Emilio J. García Cuevas
El 11 de marzo de 1818 vio la luz Frankenstein o El moderno Prometeo, de la inglesa Mary Shelley. Todos conocemos su origen, relatado por la autora en la Introducción a la edición de 1831: durante una estancia en Suiza, en el verano de 1816, Mary Shelley y su esposo, el poeta Percy Bysshe Shelley, se vieron conminados a permanecer en encierro por varios días, en compañía de John Polidori y de Lord Byron. Tras la lectura de un antiguo volumen de relatos fantasmagóricos, éste último lanzó un reto: escribamos una historia de fantasmas. La autora recuerda que la inspiración llegó a ella a partir de una larga charla entre su esposo y Byron, en la cual se discutió si era posible dar vida a una criatura a partir de los descubrimientos de Luigi Galvani. Todos, también, sabemos la anécdota que la novela relata.
Sin lugar a dudas, la figura del monstruo creado por Mary Shelley es uno de los pilares sobre los cuales se ha instituido el imaginario del horror contemporáneo, al punto de convertirse en una pieza clave de la cultura popular pero, ¿dónde radica su peculiaridad? ¿Qué hay en la narración de la escritora inglesa que le permitió erigirse como un parteaguas en la literatura de terror? La originalidad de Frankenstein consiste en ser una de las primeras obras en las cuales se rompe con esquemas hasta entonces vigentes: el horror que provoca el monstruo no es un horror sobrenatural, enraizado en la amalgama entre dogma religioso y cultura popular; antes bien, es un horror -por llamarlo de alguna manera- contranatural, un horror que prescinde de toda forma de trascendencia o, más aún, la anula pues hace patente que incluso aquello que se consideraba sagrado -la vida- puede ser reproducido por la tecnociencia. Si esto es así, ¿qué tipo de héroe es Frankenstein? ¿Qué podemos decir con respecto a su “demonio”?
Según la visión clásica, los héroes son productos culturales que resumen los valores anónimos de la comunidad; habitantes del imaginario social, creados por todos y por nadie, reproducen en los habitantes la visión de mundo que particulariza al grupo. En un interesante estudio en torno a la obra de Nietzsche, el fenomenólogo checo Pavel Kouba enfrenta la asepsia disciplinar de la imagen anterior al afirmar que, en realidad, una de las formas propias del ejercicio del poder consiste en la imposición de un modelo ideal de hombre que, dadas sus cualidades, resulta inalcanzable para el grueso de la población.
A partir del siglo XVI, podríamos suponer, junto con Jean-Francois Lyotard, que la figura ideal por excelencia es la del científico, personaje cuya acción se extiende como un manto sobre la sociedad del naciente sistema-mundo; no obstante, el dogma de la objetividad que ha dado sentido al discurso científico y el fetichismo característico de nuestra cultura nos hacen pensar que, tal vez, el gran personaje de la modernidad carece de forma humana; así, desde el siglo XVI hasta nuestros días, el personaje conceptual -según la noción desarrollada por Deleuze y Guattari- que articula nuestra realidad es la ciencia: es ésta la que gotea, escurre, sigue un cause y cubre con una marejada hasta inundar cada uno de los rincones institucionales, desde el conocimiento y su régimen de verdad hasta los sistemas políticos, el modo de producción y la cultura.
Es difícil concebir la aparición de una obra como Frankenstein o El moderno Prometeo fuera del contexto inglés y romántico, y en una pluma que no sea la de Mary Shelley, hija de la escritora feminista Mary Wollstonecraft y del socialista utópico William Godwin. La Inglaterra de principios del siglo XIX fue el gran foco de la Revolución Industrial, esa revolución en la cual se hizo patente la mutua dependencia entre el desarrollo del capitalismo y el progreso de la ciencia -y, a la vez, fue el espacio en el cual los horrores de la producción se evidenciaron con toda su crudeza.
La ciencia moderna descansa sobre un antropocentrismo integrado por el endiosamiento de la razón y por la idea de progresividad, tanto epistémica como moral, y éstas, a su vez, asumen una ontología que puede rastrearse hasta la sofística griega, y que parte de la diferencia entre physis y nomos, entre lo natural y lo social, entre aquello que se genera a sí mismo y lo convencional. Esta distinción, alimentada por la visión judaica de la Creación, dio como resultado el llamado “especismo”, esto es, el convencimiento de que existe una diferencia cualitativa entre seres vivos: el hombre, amo y señor de la tierra, a la cabeza, y el resto, disponible para su explotación: “Hagamos a la persona con nuestra imagen, nuestra semejanza. Que dominen a los peces del mar, a las aves del cielo, las bestias, toda la tierra y todo animal rastrero que se arrastra sobre la tierra” (Parashat Bereshit, 1:26). Esta diferencia, sin embargo, ha sufrido algunos cambios con el correr de los siglos: efectivamente, el ser humano ha actuado como si la tierra le perteneciese; empero, por medio del pensamiento científico, ha tendido a naturalizarse hasta a sí mismo -tal es, en cierta manera, lo que Max Weber llamó el “desencantamiento del mundo”: todo es cognoscible porque todo es, en última instancia, lo mismo: materia y sólo materia manipulable.
Toda forma de discurso, sin importar qué tanto se haya cristalizado en un grupo social, se encuentra siempre bajo la amenaza de alguna forma de contradiscurso; en el caso de la ciencia moderna, ésta fue encarnada por el romanticismo: ante la afirmación ilustrada de la razón y el progreso, de la objetividad y el pragmatismo, los románticos apostaron por la pasión y el misticismo, el goce estético y la gratuidad del saber. En Frankenstein, Mary Shelley se sirve de la figura del científico quien, en su búsqueda del dominio absoluto sobre los poderes de la naturaleza, termina por destruirse a sí mismo.
