Emilio J. García Cuevas
Y así, mi vida no sigue nunca un mismo ritmo. En ciertas épocas, los días se despeñan en alud con una rapidez tal que soy incapaz de recordar detalle alguno: veo, escucho, deslizo los dedos sobre los objetos que me rodean pero no les presto atención, como si me urgiese llegar a algún punto al que no consigo ponerle nombre.
Después del abalorio de jornadas veloces, suceden largas temporadas en las que el tiempo avanza con lentitud; cada día se dilata, se extiende como la techumbre al sol: y es en estos momentos cuando me gusta recordar. El ejercicio resultaría paradójico si, sobre la superficie de las horas largas, se dibujasen detalles precisos de etapas semejantes: así, me recordaría recordando; mediación de mediaciones: estático hasta el paroxismo. Pero no es así: recordar –por lo menos cuando no se tiene contemplado morir en los próximos lustros- debería consistir en un movimiento doble de rememoración y de creación. Por ello, el recordar me lanza a la calle en busca de alimento para tiempos futuros. Si bien es cierto que la muerte es una imposibilidad, la vejez –mi vejez- se patenta en este paladar cada vez más aficionado a la memoria.
Pocas cosas disfruto tanto como las interminables caminatas por la ciudad. Con el correr de los años, el silencio de la calle vacía y negra se ha afianzado al muro de las leyendas lejanas, seriamente irrisorias. El sonido y la luz que salpican aquí y allá la noche ya son partes constitutivas de la naturaleza urbana. Y vaya goce: nada más alentador para mis años que las risas ajenas que chocan contra el centenar de vasos desperdigados sobre las mesas, se adhieren a los cuerpos danzantes y sudorosos, resbalan hasta el suelo y escapan por los umbrales hasta abrazarme. La vida ajena es ese reflejo que, invertido sobre el espejo, me toma de la mano hasta que carne y vidrio se funden: así, al reflejarme en mí, me desgarro con uñas vítreas y me distiendo en el espacio y sus objetos.
Ahora, sentado en el Under, rodeado de gente desconocida y efímera, constato que jamás, en todos estos siglos, algo me ha dolido tanto como ese latigazo de tu voz. A medida que los sonidos se enhebraban, según cada palabra cobraba vida para, en un instante ulterior, abismarse hacia el vacío del silencio, la memoria en donde tu rostro se escondía fue retorciéndose como una hoja encendida. Desde entonces, ese tramo de tiempo se me aparece negro y sin forma y, a pesar de los años transcurridos, no consigo encontrarle sentido a cuanto dijiste aquella noche. Pero claro: la ceniza ahí está, aunque algunas veces olvide su presencia; siempre el horror de esa tinta chamuscada que en vano intento leer hoy, aquí, con la mirada fija en la barra, pero sin notarla –mejor: notándola, pero sólo como un accesorio desatendido, como un rectángulo negro que se agota en pura impresión carente de sentido.
Tal vez me convendría dejar a un lado este “tú” con el que escribo. No estoy seguro a quién lo dirijo: si es a tu recuerdo o entablo un soliloquio en el cual no puedo evitar apelarte; o bien asumo que, de alguna manera, una forma de “tú” habita en mí, independiente y autosuficiente; si esto fuese así, entonces debería abandonar el singular –y, con ello, ahogar la fe en que esta carta llegará ante tus ojos. ¿Quién es ese “tú”? La pregunta no es vana: tal vez, de su respuesta depende cada una de las letras tejidas hasta ahora.
Antes de comenzar, encontré esto; es de Maurice Blanchot: “en el borde de la escritura, siempre obligado a vivir sin ti”. La escritura como un balcón desde el cual puedo contemplar la distancia que media entre el barandal de tinta al cual se aferran mis dedos y el espacio que deberías ocupar, justo un paso más allá de la cuartilla: tirada en el sillón, sentada sobre el suelo, cruzando la puerta mientras te quejas del gentío o del calor: posibilidades, todas ellas, que anularían no sólo la escritura sino su motivo pero que, a su vez y porque sólo hay escritura, no son sino sueños ridículos de un anciano que ya nada puede. Porque si escribo es porque no estás: resulta imposible, en esta tu ausencia, encadenar fonemas para que se enreden en tu lóbulo, asciendan y, con premura, se despeñen hacia lo huesecillos de tu oído. Pero no estás y ese recular tuyo hacia la sombra me obliga –con toda la carga deóntica inscrita en el verbo- a echar la caña hacia atrás para lanzar con fuerza este anzuelo de letras hacia la negrura de las aguas en las cuales te adivino.
A decir verdad, jamás conseguí comprenderte: el porqué de tus negativas, las cuales se fueron acumulando, una sobre otra, hasta que la pared que se erigió con ellas me impidió verte más: entonces, sólo tu voz lejana, asegurándome que, cuando nos mirásemos frente a frente, el mundo todo sería pura simetría.
Quién seas tú es algo que ya no importa –quiero creer que no eres sino un vacío que se enmascara con letras para, entonces, mirarme desde la hoja. ¿Qué importa? Más allá de tu ausencia, todo me resulta vibrante, tal y como lo ha sido desde hace tanto. Pero, a pesar de todos estos años, de pie sobre un montón de cenizas dolorosas y barcos encallados, te escribo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario