miércoles, 10 de febrero de 2021

TENEBRARIO DE AGUA. Emilio J. García Cuevas

 


Tenebrario de agua

 

Emilio J. García Cuevas


Semiotización

Cómo dibujar en los labios

El blanco azul

Calle vacía

Un rostro de arrugas que en el corazón se avivan a la sombra ocre y miel del atardecer.

En un instante el batiscafo desciende a bostezos

Atraviesa la penumbra de aguas

y se pierde en el revoltijo de estampas acuosas aromas sin fuente y ecos huérfanos:          

El rostro sonriente de mi madre

El aroma a pintura fría del colegio

El sonido preñado de ecos que atraviesan la ventana

El miedo a la noche

El cielo recostado en la azotea

Mi infancia solitaria

Mi risa

Mis odios

Mi amor.

Y así

La mano sueña con el día-en medio de un ritual cotidiano:

Tal vez un recado telefónico

Una lista de compras-con el instante preciso en que

Se suprima el negro por el que se abisma

Entre carne y pluma

Y pueda escuchar

Una vez más

Tu rostro sobre la hoja.


Intencionalidad

Yo

Que soy lanzamiento y zambullida ininterrumpida

Yo

Adherido a los espectros que alumbro 

Yo

De pie sobre maletas abiertas

Yo

Que vivo con los fantasmas que el instante engendra 

Aquí

Frente a ti -estrechas mi mano y sonríes

Me pierdo en el milagro del presente:                         

en ese roce de tu carne

en la curvatura de las comisuras

en tu presencia toda

-inabarcable para mí, actualización del devenir

Sólo tiempo encarnado

Sólo cuerpo que vive la superficie de la mesa

el canto de la moneda

la luna en sus fases

tu perfil 

Encuentro

En este tu aquí

Que tu historia toda, completa

Con esa completitud vibrante de lo que se hace

 Me toca.


Xibalba

Puede suceder en segundos.

Con bruma.

Allí, en el milímetro exacto y sin minutos

donde la niebla selvática es exhalada por las ceibas.

Caminé sobre el crujir de ramas vigilantes

y todo es noche.

Las sombras son el sonido del viento poblado por insectos.

Yo, coyote descarnado y perdido.

¿Y tú?

Me acurrucaré al pie de un árbol

abandonado a las llagas de mis patas.

Pero hay alguien.

Siento esa mirada, escucha:

¡Allí! ¡Allí!

¡La ondulación que rompe el horizonte del silencio!

¿La oyes?

Mi nombre en una voz que lo inhala.

¿Cuál es mi nombre?

Reposa bajo una piedra,

a la orilla del río que alimenta

con lágrimas negras el Xibalba.

-Xibalba está en las profundidades de la cueva.

-Yo tengo un hueco en el pecho como una cueva.

Silencio que nos sienten.

 

Cierto día me cansé de la inmaterialidad:

Ahora, cabeza de venado

            Chillido de murciélago

             Brazos y patas de mono.

-¿Y el corazón?

-Dices que es una mariposa negra pero lo he olvidado.

 

Estruendo:

Los sentidos colapsan y la noche me mira.

¡Alguien!

¡Alguien que me sostenga!

El cabello vuela por Su aliento y se enhebra a los gajos de noche.

Mi piel es un charco sobre la arena que huela a sangre y a copal.

 

-¿Ya estamos lejos de Xibalba?

-¿Cómo? ¿Acaso no lo sabes?

Nunca hemos abandonado la cueva.


Nacimiento

Allí el lamento primero del mundo,

agorero vagabundo exento de sombra,

sobras del resquicio de viento y penumbra

que a tientas nombra un juicio nacido mudo.

El océano infinito de sol que rudo

y constante cae, se prende del hilo,

sujeto en vilo, la vena abierta frente a la arena de aquello que hubo, aquello que habrá.

El intento llora y deviene en vicio

de círculos y círculos en un mar

que zarpar espera de un círculo mayor

de cal, y en imágenes de vacío

halla sólo el hastío primordial

del aire que aún no se crea,

primicia sobre la seda

y las aguas turbulentas hechas manantial.

El mar –recuérdalo, aprendiz de alquimista-

dista un abismo de ser cuerpo de agua:

es la onda que brota y quiebra la calma,

el alma labrada y rota por la arista

de la manecilla, la arena caída

por el cuello del cristal, sombra de vara,

medida cara, sucesiones que apagan

la llaga de la Nada para hacer vida.

Leve cuesta, grieta ígnea, lágrima ínfima

que inflama la palma del que mira las piras,

las danzas, las figurillas y cae de rodillas,

los brazos gritando y la boca al cielo en la íntima

imantación entre el cuerpo y aquellos que siempre son,

y son porque su razón rehúye al tiempo

que en el viento inmóvil traza su narración y su cuento.

La Eternidad, sin duda,

es del color que media

entre guinda y púrpura:

Ya amanece y la leche

se ha vertido entera,

apagando lumbreras

y encendiendo estrellas.

Destellos en la niebla:

el cuerpo abierto tiembla

y se revuelve en brumas

grises sobre la playa bruta.                                                         

Por fin,

He aquí la Eternidad.


