Emilio J. García Cuevas
Allí el lamento primero del mundo,
agorero vagabundo exento de sombra,
sobras del resquicio de viento y penumbra
que a tientas nombra un juicio nacido mudo.
El océano infinito de sol que rudo,
Constante, cae y enciende el hilo,
sujeto en vilo, la vena abierta
frente a la arena de aquello que hubo,
Aquello que habrá.
El intento llora y deviene en vicio
de círculos y círculos en un mar
que zarpar espera de un círculo mayor
de cal, y en imágenes de vacío
halla sólo el hastío primordial
del aire que aún no se crea,
primero sobre la seda
y las aguas turbulentas hechas manantial.
El mar –recuérdalo, aprendiz de alquimista-
dista un abismo de ser cuerpo de agua:
es la onda que brota y quiebra la calma,
el alma labrada y rota por la arista
de la manecilla, la arena caída
por el cuello del cristal, sombra de vara,
medida cara, sucesiones que apagan
la llaga de la Nada para hacer vida.
Leve cuesta, grieta ígnea, lágrima ínfima
que inflama la palma del que mira las piras,
las danzas, las figurillas y cae de rodillas,
los brazos gritando y la boca al cielo en la íntima
imantación entre el cuerpo y aquellos que siempre son,
y son porque su razón rehúye al tiempo
que en el viento inmóvil traza su narración y su cuento.
La Eternidad, sin duda,
es del color que media
entre guinda y púrpura:
Ya amanece y la leche
se ha vertido entera,
apagando lumbreras
y encendiendo estrellas.
Destellos en la niebla:
el cuerpo abierto tiembla
y se revuelve en brumas
grises sobre la playa bruta.
Por fin,
He aquí
la Eternida
d.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario