lunes, 15 de marzo de 2021

Ciudad Juárez, una muestra de la violencia en México

 


 

 

INTRODUCCIÓN

Desapariciones y reacción artística en el México del siglo XXI 

 

El presente ensayo es un lamento y un acta: el lamento por una imposibilidad y el acta de un compromiso.

Los primeros 

 

La bitácora de este trabajo inicia: 15 de septiembre de 2017, 12:51 de la madrugada. A lo largo del territorio nacional, la monotonía y el horror son suspendidos por la epojé colectiva: las casas se pintan con el verde, blanco y rojo de las guirnaldas y las banderas; los niños, en sueños, preparan los bigotes, los sombreros y las cananas que habrán de lucir en esos ritos de afirmación del imaginario que son los bailes escolares. La noche está salpicada de ventanas brillantes: todo debe estar listo para la fiesta de Independencia. De pronto, algo ocurre; en medio del susurro de los automóviles que atraviesan la noche y de la fiesta palpitante bajo el trajín, revientan varias detonaciones: el sonido metálico anuncia la presencia de la muerte, dictada por un juez autodesignado que se pierde en las sombras.

   No es extraño que, en un sinfín de urbes mexicanas, la figura blanca de la Santa Muerte cobre fuerza como depositario de una fe ardiente, desesperada –y, muchas veces, pavorosa, terrible. ¿Qué ha ocurrido en el país que los ojos del fiel se vuelven hacia el cráneo descarnado y de cuencas vacías para adorarle? El auge del culto a la Santa Muerte pone al descubierto la situación que vive nuestro país, situación en la cual el terreno se ha tornado pantanoso y, en medio del hundimiento, no existe asidero alguno; sin maderos, sin cuerdas, sin horizontes, la muerte se erige, fastuosa, como constatación única y como amenaza permanente; así, un famoso rapero de Santa Catarina, Nuevo León, alaba a la Santa Muerte: “yo no sé si hay un cielo o un infierno pero lo único seguro en esta vida es usted, eso lo entiendo” (Cártel de Santa, 2004) –y tal es la única certeza que le es dado alcanzar a la vida cuando es amenazada: su negación.  A la vez, como las Danzas macabras bajo medievales, en el culto a la Santa Muerte se hace patente el anhelo de igualdad y de justicia conseguidas así sea en la finitud, en un país que es la cuna del segundo hombre más rico del mundo (Forbes, 2015) y en donde 53.3 millones de personas –el 45.5 % de la población- vive en condiciones de pobreza (CONEVAL, 2015). La muerte –pero no la muerte apacible que sorprende al enfermo en la cama sino la muerte violenta, la que es anunciada por la tortura y que es seguida por el desmembramiento, la muerte bajo los discos ardientes de La Bestia, la vida que es sólo un simulacro de sí, vivir como sobrevivir-, la muerte, decimos, se oculta detrás de un parabrisas, bajo la mirada del “sujeto endriago”, para utilizar el sórdido concepto formulado por la filósofa mexicana Sayak Valencia (2010). Las cifras muestran una realidad que así lo confirma: entre 2007 y 2014, 164 mil personas han muerto en el marco de la guerra contra el narcotráfico (Breslow, 2015), 51 mil de ellas en los últimos tres años; según el portal Aristegui Noticias, desde enero de 2015 se cometen dos asesinatos cada hora –y no hay que olvidarlo: las cifras y los porcentajes nos impresionan por su magnitud pero dejan de  lado las realidades vividas, las experiencias de miedo y dolor de cada una de las víctimas, la marginación y la violencia que construyeron un sustrato de habitualidades cegado de golpe; las madres, los padres, los hermanos y los hijos llorosos ante la ausencia. Los jóvenes, víctimas usuales del horror, manifiestan el miedo en sus opiniones: el 47% de los jóvenes mexicanos considera que vivir en su ciudad es inseguro –el caso más lamentable es el de los jóvenes habitantes de Ecatepec, municipio mexiquense que forma parte de la inmensa mancha urbana de la Ciudad de México: el 83.9% es consciente del riesgo que enfrenta al vivir en su medio, un medio en donde la violencia del narcotráfico, los feminicidios y los secuestros se han disparado a niveles exorbitantes.