La eternidad en el sofá

Justo ahora,

en la soledad del sofá,

al cenit de la convulsión

haces falta como espejo

 –¿A quién más si no a ti,

toda ojos y labios clandestinos,

brazos y lengua a la sombra,

a quién si no a ti

he de relatarme

para que hagas con mis huesos

abalorios de letras?

Podría contarte de

la bruma de mis olvidos,

la nube gris del miedo y de la tristeza

sin imagen que las ate.

Podría contarte

cómo conocí a mi padre

 –de la ceguera de mi madre

y del monstruo que la habita.

Podría contarte

del amor por los hilos lunares

que escupen su paraíso

en los caudales de la sangre.

Podría contarte

del horror de mi desnudez,

con toda su miseria trazada

sobre el espejo. 

Podría contarte

cómo los años gritan

que la soledad no es un estado

sino una cualidad de los seres.

Podría contarte

de mis transmutaciones

de cómo la carne se me ha hecho tierra

hasta convertirme en isla

–isla en medio del barullo y las carcajadas ebrias

isla que mira a los lejos los brazos agitarse

y recibe el murmullo de las voces lejanas

siempre apaciguadas por los vientos salados. 

Debería contarte

Debería hacer el intento

por darle sonido a los rostros

que he abandonado aquí y allá

retazos de mí

olvidados en alguna habitación

desperdigados por las banquetas

clavados sobre los muros

de esta memoria que palidece con los años,

que se desmorona en pedazos

de días y perfiles y cuerpos hechos polvo.

Recuerdo:

Llega la mañana.

El cuarto de hotel amanece.

Afuera: el frío y la gasolinera.

Aquí: tú, que duermes

el silencio,

la primera bocanada de humo,

la resaca.

El mar, al retirarse, deja olvidados sobre la playa

los despojos de su vientre:

conchas, algunos peces muertos, líquenes,

la tristeza de una medusa que perdió el volumen

Así, con la luz descubro los indicios del sueño

en la humedad de las sábanas

y en el aroma de tu cabello incrustado sobre mis labios.

Después:

El ejercicio alquímico de cruzar tiempos,

caminando contigo por las calles de mi infancia

para pintarlas con tus pasos,

el café

y tu partida.

Ahora,

tirado sobre el sofá

mientras la tarde se diluye sobre el cristal

pienso que debería contarte cómo mi vida

condujo hasta este momento.

Pero no:

Prefiero aguzar el olfato,

cerrar los ojos,

y reconstruir, sobre el rojo de los párpados,

la afluente nocturna

y rumorosa con que tu cabello

te empapa los hombros,

el llano de tu vientre,

los resquicios de tu cuerpo,

para asirlos en la eternidad del presente,

antes que el olvido me oxide

antes que el olvido

que devora divinidades e imperios

me robe para siempre

esta ciudad que te sabe y este sofá que te piensa.

 

Canción de un picapedrero

Aquí

Ella se mira las manos

Yo cargo al sol en la espalda

estás   miras   esperas

un suspiro de hastío

esto no lo sabes

pasé el día esperando tus ojos

adivinando su negro en la roca

y pienso

en el vaho del comal

en tus muslos cansados

no hay reloj

aquí estás

aquí:

mírame sólo un instante

un instante chiquito como tus pies

como el monedero de plástico

que guarda tu miseria

mírame un instante

que yo fingiré estar solo

golpearé el pavimento

patearé los escombros

golpearé una y otra vez

respiro la brisa de piedra 

golpearé

que el sol se me resbale

y entonces

pueda cargar

sonriente

tu mirada

 

El ahogado

Soltó las amarras y, en un instante, los mecates podridos golpearon las aguas y se zambulleron lentamente hasta desaparecer. Inmóvil, párpados cerrados. El viento y la sal: todo escozor en los pulmones, todo es paletada invisible sobre el rostro. 

Arrojó la mirada final, la definitiva, la mirada que había de atrapar al puerto de un solo golpe pero que, por su irrenunciable temporalidad, por su finitud, no puede sino atraparlo palmo a palmo: así los párpados hambrientos se abrieron como abanico y la lengua de luz escapó hasta paladear cada ventana, cada techo de lámina oxidada, cada rostro que, ahora, contempla las fantasías que el sueño hace reales.

 

Manecilla

¿Cómo contártelo?

La amé tanto,

amé tanto sus ojos y su risa, que

–tal vez ella, después de todos estos años, aún no lo nota-

olvidé intencionalmente

mi reloj bajo su armario:

 sólo así

 sabré cuánto tiempo me llevó

servirme de una excusa banal

para encontrarla otra vez.

 

Manuscrito de Melmoth, platónico

 

Y así, mi vida no sigue nunca un mismo ritmo. En ciertas épocas, los días se despeñan en alud con una rapidez tal que soy incapaz de recordar detalle alguno: veo, escucho, deslizo los dedos sobre los objetos que me rodean pero no les presto atención, como si me urgiese llegar a algún punto al que no consigo ponerle nombre.

