultaría paradójico si, sobre la superficie de las horas largas, se dibujasen detalles precisos de etapas semejantes: así, me recordaría recordando; mediación de mediaciones: estático hasta el paroxismo. Pero no es así: recordar –por lo menos cuando no se tiene contemplado morir en los próximos lustros- debería consistir en un movimiento doble de rememoración y de creación.
Por
ello, el recordar me lanza a la calle en busca de alimento para tiempos
futuros. Si bien es cierto que la muerte es una imposibilidad, la vejez –mi
vejez- se patenta en este paladar cada vez más aficionado a la memoria.
Pocas cosas disfruto tanto como las interminables caminatas por la ciudad. Con el correr de los años, el silencio de la calle vacía y negra se ha afianzado al muro de las leyendas lejanas, seriamente irrisorias. El sonido y la luz que salpican aquí y allá la noche ya son partes constitutivas de la naturaleza urbana.
Y
vaya goce: nada más alentador para mis años que las risas ajenas que chocan
contra el centenar de vasos desperdigados sobre las mesas, se adhieren a los
cuerpos danzantes y sudorosos, resbalan hasta el suelo y escapan por los
umbrales hasta abrazarme. La vida ajena es ese reflejo que, invertido sobre el
espejo, me toma de la mano hasta que carne y vidrio se funden: así, al
reflejarme en mí, me desgarro con uñas vítreas y me distiendo en el espacio y
sus objetos.
Ahora, sentado en el Under, rodeado de gente desconocida y efímera, constato que jamás, en todos estos siglos, algo me ha dolido tanto como ese latigazo de tu voz. A medida que los sonidos se enhebraban, según cada palabra cobraba vida para, en un instante ulterior, abismarse hacia el vacío del silencio, la memoria en donde tu rostro se escondía fue retorciéndose como una hoja encendida.
Desde entonces, ese tramo de tiempo se me aparece negro y sin forma y, a pesar de los años transcurridos, no consigo encontrarle sentido a cuanto dijiste aquella noche. Pero claro: la ceniza ahí está, aunque algunas veces olvide su presencia; siempre el horror de esa tinta chamuscada que en vano intento leer hoy, aquí, con la mirada fija en la barra pero sin notarla –mejor: notándola pero sólo como un accesorio desatendido, como un rectángulo negro que se agota en pura impresión carente de sentido.
Tal vez me convendría dejar a un lado este “tú” con el que escribo. No estoy seguro a quién lo dirijo: si es a tu recuerdo o entablo un soliloquio en el cual no puedo evitar apelarte; o bien asumo que, de alguna manera, una forma de “tú” habita en mí, independiente y autosuficiente; si esto fuese así, entonces debería abandonar el singular –y, con ello, ahogar la fe en que esta carta llegará ante tus ojos. ¿Quién es ese “tú”? La pregunta no es vana: tal vez, de su respuesta depende cada una de las letras tejidas hasta ahora.
Antes de comenzar, encontré esto; es de Maurice Blanchot: “en el borde de la escritura, siempre obligado a vivir sin ti”. La escritura como un balcón desde el cual puedo contemplar la distancia que media entre el barandal de tinta al cual se aferran mis dedos y el espacio que deberías ocupar, justo un paso más allá de la cuartilla: tirada en el sillón, sentada sobre el suelo, cruzando la puerta mientras te quejas del gentío o del calor: posibilidades, todas ellas, que anularían no sólo la escritura sino su motivo pero que, a su vez y porque sólo hay escritura, no son sino sueños ridículos de un anciano que ya nada puede. Porque si escribo es porque no estás: resulta imposible, en esta tu ausencia, encadenar fonemas para que se enreden en tu lóbulo, asciendan y, con premura, se despeñen hacia lo huesecillos de tu oído. Pero no estás y ese recular tuyo hacia la sombra me obliga –con toda la carga deóntica inscrita en el verbo- a echar la caña hacia atrás para lanzar con fuerza este anzuelo de letras hacia la negrura de las aguas en las cuales te adivino.
A
decir verdad, jamás conseguí comprenderte: el porqué de tus negativas, las
cuales se fueron acumulando, una sobre otra, hasta que la pared que se erigió
con ellas me impidió verte más: entonces, sólo tu voz lejana, asegurándome que,
cuando nos mirásemos frente a frente, el mundo todo sería pura simetría.
Quién seas tú es algo que ya no importa –quiero creer que no eres sino un vacío que se enmascara con letras para, entonces, mirarme desde la hoja. ¿Qué importa? Más allá de tu ausencia, todo me resulta vibrante, tal y como lo ha sido desde hace tanto. Pero, a pesar de todos estos años, de pie sobre un montón de cenizas dolorosas y barcos encallados, te escribo.
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