   En medio de este mosaico, una de las prácticas más aterradoras es la desaparición forzada, la cual, lejos de ser la romántica fuga de la ciudad que supuso Don Alfonso Reyes (2002: 142-150), es, más bien, una de las muestras más fehacientes del abuso de poder y la desigualdad social que imperan en el país. Según la resolución 47/133 de la Asamblea General de la ONU (1992), se produce desaparición forzada cuando:

 

[…] se arreste, detenga o traslade contra su voluntad a las personas, o que éstas resulten privadas de su libertad de alguna otra forma por agentes gubernamentales de cualquier sector o nivel, por grupos organizados o por particulares que actúan en nombre del Gobierno o con su apoyo directo o indirecto, su autorización o su asentimiento, y que luego se niegan a revelar la suerte o el paradero de esas personas o a reconocer que están privadas de la libertad, sustrayéndolas así a la protección de la ley.

 

La desaparición forzada es una práctica represiva que surgió en la década del sesenta en América Latina –en específico, en Guatemala, entre 1963 y 1966 (Molina Theissen, 1996: 65). En México, según constata la detallada investigación de Laura Castellanos sobre la guerrilla (2008), la desaparición forzada fue una estrategia utilizada por el Estado en el combate contra la insurgencia; en este sentido, tal y como afirma Federico Mastrogiovanni (2014), la desaparición forzada solía tener un blanco específico: comunistas, estudiantes disidentes, obreros huelguistas –personajes usuales de la izquierda mexicana de las décadas anteriores. En nuestros días, sin embargo, lo característico de la desaparición es “su aparente casualidad junto con la criminalización de las víctimas” (Mastrogiovanni, 2014: 30): cualquiera puede desaparecer y, al hacerlo, las autoridades y los medios de comunicación se encargarán de justificar y, así, naturalizar el suceso. Lo anterior, sin embargo, no implica que la desaparición política haya cesado; antes bien, a ésta se ha sumado la desaparición fortuita del individuo común. Las cifras de la desaparición en México, reveladas por el Registro Nacional de Personas Extraviadas o Desaparecidas del Sistema Nacional de Seguridad Pública, son estremecedoras: según la nota publicada por Alberto Morales y Juan Arvizu el 3 de septiembre de 2015 en el diario El Universal, la Secretaría de Gobernación y la Procuraduría General de la República reportaron un total de 24812 casos. A partir de la misma fuente, la revista Proceso obtuvo que, entre 2013 y 2014, desaparecieron 13 personas al día. El portal Animal político actualizó las cifras anteriores, sumando 1360 personas desaparecidas en el primer cuatrimestre de 2015.

   El horror de la desaparición forzada radica en la indefensión a la cual es abandonada la víctima: aquel que no volverá, aquel que, vivo, ha muerto para su entorno, puede ser objeto de aberraciones apenas concebibles –y, en el caso improbable de escapar a los captores, ¿a quién acudir si las instituciones de defensa son las mismas que perpetran la desaparición? A la vez, los seres queridos de la víctima sufren de una incertidumbre angustiante: ¿Qué fue de ella? ¿Qué le han hecho? ¿Está viva o muerta? Si vive, ¿en qué condiciones se encontrará?

   Una marejada de casos que hielan la sangre es el asesinato y la desaparición de mujeres iniciada desde 1993 en Ciudad Juárez, Chihuahua, y extendida en los últimos años hacia otros estados, como Tamaulipas, Veracruz, Puebla y, sobre todo, el Estado de México: 7185 mujeres han desaparecido en el país, el 96% de ellas en los últimos dos sexenios. A lo anterior hay que sumar la gran cantidad de feminicidios: según un informe dado a conocer por diversas ONG el 13 de octubre de 2015, una mujer es asesinada cada tres horas (Molina, 2015).