   Después del abalorio de jornadas veloces, suceden largas temporadas en las que el tiempo avanza con lentitud; cada día se dilata, se extiende como la techumbre al sol: y es en estos momentos cuando me gusta recordar. 

El ejercicio resultaría paradójico si, sobre la superficie de las horas largas, se dibujasen detalles precisos de etapas semejantes: así, me recordaría recordando; mediación de mediaciones: estático hasta el paroxismo. Pero no es así: recordar –por lo menos cuando no se tiene contemplado morir en los próximos lustros- debería consistir en un movimiento doble de rememoración y de creación. 

Por ello, el recordar me lanza a la calle en busca de alimento para tiempos futuros. Si bien es cierto que la muerte es una imposibilidad, la vejez –mi vejez- se patenta en este paladar cada vez más aficionado a la memoria.

 

   Pocas cosas disfruto tanto como las interminables caminatas por la ciudad. Con el correr de los años, el silencio de la calle vacía y negra se ha afianzado al muro de las leyendas lejanas, seriamente irrisorias. El sonido y la luz que salpican aquí y allá la noche ya son partes constitutivas de la naturaleza urbana. 

Y vaya goce: nada más alentador para mis años que las risas ajenas que chocan contra el centenar de vasos desperdigados sobre las mesas, se adhieren a los cuerpos danzantes y sudorosos, resbalan hasta el suelo y escapan por los umbrales hasta abrazarme. La vida ajena es ese reflejo que, invertido sobre el espejo, me toma de la mano hasta que carne y vidrio se funden: así, al reflejarme en mí, me desgarro con uñas vítreas y me distiendo en el espacio y sus objetos.

   Ahora, sentado en el Under, rodeado de gente desconocida y efímera, constato que jamás, en todos estos siglos, algo me ha dolido tanto como ese latigazo de tu voz. A medida que los sonidos se enhebraban, según cada palabra cobraba vida para, en un instante ulterior, abismarse hacia el vacío del silencio, la memoria en donde tu rostro se escondía fue retorciéndose como una hoja encendida. 

Desde entonces, ese tramo de tiempo se me aparece negro y sin forma y, a pesar de los años transcurridos, no consigo encontrarle sentido a cuanto dijiste aquella noche. Pero claro: la ceniza ahí está, aunque algunas veces olvide su presencia; siempre el horror de esa tinta chamuscada que en vano intento leer hoy, aquí, con la mirada fija en la barra pero sin notarla –mejor: notándola pero sólo como un accesorio desatendido, como un rectángulo negro que se agota en pura impresión carente de sentido.

   Tal vez me convendría dejar a un lado este “tú” con el que escribo. No estoy seguro a quién lo dirijo: si es a tu recuerdo o entablo un soliloquio en el cual no puedo evitar apelarte; o bien asumo que, de alguna manera, una forma de “tú” habita en mí, independiente y autosuficiente; si esto fuese así, entonces debería abandonar el singular –y, con ello, ahogar la fe en que esta carta llegará ante tus ojos. ¿Quién es ese “tú”? La pregunta no es vana: tal vez, de su respuesta depende cada una de las letras tejidas hasta ahora.

   Antes de comenzar, encontré esto; es de Maurice Blanchot: “en el borde de la escritura, siempre obligado a vivir sin ti”. La escritura como un balcón desde el cual puedo contemplar la distancia que media entre el barandal de tinta al cual se aferran mis dedos y el espacio que deberías ocupar, justo un paso más allá de la cuartilla: tirada en el sillón, sentada sobre el suelo, cruzando la puerta mientras te quejas del gentío o del calor: posibilidades, todas ellas, que anularían no sólo la escritura sino su motivo pero que, a su vez y porque sólo hay escritura, no son sino sueños ridículos de un anciano que ya nada puede. Porque si escribo es porque no estás: resulta imposible, en esta tu ausencia, encadenar fonemas para que se enreden en tu lóbulo, asciendan y, con premura, se despeñen hacia lo huesecillos de tu oído. Pero no estás y ese recular tuyo hacia la sombra me obliga –con toda la carga deóntica inscrita en el verbo- a echar la caña hacia atrás para lanzar con fuerza este anzuelo de letras hacia la negrura de las aguas en las cuales te adivino.

   A decir verdad, jamás conseguí comprenderte: el porqué de tus negativas, las cuales se fueron acumulando, una sobre otra, hasta que la pared que se erigió con ellas me impidió verte más: entonces, sólo tu voz lejana, asegurándome que, cuando nos mirásemos frente a frente, el mundo todo sería pura simetría.

   Quién seas tú es algo que ya no importa –quiero creer que no eres sino un vacío que se enmascara con letras para, entonces, mirarme desde la hoja. ¿Qué importa? Más allá de tu ausencia, todo me resulta vibrante, tal y como lo ha sido desde hace tanto. Pero, a pesar de todos estos años, de pie sobre un montón de cenizas dolorosas y barcos encallados, te escribo. 

 


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  Emilio, a través de tu mamá conocí de tus talentos como escritor y tu gran calidad humana.                                              ...