A la par de constituirse como profunda crítica a esa ciencia sin límites, Frankenstein nos interpela de un modo muy particular: no olvidemos que es una novela gótica. En este sentido, Shelley pone en alerta al lector ante los peligros de una ciencia sin escrúpulos y, para conseguirlo, recurre a un medio muy particular: el horror.
Para Edmund Husserl, filósofo moravo que dio luz a la fenomenología, la experiencia de lo extraño, la Fremderfahrung, comienza por el asombro y el miedo, reacciones caracterizadas por la falta de sentido, esto es: nuestra vida cotidiana está marcada por lo habitual; tenemos vivencias a las cuales dotamos de sentido porque contamos con ciertos contenidos que nos permiten hacerlo. Lo extraño, por el contrario, es aquello que, en su aparecer, nos deja estupefactos pues rompe con lo cotidiano y carecemos de contenidos para comprenderlo. A partir de esto, ¿qué es lo aterrador del monstruo creado por Frankenstein? Por principio, su artificialidad y el hecho de estar formado de partes de cadáver, su violencia inaudita, su imagen y, en la raíz de todo lo anterior, aventuramos: el monstruo es el espejo que reproduce aquello en lo que nos hemos convertido como humanidad y que no encuentra mejor expresión que la esbozada por el joven Marx en sus manuscritos de 1844: la enajenación. ¿Qué entendemos por un concepto semejante? En Hegel, la enajenación es un momento necesario del devenir de la consciencia y acaece cuando, una vez transformados, emprendemos el camino de la autoconsciencia y no conseguimos reconocernos, esto es, nos hemos hecho extraños a nosotros mismos. En Feuerbach, por su parte, la enajenación es un proceso por medio del cual los seres humanos crean a la divinidad para someterse a ésta: podemos ser misericordiosos, poderosos y sabios, empero, hacemos de estas cualidades algo ajeno a nosotros mismos y las atribuimos a una noción fantasmal, la cual, en un segundo movimiento, deviene creadora; así, los seres humanos inventan a la divinidad a partir de retazos propios para que ésta, a su vez, los invente. La enajenación en el joven Marx, por su parte, acaece cuando los productores efectivos, los obreros, dejan de reconocerse en los frutos de su trabajo pues, en el proceso de producción, no son sino un engrane más, sin embargo, no pueden darse cuenta de ello porque -para utilizar la durísima expresión de György Lukács- se han convertido en “gorilas amaestrados”.
El monstruo creado por el Dr. Frankenstein es esa humanidad que ha trasmutado y se ha dado vida por medio de artificios técnicos, esa humanidad que olvidó aquello que solía designarse como “espíritu” para cosificarse, esa humanidad que, por último, se ha dividido en pequeños cotos enfrentados entre sí y en los cuales subsisten comunidades otras indeseables y molestas para el grueso de la población.
Hoy, a doscientos años de la publicación de Frankenstein o El moderno Prometeo, ¿dónde nos encontramos? Nunca como en nuestros días, el peligro de un desastre mundial había sido tan patente: la contaminación ambiental ahoga a las grandes urbes, el agua de mares y lagos sirve de vertedero para toda suerte de deshechos y una buena cantidad de especies animales corre el peligro de desaparecer; las guerras, el hambre y la explotación de todo tipo asolan el mundo: guerras religiosas y económicas, brechas devenidas abismos separan a ricos y a pobres, niños robados y utilizados como suministro de órganos o como juguetes sexuales, mujeres vejadas y asesinadas -y, en el mejor de los casos, la indiferencia parece hacer regla; en el peor, encontramos toda suerte de discursos académicos que intentan borrar los horrores que efectivamente nos amenazan: así el “fin de la historia” de Fukuyama, y los “mejores ángeles” y la “Ilustración ahora” de Pinker -sí: los intelectuales orgánicos están más vivos que nunca.
Las expresiones “contraculturales” mismas han perdido su radicalidad. En el caso de la escena oscura, olvidamos las raíces anárquicas del punk y la avenencia con el romanticismo; perdimos el gusto por la poesía maldita, esa que nos enseña que las palabras, lejos de ser instrumentos cotidianos, son los ingredientes de la alquimia verbal; olvidamos que el gótico no sólo depende de conciertos, bares y grupos en redes sociales: el gótico es algo que hacemos en comunión con los otros, con esa familia elegida que son nuestros amigos, con quienes podemos exponer eso tan íntimo que somos cada uno de nosotros. Ahora, nos basta la lectura superficial de los “clásicos del movimiento” y las figuras televisivas icónicas, nos deleitamos en el oropel de la moda y practicamos un fundamentalismo enfermizo a partir del cual categorizamos, excluimos y ridiculizamos: el gótico corre el peligro de institucionalizarse y convertirse en una suerte de lista de mercado -cuando Dr. Marten´s, Goth Pickers y Creepers sean más importantes que la conmoción ante los nocturnos de Xavier Villaurrutia o el sacudimiento provocado por las notas vocales de Carl McCoy, sabremos que, efectivamente, el gótico no es más una alternativa a lo instituido sino una moda más, sujeta a los vaivenes del mercado y su creación de deseos.
Hoy más que nunca, estamos conminados a recuperar la herencia que el romanticismo nos legó; leer, pensar y actuar sobre nosotros mismos y cuanto nos rodea: leamos y hagamos nuestra “la tormenta y el arrebato”, pensemos a profundidad y actuemos sin vacilaciones; así, tal vez, conseguiremos superar las angustias del Dr. Frankenstein y salvaremos a su criatura del fuego suicida.
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