   Ante estos crímenes y ante la tímida respuesta a éstos por parte de las autoridades, las reacciones no se han hecho esperar: conformación de grupos civiles y marchas pusieron de manifiesto el malestar que la desaparición y el asesinato de mujeres produce en la sociedad. Parte de estas reacciones excede la formalidad estrictamente política; muchas de ellas, al contrario, se han llevado a cabo a partir de la creación de obras de arte: tal es el caso  de Ensayo de la identidad, de Mayra Martell, serie de fotografías, cajas de luz y un video que documenta las habitaciones –y fragmentos de éstas- pertenecientes a las jóvenes desaparecidas en Ciudad Juárez, objeto del trabajo que aquí presentamos. Ahora bien, el arte de contenido social y político, el “arte comprometido” del siglo anterior se caracterizó por encontrarse en la línea que separa la creación artística de la propaganda, y, por ello, presupuso una relación entre la obra y alguna institución política –bien un gobierno, bien un partido o bien un sistema ideológico específico. La obra de Mayra Martell rompe con lo anterior: de manera alguna podemos encontrar rastros de, por ejemplo, principios marxistas; así, la función política de Ensayo de identidad no es la propaganda ni la ideologización. Si esto es así, entonces, ¿qué tipo de manifestación estético-política es Ensayo de la identidad, de Mayra Martell? Esta pregunta es el cuestionamiento último de una pregunta más general y problema a investigar en este trabajo: ¿Cuál es el sentido de Ensayo de la identidad, de Mayra Martell? Este cuestionamiento puede dividirse en investigaciones menores que, en conjunto, nos permitan dar una respuesta unitaria al problema.

   La primera investigación parte de una afirmación a demostrar: allende los terrenos lógicos, la negatividad propia de las demandas sociales siempre implica un contenido positivo inmanente, esto es: decir “no” a una medida política o a un hecho que afecta a algún grupo social conlleva, por lo menos de manera implícita, una idea de justicia y la noción de un estado de cosas ideal

. Hacer explícitas esta idea y esta noción, por parte del sujeto negante, implica dar razones. La negación va dirigida contra algo –un orden social, una práctica, un mandato- que altera la normalidad y puede ser llevada a cabo de dos maneras: como demanda y como subversión, acciones que tienen como correlatos, respectivamente, al sujeto demandante y al sujeto subversivo. El primero de éstos es aquél que exige la anulación de un hecho concreto; el segundo, en cambio, considera el hecho particular como la expresión de una armazón sistémica injusta; por ello, si bien el sujeto subversivo hace frente a un caso dado, su demanda se extiende hasta la modificación del ordenamiento social, político y económico todo. A partir de la propuesta de estos dos conceptos, podremos entender el arte político como una parte integrante de los movimientos sociales. 

   En el caso de Ensayo de identidad, la pieza obedece a un tipo de estética que llamaremos “dialógica” –en este sentido es, efectivamente, negativa. Es dialógica porque toma una posición negativa con respecto a algo y, a la vez, se presenta positivamente frente al espectador, el cual, allende el espacio de interacción artística, podrá responder de diversas maneras; lo que debemos investigar, entonces, es (1) en qué consiste y cómo se construye esta negatividad, (2) qué es aquello que la obra niega, (3) cómo consigue transmitir esta negatividad al espectador y (4) cuál es el aspecto positivo implícito en la toma de posición de la pieza con respecto a lo negado.

   Un segundo análisis debe permitirnos comprender la relación entre obra-público. Al respecto, lo primero que podemos constatar es que la obra de Mayra Martell retrata el mundo circundante de las desaparecidas, tal y como éste se encuentra después del suceso fatal. Ahora, en tanto espectadores, contamos con un conocimiento previo que dará un sentido específico a las piezas: éstas no se muestran como la simple captura de habitaciones sino de habitaciones de mujeres desaparecidas. Ello nos obliga a comprender cómo es que el espectador se pone en actitud personalista a partir del enfrentamiento con una reproducción fotográfica. Las piezas que integran Ensayo de identidad recortan el mundo circundante ajeno de un modo muy peculiar: aquello que las fotografías muestra no es la habitación en su totalidad sino aspectos de ésta. Así, deberemos estudiar la habitación como espacio íntimo; para comprenderlo, relacionaremos las nociones de mundo circundante y de habitualidad –de habitualidad en sentido activo-; además, será necesario poner en juego el concepto de escorzo. De esta manera, tal y como argumentaremos, las piezas que integran Ensayo de identidad nos arrojan hacia una experiencia empática radical: no son retratos de habitaciones sino retratos de miradas: el espectador, por medio de la fotografía, participa de la mirada de la ausente. El impacto de las fotografías radica en que muestran un mundo circundante que, en mi propia experiencia, es horizonte siempre abierto: Ensayo de identidad retrata la experiencia del entorno al cual ha sido negada su apertura. En este punto, podremos dar una primera respuesta relativa al sentido de la obra: ésta es una marca de la posible experiencia de la ausente; su impacto en el espectador –su aspecto estético- se constituye como un ensayo, un intento por reproducir dos experiencias imposibles: la radical experiencia del otro y la vivencia de quien ha muerto.  

   En la conclusión, analizaremos el mundo anterior a la emergencia de las piezas, de manera tal que se hagan explícitas las condiciones sociales –cultura, relaciones y prácticas políticas- que enmarcan y a las cuales enfrenta la obra. Sobre esta base, podremos conectar la fenomenología con los análisis desarrollados en las últimas décadas por Achille Mbembe y por Antonio Negri, ambos de inspiración foucaultiana. Prácticas como la desaparición forzada, tema del Ensayo de la identidad, forman parte de las medidas de gobernanza características de la “necropolítica”, esto es, la administración de la muerte como forma de ejercicio del poder; frente a ésta, la biopolítica es una forma de subversión contra hechos semejantes: “el poder de la vida de resistir y determinar una producción alternativa de subjetividad” (Hardt y Negri, 2009: 72). A partir de lo anterior, estaremos en condiciones de ofrecer una respuesta definitiva a la interrogante que nos guía: la positividad inmanente a Ensayo de identidad es la biopolítica; en este sentido, el contenido positivo de la obra es aún más radical que la propaganda de alguna ideología determinada: apunta, antes bien, hacia la defensa de la preservación de la vida, núcleo básico de la constitución sociedal, y a las posibilidades que la apertura de aquella permite –la vida que hace frente a la muerte. 

   La investigación a emprender se enmarca dentro de la teoría fenomenológica. Tomaremos como eje los parágrafos 49 a 53 del Libro segundo de Ideas relativas a una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica (2005), de 1912; los ensayos redactados por Husserl entre 1922 y 1924 para la revista japonesa Kaizo, y publicados en nuestra lengua con el título de Renovación del hombre y la cultura (2002); la Quinta de las Meditaciones cartesianas (2005); la conferencia, pronunciada en 1935, “La filosofía en la crisis de la humanidad europea” (2007); y algunos fragmentos de los manuscritos en torno a la intersubjetividad, compilados y comentados por Angela Alles Bello bajo el título de Husserl, sobre el problema de Dios (2000). Esta base teórica será completada con el estudio desarrollado en últimos años por Bernhard Waldenfels en torno a lo extraño, el pathos y la respuesta (2015). Para guiar nuestra lectura, seguiremos dos monografías: la primera parte de La agonía de la razón: reflexiones desde la fenomenología práctica, “Dimensiones de la razón y constitución de la persona individual y colectiva”, de Rosemary Rizo-Patrón de Lerner (2015), y Husserl y lo político, de Karl Schumann (2009).

   Por su parte, los conceptos de “biopolítica” y de “necropolítica” nos exigen hacer una revisión del fundamento común a ambos: el concepto de “biopoder”, formulado por Michel Foucault en sus lecciones de finales de los setentas (2006, 2007, 2014). El concepto de “biopolítica”. en tanto modo de subversión contra el biopoder, es delineado por Antonio Negri en diversas obras. Para terminar, el concepto de “necropolítica” será analizado en el contexto original de su formulación, el breve y brillante ensayo “Necropolítica”, de Achille Mbembe (2011), y en el estudio que, de cara a los problemas nacionales, hace Sayak Valencia (2010) en su tesis doctoral, titulada Capitalismo gore.

   ¿Por qué emprender una investigación como la propuesta? Por hacer nuestra la dificultad para responder la pregunta planteada por una canción de Fito Páez: “¿Qué ha pasado en este barrio, tan tranquilo y tan callado, y quién dio la orden de cambiar el mundo?”. O, ¿de verdad ha pasado algo? Sorprende constatar la actualidad de los textos anarquistas de los hermanos Flores Magón, de Práxedis Guerrero o de Librado Rivera: los males que ellos denunciaron siguen vigentes; sin embargo, existe una diferencia considerable: medios de comunicación y redes sociales, ídolos pop, moda, educación instrumental y de baja calidad –y, al otro lado de la cuartilla, violencia exaltada, despolitización, egoísmo, sexismo, explotación consentida: en una palabra, alienación, alienación llevada hasta niveles insospechados y que obliga a los sujetos a aceptar una realidad salvaje e injusta sin siquiera tematizarla. La crisis que atraviesa nuestro país la he visto objetivada en tres experiencias inmediatas: la transformación de mi entorno inmediato, el desplazamiento de una parte de mi familia y los inicios de mi vida laboral.

   Crecí en Bosques de Aragón, colonia situada en los bordes del municipio de Nezahualcóyotl, justo en los límites que separan el Estado de México del Distrito Federal. Bosques de Aragón y su mellizo, Prados, son colonias de clase media rodeadas por barrios difíciles –Joyas, Ciudad Lago, Vergel de Guadalupe, Impulsora, Las Armas. Había violencia, claro, pero era una violencia de puños y de amenazas que no iban más allá del revólver desenfundado. Yo tenía unos nueve o diez años cuando escuché por primera vez un disparo y supe que alguien había muerto por la detonación. Aquel día, un adolescente que vivía varias casas delante de la mía organizó una fiesta –lo cual, hay que decirlo, era todo un suceso en una calle cerrada y silenciosa. Sin razón alguna, me desperté en la madrugada. La música había cedido ante el griterío cargado de insultos: la gente peleaba. De pronto, el disparo, los gritos de horror, el rumor de la carrera en tumulto. Justo afuera de mi casa, escuché una voz femenina desesperada: ¡Es que yo vi cómo le dispararon en la cara! ¡Lo mataron! Al día siguiente, mi amigo de la infancia, Raymundo, y yo fuimos al lugar del suceso: en efecto, sobre la banqueta se encontraba la silueta a gis y las manchas pardas de sangre seca. Y sólo eso. De un hombre con una historia, que tal vez había proyectado conocer a una mujer y que seguramente bailaba; de un hombre que reía y pensaba, sólo quedaba eso: un borde fantasmal y un manchón de costras sobre el pavimento. Como es de esperarse, con el correr de los años, la violencia se incrementó en la colonia hasta llegar al paroxismo en el 2012; las noches de los viernes, después de las nueve, eran el marco de rechinidos de llantas y disparos –y, sin embargo, el horror no fue negado sino que se normalizó.

   Por otra parte, tras ser testigos directos de la llegada del horror al Paso del Norte, varios de mis tíos abandonaron el desierto juarense para buscar seguridad en El Paso. Mi padre, empleado de una compañía de teléfonos, dejó Monterrey con la esperanza de hallar tranquilidad en Torreón; después de algunos años, decidió que vivir en la Ciudad de México era la mejor opción. ¿Cómo es que, en unos cuantos años, México se convirtió en una de las regiones más violentas del mundo?

   Además, desde mis primeros pasos como profesor, la constatación más evidente que pude obtener fue el alto grado de ideologización que sufren los jóvenes. Los grupos con los cuales trabajé estaban integrados por muchachos de entre quince y veinte años, la gran mayoría de ellos provenientes de familias con pocos ingresos; algunos habían sido o bien rechazados en el concurso de ingreso a la educación media superior, o bien expulsados de instituciones públicas. A pesar de lo anterior, las difíciles condiciones de vida actuales y el futuro de explotación inminente al cual se dirigían les resultaban secundarios: para ellos, la imagen personal, los ídolos musicales, el consumo de drogas y el sexo casual se encontraban en la punta de su escala axiológica. Muchos de ellos, habitantes de colonias con altos índices de criminalidad, eran testigos directos del aumento de la violencia en la Ciudad de México; sin embargo, esta escalada les resultaba irrelevante.   

   En aquel entonces, tuve la suerte de cursar varias materias que me ayudarían a dar sentido a los problemas señalados y conectarlos con la investigación desarrollada en mi tesis de licenciatura, la cual versó en torno al carácter sociocultural de la semántica a nivel cognitivo. Con toda la crudeza de la experiencia inmediata, caí en cuenta del altísimo grado de sujeción al cual está sometido el individuo a nivel psicológico-discursivo; en tanto somos seres sociales, asumimos como naturales una serie de creencias, saberes y valores que impregnan nuestro medio; sin embargo, éstos juegan un papel con respecto a los modos de producción y las relaciones de poder.

   La enajenación y la despolitización son, pues, problemas reales, patentes en nuestro trato con los otros y evidenciados por datos cuantitativos. Según la Encuesta Nacional de Valores realizada por el IMJUVE en 2012, el 89.6% de los jóvenes mexicanos se interesan “poco o nada” en la política. ¿Podría ser de otro modo? El fenómeno resulta perfectamente comprensible en un país donde la política es concebida como una esfera trascendente y el poder como un fetiche, donde la democracia se reduce al pluripartidismo y al voto, y donde la corrupción y el abuso de poder son actos constitutivos del ejercicio gubernamental; es comprensible, claro, en un mundo económica y culturalmente globalizado en el cual los medios de comunicación producen subjetividades homogéneas por medio de la imposición de escalas axiológicas –y en éstas, la política cede ante el entretenimiento banal y el egoísmo.

   Ante la oscuridad del panorama ahora esbozado, Ensayo de la identidad, de Mayra Martell, pone en evidencia la inmanencia de lo político, mostrando en su obra –una obra que, como surtidor, está a la espera de lecturas múltiples y acciones concretas- la inmediatez del ejercicio del poder no sólo como horror sino, también, como vida a hacerse; Ensayo de identidad nos permite vislumbrar resquicios de humanidad y de justicia allende la decepción, y las infructuosas y necias discusiones de la izquierda institucional; humanidad y justicia aquí y ahora, no en abstracciones discursivas sino en la cotidianeidad de la vida. Mayra Martell nos orilla a la empatía en un país donde ésta parece eclipsada por la cosificación, nos enseña cómo la muerte es mucho más que la mera contabilización de datos: con la muerte se pierde una perspectiva necesaria para el mundo circundante compartido; además, nos exige a recordar que, detrás del horror y del palabrerío, la vida debe primar como exigencia política básica.

   Desde mis primeros pasos por la Universidad Nacional Autónoma de México, en la Licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas, diversas formas de militancia fueron una constante en mi vida; hoy, en medio del caos y la materialización de las pesadillas, y a pesar del conformismo general y del “regreso del idiota social”, para utilizar la dura expresión de Marcos Roitman, la ofensa ante la injusticia se vivifica y los sueños de libertad y de justicia no sólo no claudican sino que se antojan urgentes. La edad, el empleo y los compromisos propios de un padre soltero impiden la participación política de antaño –pero, como señaló Rimbaud, “el combate del espíritu es tan brutal como la batalla de los hombres”: sea, cuanto aquí se escriba, la metamorfosis de las militancias juveniles en subversión de ideas.

   Antes de comenzar, es necesario dedicar algunas palabras con respecto a una peculiaridad del texto. Como se verá, cada capítulo comienza con un breve resumen del argumento a desarrollar; después de éste, y antes del inicio de la investigación propiamente dicha, aparecen fragmentos resaltados con cursivas; estos fragmentos, inspirados en los trabajos de Maurice Blanchot y de Jacques Derrida, constituyen una reflexión en torno a la escritura, la ausencia y la muerte; como se verá, están redactados en segunda persona y cobrarán sentido una vez que la tesis concluye; en cierta manera, dos escrituras que avanzan en paralelo, se atarán al llegar al punto final. Agradezco a la Dra. Sonia Torres Ornelas y al Maestro Víctor Uc Chávez por iniciarme en la lectura de los filósofos ahora mencionados y despertarme, así, de mi sueño analítico. Sin nada más que agregar, comencemos.

 

PRÓLOGO

¿Cuál es la función de una introducción? ¿Es ésta parte del cuerpo textual o, de alguna manera, conserva cierta autonomía? 

 

La pregunta por el sentido de una obra de arte es, en sentido estricto: “¿Por qué siento 

 

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